sábado, 6 de agosto de 2016

¿Olímpicos o transfigurados?

Hoy es un día cargado de resonancias. El 6 de agosto de 1945 se lanzó la primera bomba atómica sobre Hiroshima. El 6 de agosto de 1978 falleció en Castelgandolfo el papa Pablo VI. Ambos acontecimientos tuvieron lugar el día en que la Iglesia celebra la fiesta de la Transfiguración. Este año, además, coincide con el comienzo de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro inaugurados ayer por la noche en la ciudad carioca. En su mensaje a los atletas, el papa Francisco les ha dicho: “En un mundo que tiene sed de paz, tolerancia y reconciliación, espero que el espíritu de los Juegos Olímpicos pueda inspirar a todos, participantes y espectadores, a combatir la buena batalla y terminar juntos la carrera”. 

¿En qué consiste esta buena batalla que debemos combatir? En el caso de los atletas, su batalla personal persigue la victoria sobre los rivales y, si es posible, el logro de nuevos récords siguiendo el lema olímpico: citius, altius, fortius (más rápido, más alto, más fuerte). En el caso de los creyentes, la batalla consiste en lograr la plena transfiguración hasta que no seamos nosotros los que vivamos sino que sea Cristo quien viva en nosotros (Gal 2,20). 

Muchas personas poseen una mentalidad olímpica. A base de esfuerzo pretenden alcanzar nuevas metas, superarse, llegar más lejos. Sus objetivos son muy diversos: desde terminar una carrera hasta aprender una lengua o adelgazar algún kilo. Están convencidas de que con voluntad y constancia pueden conseguir lo que se proponen. Querer es poder, suele decirse. Con frecuencia estas batallas personales se libran en compañía de otras personas, con lo que se resalta el trabajo en equipo, tan típico del espíritu olímpico. No hay nada malo en esta manera de entender la vida como superación constante. Nos ayuda a no quedarnos estancados, a desarrollar nuestras capacidades; en definitiva, a enriquecer nuestra vida.

¿Es esto lo que Jesús nos propone? ¿Es el cristianismo un deporte olímpico? No. Jesús no nos pide conseguir metas sino que nos introduce en un lento proceso de transfiguración/trasformación en el que los cambios más profundos no se consiguen mediante nuestro esfuerzo sino a través de una actitud de docilidad. Más que en hacer, el seguimiento de Jesús consiste en dejarnos hacer. Jesús nos invita a subir fatigosamente la montaña de la vida cargados con mochilas que contienen nuestras frustraciones, tristezas, dudas, ansiedades y fracasos. Llegados a la cumbre, no nos propone un duro entrenamiento para desembarazarnos de estos pesados fardos. Nos introduce en una experiencia de luz que consiste en escuchar la voz que Dios nos dirige. Su mensaje es nítido: “Tú eres mi hijo amado”. 

No hay transformación más profunda que la que se produce cuando tomamos conciencia de lo que somos. Dios no nos dice: “Si te esfuerzas, podrás llegar a ser mi hijo. ¡Ánimo, no decaigas!”. No, la identidad no se conquista sino que se acepta como gracia. Lo que Dios nos dice es: “Cualquiera que sea tu situación, yo te quiero porque tú eres mi hijo”. 

La experiencia es tan hermosa que –como Pedro– quisiéramos hacer tres tiendas para morar en ella, saborearla hasta el final  y detener el tiempo. Pero Jesús no nos ha invitado a subir para quedarnos en la cumbre sino para bajar de nuevo al valle de la vida cotidiana con el rostro resplandeciente, como Moisés; es decir, transformados, agradecidos por haber vislumbrado quiénes somos en realidad. Los creyentes somos personas con el rostro transfigurado. Por eso, desarrollamos una extraña sensibilidad hacia los desfigurados por las pruebas de la vida.

¿Olímpicos? No, gracias. Esto lo dejamos a los deportistas de élite. Nosotros no aspiramos a medallas, no pretendemos derrotar a nadie. Aceptamos ser transformados por la palabra de Dios. Solo así podremos contribuir a la construcción de un mundo que nunca tenga que recurrir a la bomba atómica para "lograr la paz".

1 comentario:

  1. Olímpicos NO, Transfigurados, transformados,.... Me has emocionado. Gracias Cristina, rmi

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