martes, 15 de noviembre de 2016

Enamorado de la luna

Es la una de la madrugada en el aeropuerto internacional de Doha. Hay un trasiego constante de gentes de todas partes. Dominan los orientales. Yo he cubierto ya los 4.635 kilómetros que separan Roma de la capital de Catar. Me quedan todavía 7.282 hasta Manila. Se agradece la pausa de un par de horas, que aprovecho para escribir el post de hoy. Por desgracia, encerrado en la mole de este modernísimo aeropuerto catarí, no puedo disfrutar de la superluna que luce esta noche. Me contentaré con ver algunas fotos en los periódicos digitales. Pero, a pesar de no poder contemplarla de cerca, me siento atraído por ella. No sé qué tiene la luna que, incluso a los que tenemos un temperamento más bien solar, nos seduce y enamora.  Mirándola a ella, nos preguntamos quiénes somos nosotros. Es como si la luna tuviera la virtud de revelarnos nuestra verdadera identidad. Así lo expresa el salmo 8: “Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, / la luna y las estrellas que has creado, / ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, / el ser humano, para darle poder?”.

Creo que, en el fondo, la vida de los creyentes se parece un poco a la luna. Tenemos dos caras: una oscura y otra luminosa. La cara oscura esconde nuestros secretos, incluso nuestras pequeñas o grandes mentiras y, sobre todo, el inmenso espacio de lo desconocido. Pasan los años y a menudo me sorprendo de lo poco que me conozco. Hay siempre reacciones de mí mismo que me sorprenden. Lo mismo me sucede con respecto a las otras personas; sobre todo, a las más cercanas. El paso del tiempo no disminuye el espacio desconocido sino que lo incrementa, como si a mayor amor creciera el misterio y la distancia. Quizá es la manera de preservar incontaminada, libre de toda dominación, la dignidad de cada ser humano. No somos un enigma que puede ser despejado con la ayuda de la ciencia (por más que no falten quienes así lo creen) sino un misterio indomesticable que solo puede ser respetado. En el fondo, me gusta no poder conocer del todo a una persona y que tampoco a mí me conozcan del todo. Destruido el misterio, se acaba el encanto de una relación, se aborta el crecimiento.

Pero, como la luna, tenemos también una cara luminosa que experimenta fases crecientes y menguantes y que algún día alcanzará la plenitud de la luna llena. Es bueno aceptar la alternancia de las fases, incluso la existencia de una luna nueva completamente oscura. No siempre estamos en condiciones de emitir luz con la misma intensidad. Por otra parte, la luz que reflejamos no procede de nosotros. Nos limitamos a reflejar la luz del Sol de Dios en la noche de la existencia. Esto nos hace humildes y, al mismo tiempo, nos anima a ser testigos. Jesús mismo nos ha dicho: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,14). La luz no se puede esconder porque no es propiedad privada sino bien de utilidad pública. Dios no es un tesoro reservado a unos privilegiados, sino el Sol que ilumina a todo ser humano: a veces, de manera más directa; otras, a través del reflejo de esas pequeñas lunas que somos cada uno de nosotros. El canto del Benedictus lo expresa así: “Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, / nos visitará el sol que nace de lo alto, / para iluminar a los que viven en tinieblas / y en sombra de muerte, / para guiar nuestros pasos / por el camino de la paz” (Lc 1,78-79).

Bueno, todo esto lo escribo bajo el influjo de esa superluna que no consigo ver a través de los ventanales de este inmenso aeropuerto, pero que intuyo y de la que estoy enamorado. O sea, que el post de hoy es un pelín lunático.




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