martes, 23 de agosto de 2016

¡Qué buenos vasallos si tuviesen buen señor!

Tomo prestado el título del verso 20 del Cantar de Mio Cid, pero me permito cambiar el singular (vasallo) por el plural (vasallos) y actualizar la forma verbal. Sobre este verso –quizá el más conocido del poema– se multiplican las interpretaciones. Yo no entro en el juego de los filólogos y expertos en literatura española. Me limito a aplicarlo a una situación que he refrescado en las semanas pasadas en las que he tenido oportunidad de encontrarme con bastantes jóvenes. En contra de lo que a menudo se dice, mi opinión sobre ellos ha sido favorable. Los he encontrado educados, dialogantes, bien preparados, dispuestos a escuchar, solidarios, creativos… Es verdad que, a renglón seguido, podría añadir otros rasgos más problemáticos. Algunos parecen indecisos, hedonistas, reacios a compromisos de por vida, superficiales… Pero, en general, constituyen una generación sana, provienen de familias que se han esmerado en proporcionarles lo necesario –y más– para su crecimiento personal.

Si traigo a colación la frase de Mio Cid es porque he tenido también la impresión de que se trata de buenos vasallos –por emplear la expresión del poema– que andan un poco perdidos porque no tienen un buen señor a quien servir; es decir, carecen de ideales fuertes que justifiquen su entrega y compromiso. La idea de progreso social está en crisis. Es difícil encontrar jóvenes atraídos por la política o por la transformación de la sociedad. Su escepticismo proviene de los repetidos fracasos en este campo. ¿Para qué sirve esforzarse si todo va a continuar más o menos igual, regido por mecanismos anónimos sobre los cuales no es posible ejercer ninguna influencia? A veces, el único ideal parece ser encontrar un trabajo estable y bien remunerado, lo que tampoco resulta fácil en la actual coyuntura económica. A muchos, el ideal de una vida matrimonial y familiar se les antoja también irrealizable. Han sido testigos de muchos fracasos en el ámbito de sus propias familias o en el círculo de los conocidos como para arriesgarse a caminar en esa dirección. Prefieren relaciones abiertas, pasajeras, que no exijan demasiada vinculación, que dejen un margen de libertad para seguir viviendo la propia vida.

Los señores a los que muchos de estos jóvenes rinden vasallaje son las tecnologías de la información y el entretenimiento, el alcohol y la droga, el sexo rápido y, a menudo, una vida un poco aburrida y sin alicientes. Por eso, las industrias del entretenimiento publicitan experiencias fuertes, vertiginosas, que pretenden despertarlos de esta especie de modorra vital "a un módico precio". Pero ya se sabe que la exaltación nos saca de nosotros, nos proporciona una euforia intensa pero corta. La exultación, por el contrario, nos reconcilia con nosotros mismos y nos regala una alegría profunda y duradera. No es lo mismo estar eufóricos que estar alegres. Hay señores de la exaltación (que no hacen sino atizar los más bajos instintos de los jóvenes) y señores de la exultación (que alimentan los ideales que hacen de la vida una existencia más auténtica y entregada). 

Necesitamos escuchar mucho más a las personas que nos ayudan a cultivar la ciencia, la investigación, el arte, el deporte, el diálogo, el compromiso sociopolítico, la búsqueda espiritual. Con señores así, muchos de nuestros jóvenes vasallos darían lo mejor de sí mismos –que es muchísimo–, se sentirían felices y contribuirían de manera significativa a la regeneración social. ¿Es demasiado tarde o estamos aún a tiempo? 

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