miércoles, 20 de junio de 2018

Mirar y dejarse mirar

La jornada comienza a las cinco de la mañana. Bañarse al estilo indio lleva su tiempo. En todas las misiones visitadas, a las seis se suele tener media hora de adoración con el pueblo. Después, sigue la misa en rito siro-malabar. Los días feriales dura 45 minutos; los domingos, en torno a hora y media. Durante el tiempo de la adoración se hace de día, aunque en esta estación de las lluvias no se divisa el sol, sino espesos nubarrones cargados de agua. A mí me gusta comenzar el día en silencio. Esperaba que el tiempo de adoración fuera también un tiempo de silencio, pero no suele ser así. Durante la media hora se suceden los cantos, letanías y oraciones de diverso tipo. Como no entiendo una palabra de la lengua malabar, yo me abstraigo y me centro en la adoración de Jesús Eucaristía. Los cantos y oraciones de la asamblea se convierten en un suave murmullo de fondo que no me molesta demasiado. Hoy, mientras trascurrían los minutos, he pensado en la fuerza que está adquiriendo la adoración en muchas iglesias y comunidades el mundo. Es una de las sorpresas que el Espíritu Santo nos regala en estos tiempos de cambios acelerados, como si quisiera proporcionarnos un punto de anclaje fijo paa no extraviarnos.

La adoración eucarística fue una práctica religiosa muy cultivada durante siglos, aunque no formaba parte de las prácticas de la iglesia primitiva. En los años 40 y 50 del siglo pasado adquirió mucha fuerza. Decayó tras el Concilio Vaticano II. La reforma litúrgica no la eliminó, pero daba la impresión de que no la veía con muy buenos ojos. Este “culto a la Eucaristía” fuera de la celebración parecía un residuo devocional que no casaba con los criterios litúrgicos imperantes. Lo importante era celebrar. La reserva eucarística tenía sentido en vistas a la atención a los enfermos. Yo mismo viví este ambiente. Comprendo que tiene su fundamento teológico, pero –por alguna razón que ignoro– el pueblo cristiano ha ido recuperando y actualizando una práctica tradicional. En cierto sentido, se ha producido un divorcio –otro más– entre la teología y la práctica. 

Los estudiosos (no sin fuertes razones) van por un lado y el pueblo (no sin fuertes sentimientos) va por otro. Solo los pastores inteligentes saben aprovechar lo mejor de ambos lados sin sucumbir a los dilemas que nos empobrecen. Es necesario dar protagonismo a la celebración eucarística (en esto tienen razón los teólogos), pero sin descuidar esa prolongación adorante que tantos santos han practicado (en esto tiene razón el pueblo). Me sorprende encontrar en Kerala a muchos jóvenes que se sienten atraídos por la práctica de la adoración eucarística. Es como si el Jesús “expuesto” bajo forma de pan fuera un poderoso imán que los arrastra. El Cuerpo de Cristo se expone, no se esconde. Los jóvenes del movimiento Jesus Youth me hablaron de esto mismo hace unos días. Y no son sospechosos de espiritualismo. Se trata de excelentes profesionales con un fuerte compromiso social.

Quizás en tiempos tan productivistas como los nuestros necesitamos practicar un tipo de oración que sea pura gratuidad. Quien adora no pide, no alaba, ni siquiera da gracias. Simplemente está con los ojos fijos en el Señor Jesús. Mira y se deja mirar. Se expone ante el Expuesto. La adoración es un puro ejercicio de amor gratuito, una especie de ósmosis espiritual mediante la cual nosotros le traspasamos a Jesús nuestras inquietudes y temores y él nos traspasa su amor. Y en ese trasvase se produce un verdadero proceso de transformación. No es necesario explicar nada ni rellenar el tiempo a base de cantos y plegarias, como si tuviéramos pánico al vacío del amor. Es suficiente con estar, como estaba María al piez de la cruz (stabat Mater iuxta crucem). Las Misioneras de la Caridad de Madre Teresa practican la adoración mañana y tarde.  Han aprendido a estar con Jesús Eucaristía para estar con Jesús necesitado. No hay contradicción entre las dos presencias. Quizás esto explica su enorme capacidad de servicio a los últimos de los últimos y su fecundidad.

Quien se deja enamorar por el Jesús Eucaristía acaba siendo una Eucaristía viviente. No se trata de un proceso ascético mediante el cual nos entrenamos en aquellas virtudes que son necesarias para una vida de entrega, sino que nos dejamos transformar por el magnetismo del amor. Este “dejarse hacer” supone una decisión más profunda que la de practicar algunas virtudes porque deja voluntariamente que Jesús se convierta en el centro de nuestra vida hasta que llegue un momento en el que podamos decir: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20). ¿Se puede hablar de una mera devoción? Altroché!, que dirían mis amigos italianos.

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