lunes, 25 de junio de 2018

La explosión de la diversidad

Llegué el sábado por la mañana a Bangalore, la capital el estado de Karnataka. He notado muchos cambios desde que estuve por aquí hace unos doce años. La ciudad se ha llenado de rascacielos, tiene un Metro en superficie y se ha hecho famosa por ser sede de muchas compañías de inteligencia artificial. Todo esto ha atraído a numerosas personas de otros lugares en busca de trabajo. Los contrastes siguen siendo llamativos. Junto a un edificio de última generación, se puede ver a una mujer ordeñando una vaca en la calle. Las vacas siguen siendo seres privilegiados. Gozan de muchos derechos y apenas tienen deberes. Pueden pasearse por el centro de una calle sin que nadie las moleste. Husmean en las basuras y se acomodan a sus anchas en la primera pradera que encuentran. Es un símbolo de este increíble país en el que todo es posible. Recuerdo que hace años, la publicidad institucional decía: “For tourism, incredible India; for business, credible India” (Para el turismo, la India es increíble; para los negocios, la India es creíble). No estoy seguro de que la segunda parte sea muy cierta, pero no tengo dudas respecto de la primera. No conozco un solo país en el mundo con los contrastes más llamativos. 

A pesar de los intentos del primer ministro Narendra Modi por hacer de la India un país exclusivamente hindú (Indostán), la diversidad salta a la vista. En una misma calle puede haber un colorido templo hindú, una mezquita musulmana pintada de verde y blanco, una iglesia católica de rito latino o siro-malabar y una capilla de alguna denominación protestante. A la gente le trae sin cuidado. Pasea, hace malabarismos entre los vehículos, camina descalza, se tumba en el primer sitio que puede y los varones orinan en cualquier rincón, a pesar de los múltiples carteles que lo prohíben. El ejecutivo vestido a la occidental se cruza con un mendigo de solemnidad sin que ninguno parezca extrañarse de la existencia del otro. Junto a la tienda de lujo se amontonan escombros y basuras. Es como si pasado, presente y futuro convivieran en abigarrada armonía. Oriente y Occidente se dan la mano en cualquier calle del centro mientras el tráfico se hace insoportable. Desfilan varones con el típico dhoti y muchos –sobre todo, los jóvenes– con pantalones vaqueros. Los hermosos saris de seis metros conviven con vestidos de corte europeo en las mujeres, aunque el vestido tradicional triunfa sobre el occidental. Todo es una desordenada algarabía que, a veces, agota, pero que casi siempre tiene un efecto revitalizador. 

Solo donde hay diversidad salta la chispa de la creatividad. Donde todos hablan la misma lengua, visten del mismo modo, practican la misma religión, comen los mismos alimentos y frecuentan los mismos espectáculos, se produce un fenómeno de repliegue narcisista y, por lo general, se empobrece la capacidad de encontrar respuestas nuevas. Todo suena a conocido. Es como una noria que da vueltas siguiendo siempre el mismo círculo. El desafío consiste en aprender a sacar partido de la diversidad, no simplemente a amontonarla, tolerarla o yuxtaponerla. La globalización nos está conduciendo a sociedades cada vez más plurales. Muchas personas viven esta pluralidad como una amenaza, pero puede ser la oportunidad para dar saltos cualitativos en la evolución humana si somos capaces de “jugar” con ella, de entrar en una danza creativa, de aprender a respetarnos y encontrarnos, de poner en juego nuestras diversas capacidades, de fijar unos mínimos éticos que sostengan la convivencia, de apuntar a algunos objetivos comunes. En fin, algo de esto me suscita esta emergente ciudad india mientras me preparo para la oración de la mañana a la hora en la que el sol empieza a despuntar.

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