El mes de julio se cierra con la memoria de san Ignacio de Loyola. Esta mañana, mientras rezaba el Oficio de lecturas, me he detenido en estas palabras de los Hechos de San Ignacio relatados por su secretario Luis Gonçalves de Cámara: “Cuando pensaba en las cosas del mundo, ello le producía de momento un gran placer; pero cuando, hastiado, volvía a la realidad, se sentía triste y árido de espíritu; por el contrario, cuando pensaba en la posibilidad de imitar las austeridades de los santos, no sólo entonces experimentaba un intenso gozo, sino que además tales pensamientos lo dejaban lleno de alegría”.
Este contraste entre la tristeza y la aridez espiritual (provocadas por las cosas del mundo) y el gozo y la alegría (producidas por su acercamiento a la vida de los santos) es el mismo que tal vez experimentamos nosotros en nuestra vida espiritual. Las “cosas del mundo” suelen producir un placer inmediato, pero luego dejan un regusto amargo, un cierto hastío. Las “cosas del Espíritu”, por el contrario, se nos presentan a menudo cuesta arriba, pero acaban llenando el corazón de paz y alegría.
Estos contrastes los experimentamos a cada paso. Quizás en la etapa de la juventud son más extremos. El profesor López Quintás hablaba de “exaltación” (estado de euforia producido por experiencias vertiginosas) y de “exultación” (estado de entusiasmo producido por experiencias extáticas). Es obvio que la industria del entretenimiento dirigida a los jóvenes promueve de mil maneras los momentos de exaltación. Por todas partes se vende el placer inmediato. Da igual que se obtenga mediante el consumo de sustancias psicodélicas, la práctica del “puenting” o las orgías grupales.
A corto plazo, estas experiencias parecen eliminar la soledad en la que muchos jóvenes viven, producen una sensación de bienestar y plenitud, pero, en realidad, se trata de un espejismo. A medio y largo plazo, crean adicción y ahondan el abismo de la soledad. A veces se tarda muchos años en descubrir la trampa. Mientras, crece el deterioro personal y el aislamiento social. Se paga un precio muy alto cuando se entiende la vida solo en clave de “exaltación”. No es difícil manipular a las personas “exaltadas” y conducirlas hacia intereses ideológicos, políticos o económicos. Basta saber alimentar y manejar sus emociones.
Las experiencias de “exultación” no son de alto voltaje emocional. Se suelen producir en ámbitos de silencio, encuentro interpersonal o búsqueda espiritual. No producen un placer inmediato, físico, pero dejan en el alma un poso de paz y quietud porque nos conectan con la fuente de nuestro ser. Una persona “centrada” es menos manipulable que una persona “divertida”. Se remite a valores permanentes, no a emociones pasajeras. San Ignacio percibió muy bien este contraste. Fue capaz de elaborar unas orientaciones claras para discernir lo que viene “del mal espíritu” (la exaltación) y lo que viene del buen espíritu (la exultación). O, dicho con el lenguaje de san Pablo, lo que viene de la “carne” (el hombre viejo) y lo que viene “del Espíritu” (el hombre nuevo).
Creo que hoy necesitamos este magisterio de los santos para no dejarnos llevar por cualquier propuesta seductora. Necesitamos menos invitaciones al entretenimiento (estamos saturados) y más ayudas para el discernimiento (andamos escasos). El resultado será la paz y la alegría que andamos buscando como locos, aunque a menudo nos confundamos de camino.