Tal día como hoy, hace siete años, fallecía Nelson Mandela, el
primer presidente negro de Sudáfrica, a la provecta edad de 95 años. Creo que
todos hemos aprendido mucho de este hombre, por más que, como todo ser humano, tuviera también sus sombras. No abundan las figuras de quienes saben
situarse por encima de los prejuicios e incluso de las propias ideas para
buscar el bien de todos. Pudo ser un hombre de partido (de hecho, lo fue durante una etapa de su vida), pero en la cárcel se dio cuenta de que solo abriéndose a todos, trascendiendo el pasado esclavista, se podía lograr la reconciliación entre quienes explotan y son explotados.
Como estaba programado,
ayer tuvimos nuestra reunión Zoom de Adviento. Hubo personas de Europa y de América. Nos llegamos a juntar alrededor
de 30. Durante casi un par de horas profundizamos en el modo de vivir “este”
Adviento del año más raro que nos ha tocado vivir. Nos preguntamos también cómo
prepararnos para celebrar la Navidad de la pandemia. Y precisamente ayer algunas
personas, incluso desde América, me enviaron por las redes sociales el vídeo del
mensaje
de Navidad de Isabel Ayuso, la presidenta de la comunidad autónoma de
Madrid. Después leí comentarios muy positivos sobre la naturalidad con la que se
refirió al sentido cristiano de la Navidad, sin diluirlo en el discurso líquido
de estas “felices fiestas” y sin pagar peaje a lo “políticamente correcto”, como
hacen la mayoría de los personajes públicos. Hay cosas obvias (por ejemplo, que la Navidad
celebra el nacimiento de Cristo) que en los últimos años se habían convertido
casi en un tabú. Pocos personajes públicos – creyentes o no − se atrevían a hablar en
estos términos en nuestra querida España, no así en otros muchos países
occidentales. No es sino el síntoma de que algo no funciona bien en nuestra
sociedad. ¿Cómo se puede pasar de puntillas por algo que ha condicionado
nuestra historia?
Metido ya en harina, voy a complicarme un poco la vida. La
entrada de hoy puede resultar polémica y más extensa de lo habitual. Pongo por
escrito lo que siento por dentro. Como es natural, estoy seguro de que hay
otras posturas muy diferentes. Más allá de prejuicios y afiliaciones, cada postura
vale cuanto las razones que la avalan. Me parece que hoy en día muchos hombres
y mujeres de Iglesia somos a menudo víctimas (me incluyo también) de una
especie de “síndrome
de Estocolmo” en relación con la cultura secularista e izquierdista
dominante. (En el caso de algunos países de Latinoamérica, me parece incluso más
evidente, aunque allí se dan causas específicas que no son extrapolables a
Europa). Como se sabe, el síndrome de Estocolmo es una reacción psicológica en
la que la víctima de un secuestro o retención en contra de su voluntad
desarrolla una relación de complicidad y un fuerte vínculo afectivo con su
captor al confundir la falta de violencia con un acto de humanidad. Se aplica,
por extensión, a muchas situaciones humanas: la del inmigrante con respecto al
país de acogida, la del subordinado en relación con su jefe, etc.
Y se puede
aplicar también a un fenómeno que, a mi juicio, se está dando en la Iglesia
española y quizá también en la de otros países. Hartos y avergonzados de que se
nos recuerde, una y otra vez, que todos los males de nuestra sociedad actual provienen
de su pasado cristiano, hemos desarrollado una especie de candoroso afecto
hacia nuestros críticos, concediéndoles siempre mucho más que el beneficio
de la duda, para que dejen de ridiculizarnos. Inseguros de la consistencia intelectual
de la fe, hemos creído que la racionalidad está siempre de parte de sus críticos.
Seducidos por el aura progresista de la izquierda, hemos considerado que la fe
es siempre algo regresivo y obsoleto. Dubitativos de la fuerza humanizante de los
valores del Evangelio, nos abonamos a lo que hoy se considera éticamente más plausible.
Temerosos de ser acusados de “derechas”, fingimos un izquierdismo que en la
mayoría de los casos, como he podido comprobar por experiencia, conduce a una progresiva disolución de la fe y casi
siempre a un abandono de la comunidad eclesial.
A menudo se
le acusa a la Iglesia de ser de derechas cuando, en realidad, si a
veces parece posicionarse en ese espacio político (hay otros, por el contrario,
que la acusan de ser izquierdista),
es más por exclusión que por opción, aunque no faltan casos de lo
segundo (sobre todo, en el pasado). ¿Cómo va la Iglesia a ser de “izquierdas” de
buena gana si uno de los postulados de la izquierda clásica europea (aunque con
muchos matices según países y etapas históricas) ha sido la eliminación (o, por
lo menos, el control) de la Iglesia y de la religión como requisito imprescindible
para el cambio social? ¿Puede la Iglesia defender a esa “izquierda” que eliminó
sistemáticamente a millones de cristianos en varios países de Europa en nombre
de crueles utopías? Es cierto que algunos ideales de la izquierda coinciden con
el Evangelio (en realidad, provienen en buena medida de él como hijos secularizados)
− por ejemplo, la igualdad, la fraternidad,
la justicia social, etc. – pero es imposible para
un cristiano defender una fraternidad sin Padre, una igualdad sin Cristo y un
futuro sin Espíritu.
Soy consciente de que, al tomar distancia de la izquierda “anticristiana”
(y no toda la izquierda lo es), uno puede caer en brazos de una derecha
formalmente religiosa, pero “atea” en la práctica (y no toda la derecha lo es).
Recuerdo muy bien las palabras de Jesús cuando dice: “No todo el que me dice
“Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad
de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7,21). ¿Cuál es la voluntad del
Padre? Jesús mismo responde: “Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el
que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último
día” (Jn 6,40). Si algo he aprendido a lo largo de los años es que “derecha”
e “izquierda” son dos jaulas ideológicas en las que fácilmente podemos entrar
atraídos por sus reclamos, pero, al final, acabamos siendo sus prisioneros. La
fe cristiana es esencialmente libre. Solo debe obediencia a Dios.
No se casa ni
con la derecha (por más que a menudo utilice la bandera de la Iglesia y diga
defender sus intereses) ni con la izquierda (por más que enarbole la de la
justicia y la fraternidad). La fe cristiana es siempre crítica. Los seguidores
de Jesús vemos a todas las personas (de derechas o de izquierdas) como hermanos
y hermanas con los cuales estamos dispuestos a compartir el camino. Podemos votar a partidos
de derechas o de iquierdas en la medida en que trabajen por el bien común
respetando los valores humanos esenciales (entre los que se incluyen, sin mutuas
exclusiones, la libertad y la justicia). Por esa misma razón, podemos dejar de
votarlos cuando los infrinjan o ignoren, sin sentirnos obligados a un servilismo acrítico.
Me parece que ha llegado el momento de no ser víctimas de
ningún “síndrome de Estocolmo”, de no dejarnos robar la interpretación de la
historia pasada y presente, por más que todos seamos deudores de nuestras
experiencias. ¿Cómo puede ser de “derechas”,
por ejemplo, el hijo de un trabajador del campo explotado por el “señorito” de
turno que lo trata casi como a un siervo? ¿Cómo puede ser de “izquierdas” el
nieto de un abuelo fusilado por los comunistas por el simple hecho de ser
cristiano? Sí, las experiencias (con su cohorte de prejuicios, resentimientos, recelos,
etc.) nos marcan a todos y condicionan nuestra manera de ver la realidad. Es
necesario trascenderlas para alcanzar esa libertad que nos permite mirar a los
ojos a cualquier ser humano sin estar determinados por lo vivido.
Necesitamos,
además, creer en la fuerza del mensaje de Jesús y convertirnos en sus humildes
testigos. Por nuestra condición de católicos (universales), nadie hay más
abierto al diálogo con todos, a la superación de prejuicios y discriminaciones
y a la colaboración con quienes buscan el bien de la sociedad, sobre todo el de
los más pobres. No ayuda a esta sincera colaboración el hecho de que, un día sí
y otro también, nos ridiculicen en algunos medios de comunicación social o
pretendan eliminar el “hecho cristiano” del mapa de la sociedad como si fuera
una realidad inexistente o incluso dañina. Y mucho menos que otros, que
se autoproclaman “católicos”, sigan beneficiándose de unas estructuras sociales
injustas y vivan “como si los pobres no existieran”, haciendo del mensaje de
Jesús una proclama vacía e hiriente.
A todos nos sirve (y ayuda) esta magnífica reflexión. Como decía el Papa Francisco en la catequesis del 2 de diciembre "tenemos que saber recibir la bendición y también bendecir" y como añades sin caer en el síndrome de Estocolmo estando siempre abiertos a bien decir pero también a decir la verdad.
ResponderEliminarGracias
Muchas gracias Gonzalo por la reflexión a que nos llevas y que una vez más, acabas relacionando la vida con LA VIDA… y nos dices que, a pesar de todo, estemos del lado que estemos: “… Necesitamos, además, creer en la fuerza del mensaje de Jesús y convertirnos en sus humildes testigos.”
ResponderEliminarVale la pena “estrujar” lo que transmites: “… es imposible para un cristiano defender una fraternidad sin Padre, una igualdad sin Cristo y un futuro sin Espíritu…”
Gracias Gonzalo, no podrías haberlo explicado mejor. Estoy totalmente de acuerdo con tu planteamiento.
ResponderEliminarGracias también por el encuentro del viernes, me gustó mucho. Ya estoy esperando el próximo. Un abrazo. María NavasqÜés