
La pasada noche ha sido tormentosa. Desde mi cama oía los truenos y la fuerte lluvia que caían sobre Madrid. Hoy, fiesta de la comunidad autónoma, se prevé pasado por agua, aunque con algunos intervalos de sol. La temperatura es suave. En medio de la tormenta meteorológica y de la tormenta mediática que rodea al próximo cónclave, la primera lectura de la misa de hoy nos ofrece un criterio de discernimiento que es útil para este caso y también para afrontar la proliferación de grupos cristianos de diverso signo que reivindican ser los intérpretes seguros del evangelio.
La experiencia nos dice que a menudo líderes y grupos que se presentan como adalides de la ortodoxia, que tienen un gran tirón inicial, esconden turbios intereses y son nido de manipulaciones y abusos. No hay que pensar solo en el Sodalicio de Vida Cristiana recientemente suprimido por la Santa Sede. Por eso, no conviene precipitar el juicio. Desde los primeros compases de la historia de la Iglesia se ha dado mucha importancia al “principio Gamaliel”; es decir, al criterio que este prudente fariseo, doctor de la ley, ofreció a los miembros del sanedrín judío en relación con los cristianos. Los Hechos de los Apóstoles lo resumen con estas palabras: “No os metáis con esos hombres; soltadlos. Si su idea y su actividad son cosa de hombres, se disolverá; pero, si es cosa de Dios, no lograréis destruirlos, y os expondríais a luchar contra Dios”.
En la exhortación apostólica Evangelii gaudium el papa Francisco formula cuatro principios que nos ayudan a discernir la compleja realidad actual. Uno de ellos se formula así: “El tiempo es superior al espacio” (nn. 222-225). Lo explica con estas palabras: “Este principio permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos. Ayuda a soportar con paciencia situaciones difíciles y adversas, o los cambios de planes que impone el dinamismo de la realidad. Es una invitación a asumir la tensión entre plenitud y límite, otorgando prioridad al tiempo”.
A veces, emitimos juicios rápidos sobre personas e instituciones sin esperar un tiempo prudente para ver cómo evolucionan. Otras queremos recoger frutos inmediatos de nuestra siembra pastoral sin tener la paciencia del labrador que sabe aguardar el tiempo oportuno. Hay que saber esperar para que el paso del tiempo vaya cribando lo verdadero de lo falso, lo aparente de lo consistente, lo popular de lo auténtico. La Iglesia aplica este principio a muchas situaciones. Por eso se dice que, a diferencia de otros grupos humanos, mide el tiempo por siglos, no por días o por años. Puede tomar decisiones equivocadas, pero, por lo general, tiene la flexibilidad suficiente para andar sobre sus pasos. Por eso, con la ayuda del Espíritu Santo, sigue más viva que nunca después de veinte siglos. Esto no lo entienden quienes llevan certificando su defunción desde hace mucho tiempo.
El “principio Gamaliel” es útil también para la educación de los hijos, el acompañamiento de grupos y comunidades, los frutos del camino sinodal de la Iglesia, etc. Muchos padres y pastores quisieran que los cambios se produjeran automáticamente a golpe de órdenes y decretos, pero la vida no funciona así. Todo verdadero crecimiento exige tiempo y paciencia. La carta de Santiago lo resume así: “Por tanto, hermanos, esperad con paciencia hasta la venida del Señor. Mirad: el labrador aguarda el fruto precioso de la tierra, esperando con paciencia hasta que recibe la lluvia temprana y la tardía. Esperad con paciencia también vosotros, y fortaleced vuestros corazones, porque la venida del Señor está cerca” (Sant 5,8).
Es muy probable que el paso de una cultura agrícola y rural (acostumbrada a la espera paciente) a otra industrial y urbana (acelerada y productivista) nos haya ido incapacitando para vivir sin ansiedad y para acompañar con sabiduría los procesos de crecimiento personales, familiares e institucionales. En tiempos en que los medios de comunicación digitales quieren que todo se produzca al instante, el “principio Gamaliel” es más necesario que nunca.