lunes, 7 de noviembre de 2016

A Jerusalén siempre se sube

Ayer domingo dejamos Galilea y emprendimos el camino hacia Jerusalén. Todo el evangelio de Lucas está concebido como un viaje de Jesús hasta la ciudad santa. Y de allí al cielo. Me vienen a la mente sus palabras: “Con todo, hoy y mañana y pasado tengo que seguir mi viaje, porque no puede ser que un profeta muera fuera de Jerusalén” (Lc 13,33). Hay tres posibles vías para viajar desde Galilea hasta Judea: la más occidental es la “vía del mar”; la más oriental es la “vía del Jordán”. Jesús solía utilizar esta última. También yo la he seguido en viajes anteriores. Pero esta vez, dado que la situación política está más calmada que a finales del siglo pasado, hemos seguido el camino más corto: el que atraviesa Samaria. Esto nos ha permitido detenernos en Nablus, donde se conserva el auténtico pozo de Jacob bajo protección de los ortodoxos griegos. Allí sitúa el evangelista Juan, en el capítulo 4 de su evangelio, el encuentro entre Jesús –de regreso a Galilea– y la mujer samaritana. Para comprender mejor el texto, conviene recordar que el monte Guerizim al que se alude en la conversación entre ambos se alza majestuoso no lejos del lugar.

Situados en torno al pozo, hemos leído con calma el pasaje evangélico. Es un texto que he meditado tantas veces que no sabría poner un acento especial: quizá el atrevimiento de Jesús a la hora de entablar conversación con una mujer –samaritana por más señas (es decir, heterodoxa)– en un lugar descampado en pleno mediodía. El relato de Juan –como todos los suyos– combina con maestría la historia (¡cada vez se reconoce más la base histórica del texto!) con la teología simbólica. Yo me quedo con el atrevimiento, una característica que echo de menos en nuestra forma de relacionarnos pastoralmente con las personas. Estamos siempre dispuestos a la acogida, pero pocas veces damos el primer paso. Arriesgamos poco. Por eso, recogemos poco.

El descenso a Jericó es una introducción vertiginosa en el desierto de Judea. ¡Menos mal que los frenos del microbús estuvieron en su sitio! Llegados al oasis que alberga “la ciudad más antigua del mundo”, comenzamos enseguida el ascenso a la ciudad santa de Jerusalén. Pasar de los 240 metros bajo el nivel del mar que tiene Jericó a los cerca de 800 metros sobre el nivel del mar en tan solo 34 kilómetros significa superar un desnivel de más de 1.000 metros. En el trayecto era imposible no evocar la “parábola del buen samaritano” que Lucas sitúa en la bajada de Jerusalén a Jericó. Y quizá más imposible si cabe no entrar en la ciudad santa catando el salmo 121: ¡Qué alegría cuando me dijeron! Los que visitaban Jerusalén por primera vez se estremecieron al ver la ciudad rocosa construida sobre roca, el sucederse de colinas pobladas de casas que parecen todas del mismo color.

Tras el almuerzo, la tarde se centró en el monte Sión. Celebramos la Eucaristía en el Cenáculo franciscano y regresamos al hotel caída la noche. Podría contar los detalles de cada paso, pero me resultaría difícil sintetizar tantos sentimientos. Quizá baste uno por hoy. Se resume en dos palabras: “Sucedió aquí”. Es la impresión que estamos teniendo cada vez que visitamos un lugar que la tradición ha conservado como auténtico. Este adverbio –aquí– adquiere una importancia sublime. Es cierto que el Resucitado trasciende todos los aquí para hacerse el encontradizo con cualquier ser humano en cualquier lugar. Pero él mismo ha querido hacerse uno de nosotros viviendo aquí y no allá, en aquel tiempo y no en éste. Tenemos que trascender estas mediaciones pero no suprimirlas. El Resucitado es el Crucificado. Ambas realidades se iluminan mutuamente. Esta convicción sostiene y da sentido a nuestras visitas. Estamos ya en Jerusalén. Nos aguarda lo mejor. 

1 comentario:

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