martes, 12 de junio de 2018

Entre todos hacemos la media

Acabo de enterarme por el blog de Xabier Pikaza de que el franciscano Javier Garrido ha publicado un interesante libro titulado El don incomparable. Meditación de la Eucaristía. No he tenido oportunidad de leerlo, pero quiero hacerlo en cuanto me sea posible. Necesitamos seguir haciendo propuestas que nos permitan celebrar con más sentido la Eucaristía. En muchos lugares –sobre todo, en Europa– la rutina y las malas prácticas han ido secando este manantial inagotable. No es necesario que nos rompamos la cabeza encontrando fórmulas originales. Basta con que observemos atentamente cómo se celebra la Eucaristía en las diversas partes del mundo para enriquecernos, estimularnos y corregirnos mutuamente. Como suele decir un compañero mío de manera irónica al referirse a los diversos temperamentos y dones de los miembros de una comunidad, “entre todos hacemos la media”. Ninguno, por sí mismo, puede agotar todo lo que se necesita para hacer una buena comunidad. Lo mismo podría decirse de la Eucaristía. 

En Oriente –y, de manera más concreta, en la India– he entendido que la Eucaristía es un Misterio que no se puede banalizar. Por eso se cuida tanto su celebración. La Iglesia siro-malabar, de manera especial, acentúa este carácter mistérico. Se preocupa de la belleza del rito. Tanto los templos como los ornamentos y los cantos se cuidan con mimo para que la celebración sea un himno de alabanza al Dios Trinidad. Desde el presidente hasta el niño más pequeño, todos entran descalzos en la iglesia y permanecen todo el tiempo de pie o sentados en el suelo. Los domingos las iglesias están abarrotadas. Las celebraciones duran más de una hora. Los fieles –que se suelen contar por familias, no por individuos– se sienten responsables de su comunidad parroquial. Contribuyen de manera muy activa a su sostenimiento y organización. Confieso que, a veces, me agobia tanto canto y tanto rubricismo. Echo de menos más silencio y una mayor participación de los fieles, pero eso no me impide valorar el Misterio que se respira.

En África la Eucaristía es una fiesta. Los cristianos disfrutan participando en ella. No la entienden como una obligación sino como un gran regalo. A veces, sobre todo en las zonas rurales, recorren varios kilómetros a pie para participar en ella. En países como el Congo, una Eucaristía dominical puede durar cerca de tres horas. La gente se viste de fiesta. Hay saludos, danzas, cantos, varias colectas, infinitas procesiones (de entrada, de ofrendas, de comunión), largas homilías y, a menudo, un ágape final. La gente se saluda, el presidente acoge a los recién llegados, se ora por quienes celebran cumpleaños u otros aniversarios y se canta con pasión y, en general, con excelente afinación y mucho, mucho ritmo. Nadie tiene prisa por terminar porque para ellos celebrar el encuentro con Jesús y su comunidad es lo máximo que pueden hacer un domingo. A veces –lo confieso con mentalidad europea– las homilías me resultan demasiado largas y didácticas, encuentro innecesarios tantos avisos después de la comunión, me sobran algunos cantos muy repetitivos, la limpieza, el orden y la armonía dejan bastante que desear…, pero todas estas cosas son peccata minuta en comparación con el derroche de fe y entusiasmo que se percibe. Por otra parte, aunque a primera vista parezca lo contrario, los africanos son extraordinariamente fieles al rito romano. 

En América Latina se subraya mucho el compartir. Es el verbo latinoamericano por excelencia. La Eucaristía se entiende, sobre todo, como la comida de los pobres, la mesa de Jesús abierta a quienes están en los márgenes. Si quienes celebran proceden de los movimientos carismáticos, se acentúa mucho el canto y la alabanza. Si se trata de comunidades populares, cobra protagonismo la Liturgia de la Palabra. Se suelen explicar con detalle las lecturas del día y a menudo el presidente hace preguntas a la asamblea durante la homilía. En ocasiones, este recurso resulta algo infantil, pero a las comunidades suele gustarles porque les permite participar más activamente. También las oraciones de los fieles suelen estar abiertas a la participación. A menudo se echa mano de símbolos que completan las lecturas del día o acentúan el carácter de la fiesta que se celebra. Naturalmente, no se puede generalizar. No es lo mismo una Eucaristía en una parroquia urbana de Buenos Aires, Lima o Bogotá (que tiende a parecerse a las europeas) que en una rural, pero en ambos casos el presidente suele caer en la tentación de hacer muchos comentarios y explicaciones. A veces da la impresión de que, más que celebrar la misa, la está retransmitiendo. De hecho, la Liturgia de la Palabra suele consumir tanto tiempo que a menudo se despacha la liturgia eucarística a toda velocidad. Dentro del carácter de encuentro y fiesta, cobra un inusitado relieve el rito de la paz, hasta el punto de que, si es posible, todos dan el abrazo de paz a todos. Otros elementos pueden pasar desapercibidos. 

En los Estados Unidos se cuida mucho la acogida de quienes van llegando a la celebración. En muchas iglesias, además de un espacio grande para el estacionamiento de vehículos (casi todos los fieles acuden en coche), hay un grupo de voluntarios que saludan a los fieles. Se ensayan los cantos y se cuidan los símbolos litúrgicos (desde los ornamentos hasta los diversos utensilios). Se reparten bien los distintos ministerios (acólitos, lectores, coristas, ministros de la Comunión, etc.). La Eucaristía dominical suele durar más de una hora. Los fieles suelen ser muy generosos. A menudo se hacen colectas por necesidades especiales. Con frecuencia, tras la misa del domingo, la comunidad se reúne para tomar algo y conversar. Muchas iglesias tienen un salón multiusos preparado para estas actividades. Me parece que a veces el carácter social debilita otras dimensiones esenciales, pero es solo una impresión.

En Europa, aunque hay parroquias donde se cuida mucho la Eucaristía dominical, vivimos una especie de minimalismo litúrgico. En general, pocos fieles toleran que la misa dure más de 45 minutos. Los cantos suelen ser muy repetitivos y poco seguidos. La participación de los fieles en general, y de los jóvenes en particular, suele ser escasa. Se observa con normalidad –eso sí– el orden establecido por el Misal Romano y la armonía de las partes. Quizá el equilibrio celebrativo sea el rasgo más sobresaliente en Europa. Es algo consustancial al rito latino. Los sacerdotes suelen preparar la homilía, pero con frecuencia no conecta con la asamblea. Naufraga en explicaciones muy abstractas. Salvo en contadas ocasiones, no se percibe el carácter festivo de la celebración ni se cuida mucho el encuentro comunitario. A veces se tiene la impresión de que la Eucaristía es un asunto individual. Uno podría celebrarla prescindiendo por completo de los que tiene al lado. Muchas asambleas litúrgicas –sobre todo en las ciudades– congregan a personas que no se conocen. Apenas se cuida la acogida. No suele haber actos comunitarios antes o después de la celebración. 

Soy consciente de que he trazado en pocas líneas un mero boceto que no siempre hace justicia a la realidad. Pero mi intención no es hacer un análisis detallado, sino subrayar el hecho de que todos podemos aprender de todos. Los cristianos de Asia nos enseñan la importancia de la dimensión mistérica de la Eucaristía. Los de África son expertos en la fiesta y la participación. De América nos viene una gran sensibilidad por la Palabra y por la comunión con los pobres y necesitados. Europa nos recuerda que nunca debemos perder la armonía y el equilibrio y que muchas veces “menos es más”. Si prestáramos atención a los diversos acentos y matices y procurásemos incorporarlos a nuestro modo ordinario de celebrar, enriqueceríamos mucho la celebración de la Eucaristía. Lo dicho, “entre todos hacemos la media”. No hay un solo maestro. Todos somos discípulos.

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