viernes, 11 de noviembre de 2016

Un viaje a la propia bodega

El termómetro exterior marca 3 grados. Experimento un fuerte contraste entre la temperatura suave de Israel y los primeros rigores del otoño madrileño. Quizá es un símbolo de las oscilaciones que se dan en la vida. No siempre disfrutamos de una temperatura estable. Hay días luminosos y cálidos. Y días oscuros y fríos. No resulta fácil saber quiénes somos si nos fijamos solo en la temperatura de nuestros humores. Siempre somos algo más profundo que la sucesión de soles y lunas, vientos y lluvias. Ese algo más es nuestra identidad personal, que no es otra que la de seres humanos queridos y sostenidos por Dios. Escribo esto mientras me entero de que Leonard Cohen –uno de mis músicos favoritos– ha muerto a la edad de 82 años. Era un judío admirador de Jesucristo. Ayer mismo falleció el padre de un compañero mío que había viajado también a Israel en nuestro grupo de peregrinos. Este es el curso de la vida. Lo mismo que uno salta de la fosa caliente del Mar Muerto a las alturas frescas de la sierra madrileña, la vida es una sucesión de contrastes. Celebramos el nacimiento y la muerte como momentos imprescindibles de una misma existencia. ¿Cómo no ser víctimas sino cómplices de un río que no para de fluir?

La semana transcurrida en Tierra Santa me ha enseñado muchas más cosas de las que podía esperar. No me refiero a datos históricos o arqueológicos (ya conocidos de viajes anteriores), sino a la trama de la propia vida, permanentemente confrontada por lo que iba viendo, escuchando, sintiendo, padeciendo. Esta peregrinación interior se parece a la que experimentan quienes hacen el camino de Santiago. Uno se sorprende con reacciones que no imaginaba, con preguntas incómodas, con vacíos y ansiedades que anidan en la propia bodega pero que pocas veces salen a la luz. Tanto el lago de Tiberíades como la pétrea ciudad de Jerusalén –encumbrada sobre lo alto de las montañas– tienen este poder mayéutico; es decir, esa capacidad de sacar el vino interior, de dar a luz lo que se va gestando en la propia bodega. Si nunca tenemos la oportunidad de experiencias así, la vida cotidiana nos va sumiendo en una rutina gris que no nos ayuda a crecer. Nos hunde en la fosa de la mediocridad. No estoy sugiriendo que todos tengamos que viajar a Tierra Santa o recorrer el Camino de Santiago. Me refiero solo a la necesidad de salir de vez en cuando de lo que hoy se suele llamar “zona de confort” para adentrarnos en otros territorios, en otras experiencias que ponen a prueba nuestras convicciones, actitudes y sentimientos. Que nos permiten conocernos mejor y trabajar nuestras inconsistencias, alimentar nuestros sueños, agradecer nuestros tesoros.

Estoy viviendo la experiencia del “día después”, casi sin tiempo de elaboraciones tranquilas porque dentro de cuatro días emprendo de nuevo un viaje mucho más largo: al archipiélago de las Filipinas, el primer país asiático que tuve la oportunidad de visitar en el ya lejano 1991. Mientras tanto, rumio con serenidad lo vivido en Tierra Santa, doy gracias a Dios por haberme puesto a prueba y, sobre todo, trato de incorporar a mi vida cotidiana las pequeñas lecciones que he aprendido en este curso acelerado de humanidad y fe. Esta mañana, antes de regresar a Roma, tendré la oportunidad de cotejar mi experiencia con la del resto del grupo. Al fin y al cabo, no se ha tratado de una peregrinación individual sino de un viaje en comunidad. Cada uno hacemos nuestra experiencia, pero hay un itinerario común que nos arropa. Somos un pueblo en marcha. Las palabras y silencios de cada uno, los gestos de ayuda o de repliegue, las caras largas o las sonrisas son también parte de esta gramática que nos ayuda a hablar y entender el lenguaje de la amistad, la fe y la esperanza. Por todo ello, me siento muy agradecido. En la bodega interior hay vinos de solera que estaban esperando una mano que los sacara a la luz.

Mi pequeño homenaje a Leonard Cohen:





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