jueves, 18 de agosto de 2016

Correr, caminar, pasear

Parece el título de una película de Julia Roberts, pero es solo el fruto de una observación cotidiana. Cuando salgo a caminar cada mañana, veo que un pequeño grupo de personas, por lo general ataviadas con ropa deportiva, corretean de una parte para otra con aire circunspecto y como entrenándose para alguna competición de alto nivel. Si yo les digo que están corriendo es posible que se enojen un poco porque lo que hoy se lleva es hacer jogging (o footing, como se decía impropiamente hace algunos años). Los que practican esta disciplina tan vieja como la humanidad no son corredores (que es como se les ha llamado toda la vida) sino runners. Se sentirían humillados si alguien los califica de simples corredores o trotadores. ¡Qué duda cabe que uno se siente mucho más importante practicando el moderno jogging que corriendo como siempre se ha hecho! En fin, la anglomanía llega hasta estos extremos ridículos. Lo que importa es que corriendo parece que uno se siente triunfador. Y ya se sabe que no hay cosa peor en esta sociedad competitiva que te llamen perdedor (perdón, loser).

Junto al pequeño grupo de corredores (perdón, de runners), hay algunos que se dedican –nos dedicamos– a caminar. Quisiera hacerlo con más frecuencia, pero no siempre me es posible. En este tiempo de vacaciones comienzo la jornada caminando. Me adentro por los pinares de mi tierra, tomo un café en el bar del camping “Cobijo” y prosigo por sendas que me son familiares desde hace muchos años. Me dejo acariciar por el sol matutino y a veces por una brisa fresca que deja la temperatura en torno a 15 grados. Camino a paso veloz. Procuro no pensar en nada. Dejo que me invadan las sensaciones más elementales: el placer de pisar la hierba mullida, el olor a pino, el silencio apenas interrumpido por el ruido lejano de los vehículos que circulan por el camino forestal… Ni siquiera considero las ventajas fisiológicas del caminar. Pienso, más bien, que empezar el día caminando es un recordatorio de mi condición de homo viator. Somos como el agua. Si permanece retenida, acaba corrompiéndose. Si fluye, se mantiene pura. Caminar, fluir, es una forma de mantenernos vivos.

Pero queda un tercer verbo más interesante que los anteriores, más contracultural y saludable. Cuando salgo de casa, apenas encuentro a unas pocas personas, turistas por más señas. Cuando regreso, hora y media después, noto que la comunidad se ha puesto en marcha, pero sin los sobresaltos que se perciben en las ciudades. Aquí el tempo es siempre adagio o andante; en pocas ocasiones llega a un allegro, siempre matizado por el ma non troppo. En contraste con los lugareños, yo me veo un poco acelerado. Camino deprisa, como si tuviera que apagar un incendio. Soy andariego, acaso porque ya no sé ser paseante. Yo fuerzo el cuerpo. Lo someto a un ritmo rápido. Quien pasea es un contemplativo. Se detiene a observar el detalle de un edificio o de un paraje. No se limita a saludar como a hurtadillas, sino que detiene la marcha y se entretiene a conversar con otros viandantes. En los pueblos pequeños todavía quedan personas –casi siempre mayores– que practican el noble arte de pasear como si no tuvieran otra cosa más importante que hacer en la vida. Se comportan como verdaderos señores. No se dejan dominar por la esclavitud de la prisa o por los horarios ajustados. Pasean con parsimonia, viendo el mundo con una mezcla de sorna y compasión. Yo quiero aprender a pasear.

1 comentario:

  1. Me ha gustado mucho este post, Gonzalo. No sé si lo habrás leído, pero te recomiendo el libro "Caminar" de Henry David Thoreau, en el que reflexiona sobre el deambular por el campo. Un abrazo, Iván.

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