jueves, 10 de noviembre de 2016

Él no está aquí

Escribo en la sala D-9 del aeropuerto internacional Ben Gurion de Tel Aviv. Son las 4 de la mañana. Dentro de un par de horas regreso a Madrid tras una semana en Tierra Santa. Me quedo con la última impresión: las horas que ayer pasé en el Santo Sepulcro de Jerusalén. Hice la cola para entrar en el recinto que alberga la tumba. Me arrodillé frente a la losa. La toqué con mis manos y la besé con mis labios. No experimenté ninguna emoción especial, pero sí comprobé que Él no estaba allí. El Resucitado no queda recluido en ninguna tumba. Es un insumiso. Su presencia desborda Jerusalén e Israel hasta alcanzar el mundo entero. Ahora es contemporáneo de todo ser humano. 

Después subí al Calvario. Me senté un buen rato frente a la imagen de Cristo Crucificado. Me pregunté por qué el que murió casi solo, vejado y escupido por los soldados romanos y por la chusma, ahora es honrado por millones de personas de todo el mundo que acuden a este lugar con las más diversas motivaciones, pero siempre atraídas por la persona de Jesús. ¿Cómo es posible que se haya producido una transformación que resulta imparable? Hace 20 años veía en Tierra Santa a muchos peregrinos alemanes, italianos, franceses, norteamericanos, españoles, etc. Ahora he visto con alegría a muchos indios, vietnamitas, filipinos, nigerianos, mozambiqueños, brasileños… La geografía de la Iglesia está cambiando. Asia y África están tomando el relevo de Europa. En Tierra Santa se nota con mucha claridad. La fuerza del Resucitado ha llegado hasta los extremos del mundo. Poncio Pilato no lo hubiera sospechado ni en sus peores sueños.

Antes de acabar la mañana bajamos de nuevo al río Jordán y luego al Mar Muerto. No hacía el calor insoportable de otras veces. En el río donde Jesús recibió el bautismo de manos de Juan, renovamos las promesas de nuestro propio bautismo. Me llamó la atención la presencia de varios grupos de ortodoxos rusos que practicaban ritos de inmersión. Tras el almuerzo y una visita fugaz a la orilla del Mar Muerto, regresamos a Jerusalén. En compañía de otros dos compañeros claretianos di una vuelta completa a las murallas que rodean la ciudad vieja de Jerusalén. Recorrí las ocho puertas (una de ellas cerrada), contemplé el Monte de los Olivos, me interné por el barrio armenio y regresé al hotel saliendo por la gran Puerta de Damasco. Jerusalén siempre me deja con el corazón dividido. Siento tristeza y alegría en proporciones que van variando. Me parece la ciudad que mejor simboliza la ambivalencia humana. Los seres humanos somos capaces de lo mejor y de lo peor, de la paz y de la guerra, del amor y del odio. Por eso, Jerusalén ha sido construida y destruida tantas veces. Por eso, es el lugar en el que se congregarán todos los pueblos.

La confirmación del triunfo de Trump me llegó estando en el Mar Muerto. No me ha sorprendido. Algunos de los cristianos de aquí lo preferían a él. Veían en Clinton una política acostumbrada a maniobrar según los interes de Israel. El tiempo dirá en qué queda el susto inicial. Lo que resulta claro es que las previsiones de los últimos tiempos respecto del Brexit, el referéndum colombiano y las elecciones norteamericanas no se han cumplido. Es como si los votantes quisieran ejercer el último derecho que les queda yendo contra los dictámenes de las encuestas, los medios de comunicación y los grupos de poder. ¿Estamos ya hartos de decisiones teledirigidas?

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