Creo que en el conjunto de las
1.576 entradas publicadas hasta ahora en este
Rincón (con esta serán ya 1.577), he dedicado un
par de ellas al sacramento de la Reconciliación:
Disfrutar
del perdón (abril de 2017) y
De
la obligación a la necesidad (mayo de 2018). Como no hay dos sin
tres, hoy, al comienzo del Adviento, quiero volver sobre un asunto que
no acaba
de encontrar su encaje en la manera como muchos cristianos viven hoy su fe. Varios
cercanos a mí me lo han “confesado”
– nunca mejor usado el verbo – sin tapujos:
hace tiempo (incluso mucho tiempo) que no se confiesan. Al principio, sentían
que les faltaba algo, que estaban abandonando una práctica que de niños habían considerado
muy importante y que era obligatoria, al menos una vez al año y siempre que uno tuviera conciencia de haber cometido pecado mortal. A medida
que pasaban los meses y los años, han acabado acostumbrándose a una fe sin reconciliación.
O, mejor dicho, a una fe que no pasa por la celebración del sacramento de la
Penitencia. O sea, que muchos cristianos (tanto jóvenes como mayores) ya no
saben por qué hay que confesarse con un sacerdote cuando podemos ventilar nuestras pequeñas o
grandes miserias en el santuario de nuestra conciencia, en la conversación con un amigo o un psicólogo, en una celebración comunitaria o, llegado el
caso, en un diálogo íntimo con el Dios invisible. Lo que tendría que ser vivido como un momento denso de encuentro, liberación y gozo, ha desaparecido del mapa de muchos cristianos, incluso de bastantes que se reconocen como tales y quieren vivir en serio el Evangelio y su pertenencia a la Iglesia: catequistas, miembros de grupos y comunidades, cofrades, consagrados, etc.
Por otra parte, me parece que
la actual praxis de la Iglesia no ayuda mucho al (re)descubrimiento de esta celebración
del perdón. Falta seriedad y falta pedagogía. En muchos casos, la ausencia de sacerdotes o su escasa disponibilidad
no facilita las cosas. Lo que ya hace décadas venía siendo un problema
se ha
agudizado en estos meses de pandemia. Hay iglesias que permanecen cerradas;
otras han reducido sus tiempos de apertura. Muchas personas (sobre todo,
ancianas) no salen de sus casas, algunos capellanes no visitan las residencias
de mayores. En este contexto, al comienzo mismo de la pandemia, el papa Francisco
se vio obligado a recordar
cómo
podemos recibir el perdón cuando no es posible contar con un sacerdote.
No hizo sino aplicar a una situación concreta los principios que establece el
Catecismo
de la Iglesia Católica (nn. 1451-1452).
No obstante, aunque las situaciones
descritas son reales, creo que el problema no proviene tanto de las dificultades
prácticas para celebrar el sacramento (en algunos lugares casi insuperables)
cuanto de la comprensión del mismo. ¿Por qué la Reconciliación es uno de los
siete sacramentos de la Iglesia? ¿Qué significa celebrar el perdón? Dicho de
manera más popular: ¿Por qué tenemos que confesarnos con un sacerdote? Comprendo que detrás de
estas preguntas se agazapan muchas cuestiones que tienen que ver con el sentido
de la culpa, la fragilidad y el pecado en la cultura actual, la evolución
del sacramento a la lo largo de la historia, la imagen de Dios, las
experiencias positivas o negativas vividas por cada persona (sobre todo, en las
etapas de la infancia y la adolescencia), etc. Las dificultades con respecto al
sacramento no son sino el reflejo de las dificultades que tenemos para entender
la experiencia de fe como un camino en el que amamos y odiamos, caemos y nos
levantamos, somos fieles y traicionamos… Cuando olvidamos el sentido dinámico – incluso
dramático – de la existencia humana, cuando perdemos la
conciencia de vivir “ante Dios” (coram Deo) (y no solo ante nosotros mismos),
cuando nos conformamos con una vida mediocre y rutinaria, cuando casi nos da
igual el sacrificio que la molicie, entonces no vemos ninguna necesidad de
pedir perdón. Y, menos aún, de hacerlo ante un ser humano frágil (el sacerdote), en quien
difícilmente vemos un símbolo del Dios que nos acoge, comprende y perdona.
Estoy convencido de que
solo cuando descubrimos la belleza, hondura y dramaticidad del camino cristiano,
empezamos a comprender la necesidad de no enrocarnos en un subjetivismo
autoindulgente que, lejos de ayudarnos a superar las consecuencias destructivas
del pecado, nos engolfa en él. Celebrar el perdón –y hacerlo sacramentalmente–
es celebrar la densidad de la vida. Por eso, cuando la confesión se reduce a
una repetición mecánica de acciones insignificantes acaba convirtiéndose también en
algo infantil y superfluo. Solo se confiesa bien quien vive intensamente, aun a riesgo de
cometer grandes errores, no solo quien sigue al pie de la letra las recomendaciones que aprendió en la catequesis de primera comunión. Quien se desliza por la vida sin tomar nada en serio,
con la frivolidad que nos envuelve, no entiende por qué ha de pedir perdón, por
qué necesita abrirse a una misericordia liberadora. Por desgracia, los
sacerdotes no siempre ayudamos a nuestros hermanos y hermanas a entrar en esta
dimensión. A veces nos limitamos a despachar el sacramento con la misma rutina
con la que muchos fieles se acercan a él.
Me pregunto si este tiempo de Adviento, este año bendito que ha abierto en canal nuestra fe y nuestra duda, nuestra desesperación
y nuestra esperanza, no puede ser una oportunidad para que todos nos
preguntemos si no ha llegado el momento de reconciliarnos: es decir, de poner
nombre a ese fondo de pecado que nos impide vivir con la dignidad y alegría que
merecemos, y de abrirnos a la misericordia sanadora de Dios. No importa el
tiempo que haya trascurrido desde nuestra última confesión o el historial que
hayamos acumulado. Lo que de verdad importa es que Dios sueña con un futuro
mejor para cada uno de sus hijos e hijas. A ninguno nos quiere privar de la
fuerza restauradora del perdón y de la posibilidad de emprender un camino
nuevo. ¿No es este el mejor, si no el único, modo de celebrar una Navidad digna
de tal nombre? Este año que todo el decorado exterior pierde brillo, ¿no habrá
llegado el momento de prestar más atención a nuestro mundo interior?
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