viernes, 4 de mayo de 2018

El tamaño del mundo

Admiro a las personas que saben demorarse en los detalles de las cosas. Yo, aunque a veces parezca lo contrario, no pertenezco a esta clase. Soy más sintético que analítico. Me gusta más el cuadro en su conjunto que los pormenores. Percibo más el bosque que los árboles. O, por lo menos, eso creo. Quizás por eso, por el exceso de información acerca de “lo que pasa”, me cuesta mucho medir el verdadero tamaño del mundo. Cuando hace un par de siglos muchas personas apenas se movían de su aldea natal, el mundo era mensurable, todo estaba al alcance de la mano. Solo algunos afortunados lo ensanchaban un poco a base de lecturas y de viajes a las aldeas vecinas. Pocos, poquísimos, viajaban fuera de su propio país o continente. Pero hoy el mundo se ha convertido en una “aldea global”. Nos enteramos al instante de lo que ha pasado en Wall Street y en un remoto villorrio del Congo. Cada dos por tres suenan los mensajes que recibimos a través de Facebook, Skype, WhatsApp o vaya usted a saber qué tipo de aplicación. Alguien nos informa de la muerte de una persona conocida; otro nos solicita un documento o una opinión; los periódicos digitales nos transmiten en directo una conferencia de prensa de un político o un acontecimiento deportivo y, por si fuera poco, Google nos recuerda las tareas pendientes y las citas que habíamos concertado. 

No me extraña de que la depresión sea una enfermedad de moda. Cuando uno no puede hacerse cargo de un mundo que nos desborda, corre el riesgo de venirse abajo. No es fácil distinguir entre “el mundo” y “mi mundo”, faltan coordenadas que permitan situar los acontecimientos en su justo lugar. No es lo mismo que se devalúe el dólar, que la Roma pierda contra el Liverpool, que el DJ Avicii se suicide o que anuncien lluvias para el fin de semana. Querer abarcar el mundo entero es una empresa imposible, a menos que uno lo abarque no desde los extremos (cada vez más alejados), sino desde el centro en el que todo converge. Me parece que el gran error de muchos consiste en creer que cuanta más información almacenen, más y mejor van a comprender el mundo en el que vivimos. Las personas sabias saben que esto es imposible; por eso concentran sus fuerzas en viajar hacia el centro que permite entrar en una misteriosa y serena comunión con todo y con todos. Solo los contemplativos están en condiciones de intuir el significado de la vida. Los demás nos conformamos con estar al tanto de lo que sucede. La persona contemplativa no necesita muchos datos para medir el tamaño del mundo. Le basta bucear en su mundo personal. Todo ser humano es un mundo en miniatura. Si me conozco bien, puedo interpretar lo que le pasa al mundo todo. 

Frente a la ansiedad y tristeza que acompañan a quienes viven en la pura exterioridad, pendientes de noticias y acontecimientos que den color a la vida, solo hay un camino que asegura la paz sin perder la conexión: el viaje al santuario interior. Quien apenas lo ha transitado puede pensar que se corre el riesgo de un repliegue narcisista, pero este riesgo es incomparablemente menor que la experiencia de unidad y unificación que se produce. La prueba es que las personas más activas, aquellas que mantienen siempre un tono positivo y transformador, son también las más contemplativas. Imantadas por el centro, pueden moverse con gran libertad sin sentirse perdidas o absorbidas por las cosas. Solo los hombres y mujeres contemplativos se atreven a medir el tamaño del mundo porque coincide con el tamaño de su corazón. La sorpresa viene al final: el centro no es un agujero negro que nos devora. Es la casa de la Presencia que nos acoge. Agustín de Hipona lo dijo con solo tres palabras: intimior intimo meo (más interior que lo más íntimo mío).

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