domingo, 20 de noviembre de 2016

Ni súbditos ni ciudadanos: discípulos

El último domingo del año litúrgico ha comenzado aquí en Alfonso, Filipinas, siete horas antes que en Roma y catorce horas antes que en Bogotá. Estar en el extremo Oriente tiene algunas ventajas. Cuando escribo estas líneas todavía el papa Francisco no ha clausurado el Año de la Misericordia. Aquí, en Filipinas, todo tiene ya el sabor del fin: fin del jubileo, fin del año litúrgico y fin de nuestro retiro. Solo cuando nos situamos en el final de algo comprendemos mejor en qué consiste. Con la solemnidad de Cristo Rey del Universo la liturgia nos invita a situarnos en el final de la historia, cuando Cristo reine sobre todo. Entonces, comprenderemos que, por muchas batallas que hayamos perdido (y Dios sabe que son muchas), la victoria final está asegurada. Nada ni nadie puede arrebatar a Cristo el reinado del amor. No hay evolución cósmica, régimen político, avance científico o chifladura humana que tengan la última palabra porque solo Él es el principio y el fin, el alfa y la omega. Esta certeza en la victoria final arroja un chorro de esperanza sobre todos aquellos que proseguimos nuestro camino entre tinieblas, a menudo tentados por el desánimo, con ganas de tirar la toalla. Solo quien sabe dónde está la meta saca fuerzas para seguir avanzando.

Mientras recorremos este camino (a veces, a tientas; otras, con la mirada larga), no nos sentimos ni súbditos de poderes absolutos (somos indómitamente rebeldes) ni simples ciudadanos de la polis humana (somos incurablemente celestiales). Nuestro estatuto es el de hijos del Padre y discípulos de su Cristo. Ponemos nuestros pies donde él ha puesto sus huellas. Siguiéndolo a él sabemos que no vamos a errar. Nos sentimos cristianos. Saboreamos el orgullo de este nombre que hace referencia a un Rey entronizado en la cruz, ridiculizado por los grandes de este mundo y creído por los pequeños, orillado por los sabios y acogido por los humildes. Nuestro Rey solo dispone de un arma, la más poderosa que existe porque es el arma de Dios: un amor incondicional a prueba de insultos y salivazos, de coronas de espinas y crucifixiones, de traiciones y olvidos. Solo este amor puede derrotar tanto mal acumulado a lo largo de la historia. Mirándolo a él, traspasado y vejado, tenemos motivos para no sucumbir al poder del mal. Ninguna tentación, por seductora que sea, va a ser más irresistible que su mirada de amor desde lo alto de la cruz. Si el ser humano puede caer víctima del poder, del sexo o del dinero, dejándose mirar por él se levanta con la dignidad del amor.

Los súbditos obedecen; los ciudadanos participan. Son los verbos que la historia nos ha enseñado a conjugar. Solo los discípulos de Cristo Rey aman porque, aunque sean torpes con la gramática, es el único verbo que manejan con soltura. Durante el pasado Año de la Misericordia hemos aprendido que el nombre de Dios es misericordia y que ésta –aunque se haya terminado el Jubileo– nunca pasa de moda. Hemos aprendido que las actitudes rígidas e inflexibles, aunque se revistan con el ropaje de la coherencia, nunca expresan lo que Dios es porque en él verdad y misericordia se funden, coinciden, se iluminan. La verdad sin misericordia es un arma arrojadiza que solo sirve para herir. La misericordia sin verdad es un sentimiento efímero que no construye nada. Como discípulos de Cristo, hemos aprendido a ser verdaderos siendo misericordiosos y a practicar la misericordia que es reflejo de la verdad.

El Evangelio de hoy es enormemente rico y sugerente. Os dejo con las explicaciones detalladas del amigo Fernando Armellini. Yo me he limitado a compartir con vosotros una “reflexión filipina” que me sale de dentro. La exégesis se ha quedado en retaguardia. 


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