miércoles, 28 de agosto de 2024

Mares y desiertos


En la audiencia de hoy miércoles, memoria de san Agustín de Hipona, el papa Francisco ha dejado de lado sus catequesis sobre el Espíritu Santo y ha ofrecido una alocución titulada Mar y desierto sobre “las personas que – también en este momento – están atravesando mares y desiertos para llegar a una tierra donde puedan vivir en paz y seguridad”. Ha hablado, en definitiva, de la realidad de la emigración que afecta a millones de personas en todo el mundo. Por lo que se refiere a Europa, ha vuelto a repetir que “el mare nostrum, lugar de comunicación entre pueblos y civilizaciones, se ha convertido en un cementerio”. 

Luego, con voz enérgica, ha sido muy explícito: “Hay que decirlo claramente: hay quienes trabajan sistemáticamente por todos los medios para repeler a los migrantes – para repeler a los migrantes. Y esto, cuando se hace con conciencia y con responsabilidad, es un pecado grave. No olvidemos lo que dice la Biblia: «No maltratarás ni oprimirás al emigrante» (Ex 22,20). El huérfano, la viuda y el forastero son los pobres por excelencia a los que Dios siempre defiende y pide defender”. Las palabras del Papa van dirigidas a algunos políticos oportunistas, pero también a todos nosotros que no logramos descubrir en nuestra fe cristiana la fuerza suficiente para escuchar este clamor.


Después de realizar un rápido diagnóstico de la situación, ha ofrecido su camino de futuro: “En esos mares y desiertos mortíferos, los migrantes de hoy no deberían estar y están, desafortunadamente. Pero no es mediante leyes más restrictivas, no es mediante la militarización de las fronteras, no es mediante rechazos como lo conseguiremos. Por el contrario, lo conseguiremos ampliando las rutas de acceso seguras y las vías de acceso legales para los migrantes, facilitando el refugio a quienes huyen de la guerra, de la violencia, de la persecución y de tantas calamidades; lo conseguiremos fomentando por todos los medios una gobernanza mundial de la migración basada en la justicia, la fraternidad y la solidaridad. Y aunando esfuerzos para combatir el tráfico de seres humanos, para detener a los traficantes criminales que se aprovechan sin piedad de la miseria ajena”.

Lo paradójico del caso es que, además de responder a las necesidades de las personas que tienen que salir de sus países a causa de la guerra, el hambre, las enfermedades, las persecuciones o la falta de empleo, Europa necesita su concurso para seguir funcionando como sociedad. Nos necesitamos los unos a los otros. 


Me detengo en esta catequesis del papa Francisco porque precisamente ayer por la noche vi con un amigo la película El salto, del cineasta Benito Zambrano, que se estrenó el pasado mes de abril. La verdad es que las reacciones del público y de la crítica no fueron muy positivas. Muchos consideran que la cinta sucumbe a los estereotipos sobre la inmigración y los protagonistas ofrecen una interpretación acartonada. Puede ser, pero nos recuerda una vez más el drama que estamos viviendo desde años y para el que no acabamos de encontrar una solución justa y eficaz. 

Cuando veo a los manteros que pululan en torno a la Puerta del Sol de Madrid o al africano que en los últimos días dormía en la esquina del bloque donde está mi casa, no puedo permanecer callado. Además de la indiferencia de buena parte de la población y a veces de la pasividad de las autoridades, lo que más me indigna es el sacrílego negocio de las mafias, que se aprovechan de la necesidad humana para lucrarse. Mientras inventamos excusas y ponemos parches, miles de personas siguen muriendo en los “mares y desiertos” por los que transitan en búsqueda de una tierra prometida que para muchos nunca llega. Se nos pedirá cuenta. Tampoco nosotros tenemos los papeles del amor en regla. 



martes, 27 de agosto de 2024

El poder de las lágrimas


Siempre me ha atraído la figura de santa Mónica, madre de Agustín de Hipona. Parece mentira que una mujer del siglo IV pueda inspirar el modo de ser cristianos hoy. Quizá se debe a la reciente muerte de mi madre, pero este año, al rezar el Oficio de lecturas, he leído con más atención lo que san Agustín cuenta sobre la muerte de su madre cuando ambos estaban en Ostia, cerca de Roma. Transcribo unas palabras que la madre le dice al hijo sobre su partida inminente: “Hijo, por lo que a mí respecta, ya nada me deleita en esta vida. Qué es lo que hago aquí y por qué estoy aún aquí, lo ignoro, pues no espero ya nada de este mundo. Una sola cosa me hacía desear que mi vida se prolongara por un tiempo: el deseo de verte cristiano católico, antes de morir. Dios me lo ha concedido con creces, ya que te veo convertido en uno de sus siervos, habiendo renunciado a la felicidad terrena. ¿Qué hago ya en este mundo?”. 

Agustín, emocionado, termina así la narración: “Nueve días después, a la edad de cincuenta y seis años, cuando yo tenía treinta y tres, salió de este mundo aquella alma piadosa y bendita”.


Tras un itinerario muy azaroso, el joven y “vago” Agustín se convirtió al cristianismo y se bautizó a la edad de 28 años en la iglesia de San Juan Bautista en Milán. Su madre lo había seguido desde el norte de África hasta Roma y luego a Milán. Había orado y llorado mucho por su conversión. Como le había dicho un obispo a quien consultó cómo comportarse con su díscolo hijo: “No se perderá el hijo de tantas lágrimas”. Y así fue. Podríamos decir que, antes de recibir las aguas del Bautismo, Agustín había sido lavado con las lágrimas de su joven madre. 

El “poder de las lágrimas” es más persuasivo que el de las palabras y los mandatos. Madre e hijo han pasado a la historia de la Iglesia como un ejemplo claro de que ninguna persona puede darse definitivamente por perdida, de que siempre es posible seguir creyendo en el poder de la gracia, impetrada con humildad y constancia.


Es imposible no saltar de la historia de Mónica a la de tantas madres contemporáneas que no saben qué hacer con sus hijos adolescentes y jóvenes, sobre todo por lo que respecta a la educación en la fe. Los ven alejarse de la Iglesia, sienten tristeza, pero no encuentran un modo eficaz de ayudarles a ver el camino. No quieren ser tachadas de intolerantes. Las jóvenes madres de hoy han sido educadas en un respeto exquisito a la conciencia de cada persona. No utilizan los métodos coercitivitos que a veces fueron comunes en el pasado. Por decirlo vulgarmente, ya no aplican el “método de la zapatilla” -como con gracia caricaturiza el influencer Nachter en las redes sociales- sino que apelan al diálogo y la persuasión suave. 

Es claro que esta nueva pedagogía responde mejor a lo que hoy entendemos por educación, pero no es suficiente. Tratándose de la pedagogía de la fe, además del propio testimonio, hay que recurrir a la oración… y a las lágrimas. Hay que librar un verdadero combate contras las fuerzas que quieren colonizar la mente y el corazón de los jóvenes robándoles el tesoro de la fe. Hay que “orar y llorar” para que nadie se pierda. No estoy seguro de que las madres actuales sintonicen con la manera de actuar de Mónica, pero, al menos, sería bueno no pasarla por alto. Los santos son siempre los mejores pedagogos en el camino hacia Dios.

lunes, 26 de agosto de 2024

La decisión de quedarnos


En el evangelio del XXI Domingo del Tiempo Ordinario Jesús formula una pregunta que trasciende el tiempo y nos alcanza de lleno: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6,67). Jesús la dirige a sus doce apóstoles después de que, tras la crisis del pan, “muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él” (Jn 6,66), pero, en realidad, nos la dirige a cada uno de nosotros. En la Iglesia de hoy encontramos muchos motivos para marcharnos. De hecho, son muchos los bautizados que apostatan en la práctica, aunque no hayan formalizado canónicamente su ruptura con la fe cristiana. 

Los motivos de esta apostasía práctica no suelen ser los escándalos que todos los días encontramos en los medios de comunicación social, sino la convicción de que todo lo que tiene que ver con la fe es, en realidad, un timo. Si algo nos humilla en la vida es precisamente sentirnos engañados por quienes han sido depositarios de nuestra confianza. Muchos cristianos se han sentido “timados”. Habían creído que la fe cristiana y la Iglesia eran una segura patria intelectual y afectiva y, con el paso del tiempo, creen haber desenmascarado lo que consideran un engaño masivo.


En este clima de desconfianza generalizada, la pregunta de Jesús a los doce adquiere un nuevo significado. Nosotros, que pertenecemos a parroquias rurales o urbanas, que formamos parte de comunidades religiosas o de movimientos, ¿nos hemos sentido también timados? ¿Tenemos ganas de marcharnos y emprender una vida “como si Dios no existiese” (etsi Deus non daretur)? ¿Tenemos un plan B para disfrutar de la vida sin la “opresión” de la fe o sin su “consuelo” barato? ¿Podemos abandonar la fe sin que suceda nada? 

La respuesta de Pedro, en su impresionante esencialidad, podría ser también la nuestra: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68). En realidad, en el mundo de hoy podríamos acudir a la ciencia (muchos lo hacen), a los ídolos modernos (la política, el deporte, la música, etc.) o a la propia conciencia como santuario inviolable. Somos libres para escoger las realidades que mejor encajen con nuestras búsquedas. El supermercado contemporáneo está bien surtido. El problema es si esas realidades son realmente portadoras de vida, de sentido y de alegría, o son más bien sucedáneos o placebos que no acaban de satisfacer nuestras inquietudes más profundas.


La confesión de Pedro es muy atrevida. Reconoce que solo Jesús tiene palabras de vida eterna porque solo él -ningún otro- es “el Santo consagrado por Dios” (Jn 6,69). En el contexto de las sociedades multirreligiosas, esta confesión puede resultar exagerada y hasta provocativa. Sin embargo, es el corazón de la fe cristiana. No anula todas las aproximaciones que los seres humanos hemos ido haciendo al Misterio de Dios, sino que les confiere su verdadero sentido y las lleva a su plenitud. Por eso, es legítimo y deseable el “diálogo interreligioso” cuando nos dejamos conducir por el Espíritu de Jesús, por sus palabras llenas de vida eterna. 

En nuestro itinerario de fe llega un momento en el que, confrontados con las crisis externas e internas, tenemos que tomar “la decisión de quedarnos”. No podemos vivir solo de oídas o por inercia. La fe, que esencialmente es fruto de la gracia, comporta también una libre y enérgica decisión personal. En la encrucijada de opciones, tenemos que “decidirnos” por Cristo. Los cristianos somos hombres y mujeres que tomamos decisiones, que libremente queremos seguir con Jesús y su comunidad, por muchos que sean los motivos (reales o aparentes) para abandonarlo.

domingo, 18 de agosto de 2024

Pan y vino para el camino


Hay un refrán que dice: “Con pan y vino se anda el camino”. El mensaje central de este XX Domingo del Tiempo Ordinario gira en torno a estos dos alimentos tan típicos de la dieta mediterránea. En el libro de la Sabiduría (primera lectura) se nos invita a “a comer de mi pan y a beber el vino que he mezclado” (Sab 1,5). San Pablo, escribiendo a los efesios (segunda lectura), nos advierte: “No os emborrachéis con vino, que lleva al libertinaje, sino dejaos llenar del Espíritu” (Ef 5,18). Jesús, en el evangelio de Juan, salta del alimento material del pan y del vino al alimento espiritual de su cuerpo y sangre: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Jn 6,54). 

Cuando los judíos escucharon estas palabras se hicieron la misma pregunta que nosotros nos hacemos hoy: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” (Jn 6,52). Cualquier forma de canibalismo repugnaba a la mentalidad judía. ¡Y no digamos beber la sangre que era para ellos el lugar de la fuerza vital y cuya ingesta, incluso de animales sacrificados, estaba totalmente prohibida! Las palabras de Jesús, además de provocativas, conectan con la vieja alianza hecha entre Dios y el pueblo y rubricada con sangre. Solo sobre este trasfondo veterotestamentario se entiende la novedad de Jesús.


Ahora ya no es necesaria la sangre de animales porque Jesús ha unido a Dios y a los hombres con el sacrificio de su propia sangre. Nos incorporamos a esta unión indisoluble, a la vida eterna, comiendo su “carne” y bebiendo su “sangre” simbolizadas sacramentalmente en el pan y el vino eucarísticos. La primitiva comunidad cristiana entendió muy bien el significado de este rito. No tuvo que inventarlo porque el mismo Señor lo había realizado antes de su pasión: “Y, tomando pan, después de pronunciar la acción de gracias, lo partió y se lo dio diciendo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía». Después de cenar, hizo lo mismo con el cáliz diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros»” (Lc 22,19-20). 

No es posible imaginar una vida en Cristo sin participar en la Eucaristía. No hay Iglesia sin Eucaristía y no hay Eucaristía sin Iglesia. Parafraseando el refrán castellano, podríamos decir que “con el pan y el vino de la Eucaristía se recorre el camino de la vida cristiana”. Lo que era claro en las primitivas comunidades cristianas se ha ido esfumando con el paso del tiempo, hasta el punto de que para muchos cristianos la participación en la Eucaristía es algo “opcional”, sujeto a los vaivenes anímicos, no una necesidad vital para recorrer el camino de la vida. 


Es probable que, entre las razones que explican la desafección de muchos bautizados hacia la Eucaristía, esté el minimalismo con el que hoy se celebra. La comunidad ha sido sustituida en muchas ocasiones por un grupo anónimo de gente; la proclamación y explicación de la Palabra naufraga en el verbalismo abstracto; el pan se ha reducido a una hostia casi transparente; el vino ha desaparecido de la comunión en la mayor parte de los casos… No estoy cuestionando la validez del sacramento en su forma actual, sino poniendo el acento en el minimalismo simbólico en el que hemos incurrido. 

Si a esto se añade el subjetivismo con el que hoy vivimos la fe, tan propio de la cultura moderna y posmoderna, comprenderemos mejor por qué para muchas personas no tiene demasiada importancia participar en algo tan “objetivo” como la Eucaristía. Tenemos un largo camino que recorrer hasta que redescubramos el tesoro que no acabamos de valorar, el viático que Jesús nos dejó para no desfallecer en el camino. Sus palabras no pasan de moda “Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6,55-56). ¿Qué más podemos añadir? Feliz domingo y feliz participación en la Eucaristía.

sábado, 17 de agosto de 2024

Memoria agradecida


El tercer día de las fiestas patronales comienza con la misa por los difuntos. Si el programa se hubiera confeccionado hoy, casi con toda seguridad no se habría incluido un acto de este tipo. Pero somos herederos de una tradición que no separaba la memoria de la fiesta, el pasado del presente y el futuro, los vivos de los difuntos, la vida terrena de la esperanza celeste. Confieso que es una de las celebraciones más sobrias y sentidas de las fiestas. La oración por quienes “nos han precedido en el signo de la fe y duermen el sueño de la paz” es un deber de gratitud y, sobre todo, una confesión de fe. 

Por mucho que haya cambiado la sensibilidad de las nuevas generaciones, este acto sigue convocando a un buen número de fieles, sobre todo a quienes han perdido a algún ser querido durante el último año. Cuando uno es joven la muerte casi siempre es un asunto de los otros, sobre todo de los mayores. Pero, cuando uno es mayor, comprende muy bien que toda muerte es un asunto propio y que es preferible tenerlo presente antes que ocultarlo. Creo que no hay quien viva mejor, como más energía y gozo, que quien tiene siempre presente la realidad de la muerte y no esconde la cabeza frente a ella.


Durante estos días de fiesta no dejo de sorprenderme del contraste entre unas fiestas concebidas hace siglos en el marco de una sociedad cristiana y unas fiestas actualizadas cada año en una sociedad casi pagana. El hecho de que no se haya suprimido de un plumazo la tradición indica, más allá de querencias estéticas, que todos nosotros descubrimos en la tradición un núcleo de verdad, bondad y belleza que sigue interpelándonos hoy, aunque no comportamos todos sus pormenores. En el fondo, no hay nada más regenerador que una tradición viva. 

Las sociedades que pierden sus tradiciones están condenadas a la tiranía del presente. Por eso me gusta tanto ver a jóvenes de 18 o 20 años que, vestidos con el traje típico, son capaces de participar en una performance como la pinochada y a renglón seguido en la celebración eucarística. Ya sé que puede haber dentro una ensalada de motivaciones, desde las más profundas a las más superficiales, pero, mientras haya ascuas, puede surgir el fuego. No importa si a menudo las ascuas están recubiertas de un exceso de ceniza.


Lo que percibo en mi pueblo (esta simbiosis entre tradición y modernidad) es un símbolo de lo que le puede (le debe) pasar a Europa. Cuando el continente se reconcilie con su pasado, lo discierna bien, separe el oro de la ganga, estará en condiciones de abrir un nuevo futuro. Mientras siga dando la espalda a lo que ha sido y se entretenga en un presente incierto, el futuro que le aguarda será mezquino. Tenemos una historia hermosa que merece la pena ser conocida, contada y celebrada. 

La historia no la constituyen solo las gestas de los poderosos, sino el avance silencioso de muchos pueblos que han vivido, sufrido y gozado bajo la guía de la fe. El hecho de que no todas las páginas sean luminosas no resta significado a la trayectoria. Reconocer y aceptar los errores forma parte también de una lectura sapiencial de la historia.

viernes, 16 de agosto de 2024

Santos de larga duración


El caso de Roque de Montpellier, patrono de mi pueblo y de otros muchos en Europa y América, es muy singular. Para empezar, no se sabe si nació en el siglo XIII o en el XIV. De lo que no cabe duda es de que la devoción a este santo occitano se difundió enseguida por Europa a partir del siglo XV. La liturgia romana, sin embargo, no lo ha incluido en el calendario litúrgico. Es el símbolo de santo peregrino, protector contra las epidemias y hasta patrón de los falsamente acusados. 

A mí me cae simpático porque estoy acostumbrado a verlo desde niño junto a su inseparable perro, al que le dirigí una sentida carta en agosto de 2016. Once años antes le había escrito otra al mismísimo san Roque. Hoy no tengo mucho más que añadir. Solo un apunte menor. La mayoría de los niños de mi pueblo se fijan más en el perro que en el santo. Mucho me temo que a este paso la fiesta acabará llamándose la fiesta del perro de san Roque.


Mientras tecleo la breve entrada de hoy se está preparando la pinochada a pocos metros de mi casa. Es un rito que atrae a muchos curiosos. Yo me quedaré preparando la Eucaristía que tengo que presidir después. Aunque disfruto con el espectáculo visual de este desfile que acaba en batalla campal, este año no estoy para muchas movidas. Prefiero preguntarme por qué san Roque resistirá en el tiempo más que Leonel Messi, Cristiano Ronaldo o el mismísimo Bruce Springsteen. Algo tendrá el agua cuando la bendicen.


jueves, 15 de agosto de 2024

Celebremos la fe


Que el termómetro se desplome a 8 grados en el corazón de agosto es casi un milagro. Mientras escribo, sopla un viento fresco que nos hace olvidar los calores de los días pasados. Es como si la Virgen de agosto, asociada siempre a los rigores estivales, nos hubiera traído este año una bocanada de frescor para hacer más llevadero este tiempo. 

Mirando el calendario, este año el 15 de agosto queda situado en el centro geográfico del mes. El jueves 15, escrito en rojo, parece concentrar nuestra mirada. Cuando nos adentramos en él descubrimos que hoy es la solemnidad de la Asunción de la Virgen María. Para mí y la gente de mi pueblo es la fiesta de Nuestra Señora del Pino. La advocación casa con el paisaje que nos rodea. Los bosques de pino albar, salpicados con algunos hayedos y robledales, constituyen el Nazaret en el que vive esta Virgen visontina que hoy será aclamada en la iglesia y por las calles por cientos de personas. 

Los visontinos le pediremos prestadas a su pariente Isabel las palabras que nos salen del alma: “Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!”. Ensalzando a la Madre, ensalzamos, sobre todo, al Hijo. Y luego, movidos por la fe y la emoción, seguiremos gritando: “Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. Veremos en María a la creyente que nosotros quisiéramos ser. También nosotros, hombres y mujeres que nos debatimos entre la fe y la indiferencia, entre la seguridad y la duda, quisiéramos creer lo que el Señor nos ha prometido.


La respuesta de María a estos piropos encendidos es un canto de alabanza, el Magnificat. En realidad, María no ha peregrinado de Nazaret a un lugar de la montaña de Judea para echar una mano a su pariente Isabel, sino para celebrar juntas lo que Dios ha hecho con cada una de ellas, para cantar la alegría de creer. El viaje de la joven María es una peregrinación de fe, una celebración de gozo exultante: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava”. 

¿Qué pasaría si nosotros, en vez de quejarnos tanto de que hay muchos que no creen, celebráramos lo que el Señor está haciendo en el corazón de cada ser humano? ¿Qué pasaría si, al menos un día, no pusiéramos el acento en lo mal que va este mundo, sino que hiciéramos nuestras las palabras de María: “El Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación”? Entonces comprenderíamos que, más allá de los indicadores negativos que descubrimos a diario, Dios va escribiendo una hermosa historia de amor “acordándose de la misericordia –como lo había prometido a nuestros padres– en favor de Abrahán y su descendencia por siempre”.


Sí, ya sé que lo que hoy celebra la Iglesia es el misterio de la Asunción de María en cuerpo y alma a los cielos. Pero ¿qué otra cosa es la “asunción” sino el cumplimiento definitivo de la promesa del mismo Dios que había llamado a María la “llena de gracia”? Quien está inundado por la gracia no puede conocer la corrupción porque la vida en Dios no se deja dominar por la muerte. Lo que ha sucedido en María, la Madre de Jesús, constituye nuestra referencia de futuro. También nosotros seremos incorporados definitivamente a Dios. 

Es probable que, sumergidos en el bullicio de la fiesta, no tengamos tiempo ni ganas para detenernos en estos “pormenores”, pero aquí se juega el sentido más profundo de nuestra vida. Cuando pasen las fiestas y se apague la música, tendremos que preguntarnos qué motivos seguimos teniendo para vivir alegres y esperanzados. Entonces nuestra Madre nos abrirá los ojos del corazón para recordarnos el destino que nos aguarda. Y nosotros le pediremos a Ella que nos ayude a creer, a fiarnos de las palabras de Jesús, a no perder la esperanza “in hac lacrimarum valle”, como cantamos anoche con la misma emoción que todos los años.

miércoles, 14 de agosto de 2024

Quien ama no se equivoca


Mientras me preparo para asistir a la “pingada” del mayo, leo algunos periódicos digitales para ver cómo está el mundo. Me sorprende un informe estadístico sobre la práctica religiosa en España. Me sorprende todavía más el hecho de que Cataluña, el País Vasco y Galicia encabecen la lista de comunidades autónomas con menos práctica religiosa. Es verdad que hace más de un siglo encabezaban la lista contraria, pero han sucedido muchas cosas en las últimas décadas, además de los normales procesos de secularización desarrollados en Europa. ¿Es el nacionalismo la “nueva religión” en esas comunidades? ¿Ha alentado la Iglesia esa opción política para luego, después de ser usada, verse abandonada por los supuestos beneficiarios? 

Solo el tiempo nos ofrecerá una visión objetiva. De momento, estamos en medio de la tormenta. Falta claridad. Bastante tenemos con procurar que la barca no zozobre y minimizar los daños. Algunos piensan que lo mejor es tocar fondo cuanto antes para empezar un nuevo anuncio. Otros consideran imprescindible hacer antes un diagnóstico valiente de lo que está pasando para no seguir cometiendo los mismos errores.


Hoy comienzan las fiestas patronales de Vinuesa. Se repetirá el guion de todos los años. Esta noche, para la ofrenda de la vela a la Virgen del Pino, se llenará la iglesia. Habrá mucha gente de pie. Mañana seguirá habiendo mucha gente en la misa de la solemnidad de la Asunción, bajará drásticamente el día de san Roque, subirá un poco en la misa de difuntos del día 17 y volveremos a los niveles normales (es decir, muy bajos) el domingo 18. 

¿Por qué se sigue esa secuencia? No lo sé. ¿Por qué muchos de los que participan con devoción en la ceremonia de la Vela no vuelven a pisar la iglesia hasta el próximo año? No lo sé. ¿Por qué hay tradiciones que resisten el paso del tiempo y otras se desmoronan? No lo sé. ¿Influye más el sentimiento que la convicción? No lo sé. ¿Resulta más atractiva la devoción popular que la liturgia? No lo sé. Imagino que lo que sucede en mi pueblo se repite en la mayoría de los lugares. Los seres humanos somos así. Sin aceptar la realidad como es, por contradictoria que parezca, resulta imposible acompañar cualquier proceso de cambio.


El mundo es como es, no como nos gustaría. Igual que tenemos que hacer un esfuerzo por aceptarnos a nosotros mismos, necesitamos también aceptar el mundo que nos rodea, aunque no responda a nuestras expectativas. Lo que dice el evangelio de Juan es aplicable en todas las situaciones: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). La verdadera actitud es siempre el amor y la entrega. Solo quien se entrega, no quien se limita a criticar, puede cambiar la realidad. Creo que esta es la actitud de todo evangelizador genuino. 

De poco sirve quejarse, aunque tengamos que ser lúcidos y críticos. Lo que de verdad transforma es el abajamiento de quien busca siempre lo mejor para los demás, de quien traduce el amor de Dios en gestos de preocupación por cada persona. Las estadísticas pueden ofrecer algunos indicadores, pero no sirven para medir la temperatura del amor. Me lo recuerdo a mí mismo en estos tiempos de cambios tan acelerados. Me lo recuerda la vida luminosa y entregada de san Maximiliano Kolbe, cuya fiesta celebramos hoy.



martes, 13 de agosto de 2024

¿Tan mal estamos?


Hablando con unos y con otros, bastantes me dicen que “la gente está mal”, que abundan las enfermedades mentales o, por lo menos, los desajustes anímicos. Algunos lo achacan a las consecuencias tardías de la pandemia; otros, a la confusión general que nos envuelve; no falta quien le echa la culpa al calor excesivo de estos días o a las enfermedades que se ciernen sobre su familia o conocidos. Espero que no nos abandonemos a la mala suerte del martes 13.

Cuando decimos que “la gente está mal”, ¿nos incluimos nosotros en ese colectivo? Solemos pensar que “la gente” son “los otros”, pero para “los otros”, quienesquiera que sean, nosotros entramos de pleno derecho en ese grupo ingente e indeterminado llamado “la gente”. 

Estar bien o mal son conceptos muy relativos. Tienen que ver con nuestro grado de salud, nuestro nivel socioeconómico, las expectativas que nos hacemos sobre el presente y el futuro y, sobre todo, con la calidad de nuestras relaciones interpersonales. Estamos mal no solo cuando se reducen los niveles en cada uno de los indicadores anteriores, sino, sobre todo, cuando perdemos el sentido global de la vida y nos faltan motivaciones profundas para seguir adelante.


Cuando uno está mal no tiene ganas de hablar, fácilmente se enoja por cosas que en otros momentos toleraba con facilidad, pierde fuelle a la hora de trabajar, huye de los eventos sociales y tiende a ver todo con una actitud pesimista y desesperanzada. Los mensajes de ánimo no hacen más que reforzar el sentimiento de aislamiento y tristeza. A veces, por reacción, uno busca el “analgésico” de las vacaciones, los viajes, las comidas y la diversión. El remedio suele ser peor que la enfermedad. Con frecuencia, uno regresa a su situación ordinaria más deprimido de lo que estaba antes. 

¿Vivimos en una sociedad depresiva? El psicoanalista francés Tony Anatrella cree que en el origen de esta especie de depresión colectiva está la falta de ideales. Desaparecidos los ideales religiosos e incluso los sociales, solo nos queda refugiarnos en el totalitarismo tecnológico. La Inteligencia Artificial (IA) resolverá casi todos nuestros problemas utilitarios, pero nos sumirá en una depresión crónica porque no sabremos qué pintamos aquí, qué sentido tiene trabajar, amar o sufrir. Se avecinan tiempos desafiantes.


No sé si estas reflexiones son muy veraniegas, pero me acompañan en mis paseos por el bosque, en mis encuentros con algunas personas y en mis ratos de oración en la iglesia de mi pueblo. Por cierto, he descubierto que casi cualquier sitio es más adecuado para la oración silenciosa que una iglesia en la que no paran de entrar grupos de turistas o personas que hablan como si estuvieran en el mercado. Por desgracia, para mucha gente las iglesias se han convertido en refugios climáticos en tiempos de calor agobiante o en museos que albergan piezas artísticas. 

Eso no significa que no siga habiendo mucha gente que entra en ellas para la oración personal o las celebraciones comunitarias. A veces, sin pretenderlo, una iglesia se convierte en un “centro terapéutico” en el que rehacemos esas conexiones internas que en muchos casos están rotas y que son las responsables de nuestro bienestar o malestar. Estamos mal, pero podríamos estar bien. Jesús nos sigue diciendo a todos: “Venid a mí los cansados y agobiados y yo os aliviaré”. No son palabras vacías, sino invitaciones eficaces.

Hoy celebramos a los Beatos Mártires Claretianos de Barbastro. Ellos entendieron muy bien cómo se afrontan las pruebas de la vida unidos a quien las ha padecido en carne propia. 

lunes, 12 de agosto de 2024

Lo pequeño y lo grande


La Cuenca
es una pequeñísima localidad soriana perteneciente al municipio de Golmayo. Escondida entre pequeños bosques de pino negral y de sabinas, sorprende por su caserío de piedra y maderas entretejidas que se conserva como en el siglo XVIII. Ayer, a las siete y media de la tarde, en la también pequeña y remozada iglesia románica de la Asunción, tuvo lugar un concierto por parte del dúo Lavanda, formado por dos chicas jóvenes. Ana Bueno tocaba el clarinete y Cristina Rampérez, autora de un libro titulado Suerte de pinos, tocaba el fagot. 

Allí me presenté acompañado por una de mis hermanas y Patrick, un francés afincado en Vinuesa. El concierto comenzó a la hora señalada con tres arias del Barbero de Sevilla de Rossini. Creo que es la primera vez que asisto a un concierto de clarinete y fagot. La ejecución me sorprendió por el precioso juego contrapuntístico y por el virtuosismo de las dos jóvenes intérpretes de la tierra. El concierto siguió con piezas de Beethoven, Poulenc y Tausch. Se cerró con él dúo para fagot y violonchelo (sustituido por el clarinete en este caso), K.V. 292 de Mozart. Como el público que nos habíamos congregado en la pequeña iglesia románica proseguíamos con los aplausos, el dúo nos regaló un par de piezas de la Carmen de Bizet.


De vuelta a casa, con el sol poniente golpeando la parte izquierda de nuestro coche, sentí que la felicidad tiene que ver con la belleza de las cosas pequeñas. En la pequeña iglesia de un pequeño pueblo, un pequeño grupo (solo dos personas) fue capaz de deleitarnos con la belleza del clarinete y el fagot persiguiéndose en inusitada armonía. No es necesario ir al Auditorio Nacional de Madrid o a cualquier otro templo musical para saborear el placer de la buena música. 

Sin etiqueta ni artificial protocolo, estas dos chicas sorianas fueron capaces de hacernos soñar en medio de una calurosa tarde de agosto. Todos experimentamos la belleza de lo pequeño. Patrick, el amigo francés, buen experto en música, estaba entusiasmado. Le costaba creer que estos milagros pudieran producirse en un pequeñísimo pueblo de la vieja Castilla. ¡Y además gratis!


Llegado a casa, encendí el televisor para ver la ceremonia final de los Juegos Olímpicos de París. El contraste fue abrumador. Por la pantalla aparecía un despliegue monumental de prodigios escenográficos en el Estadio Nacional de París. No faltaba nada de lo que la técnica moderna puede ofrecer. Era como vivir una película de ciencia ficción con personajes de carne y hueso ataviados con los trajes de sus respectivos países. Uno se queda deslumbrado y, sin embargo, al cabo de una hora se me hizo insoportablemente largo y hasta soporífero. De hecho, no aguanté hasta el final. Lo grande puede deslumbrar, pero no seduce como lo pequeño. 

Cuando comparaba el concierto de clarinete y fagot en la iglesia románica de La Cuenca con la clausura de los Juegos Olímpicos de París, comprendí una vez más por qué Jesús eligió el camino de lo pequeño para hablarnos de Dios y del Reino. Podría haber hecho un despliegue semejante al de los Juegos en Roma, la capital del imperio. Podría haber sido un mesías a lo grande, como hoy nos gusta. Sin embargo, prefirió vivir en Nazaret y anunciar el Reino en el entorno del lago de Genesaret. Aunque se relacionó con todos, sus amigos fueron, sobre todo, “los pequeños”. Solo fue a Jerusalén para morir. La lección es bastante clara.





domingo, 11 de agosto de 2024

Una luz en la noche


El reloj de la torre daba las once de la noche. Las puertas de la iglesia estaban abiertas de par en par. Por el inmenso vano entraba una brisa fresca que atemperaba los calores acumulados durante la jornada. A pocos metros, las terrazas bullían con gente que charlaba aprovechando el frescor de la noche. El pasillo de la nave central de la iglesia estaba decorado con velas a ambos lados. Salvo esas luciérnagas de cera, todo estaba a oscuras. En las gradas del presbiterio había un pebetero con incienso y más velas rojas y amarillas. Sobre el altar se alzaba la custodia. Un grupo de fieles de todas las edades se dio cita para adorar al Santísimo Sacramento durante dos horas. 


El silencio del interior del templo contrastaba con el bullicio que venía de la plaza. En ningún momento se cerraron las puertas, de modo que silencio y ruido, fiesta y adoración, se abrazaban. Jesús, hecho pan, se dirigía a todos, a los de dentro y a los de fuera. Sus palabras eran claras: “Velad y orad”. Y también: “Venid a mí todos los que estás cansados y agobiados y yo os aliviaré”. No es normal que una calurosa noche de verano la iglesia permanezca abierta desde las once de la noche hasta la una de la madrugada para que todo el que quiera entre y se deje mirar por Jesús. A nadie se le exigía pagar un billete de entrada. Las enormes puertas estaban abiertas para entrar y salir con libertad.


Regresé a casa al filo de la una y media de la madrugada. Atravesar las calles desiertas me produjo una extraña sensación de paz y misterio. En cada casa dormían personas con historias que habían estado presentes en las dos horas de adoración. 

Empecé el XIX Domingo del Tiempo Ordinario caminando solo, dando vueltas a las palabras que Jesús repite en el Evangelio de hoy: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo. Es probable que para muchas personas resulten insignificantes, desconectadas de sus luchas interiores, pero no por eso pierden su sentido y su fuerza. 

En el silencio de las dos horas de adoración, viendo a algunos niños que echaban cucharadas de incienso en el pebetero, encendían una velita y se arrodillaban unos instantes ante Jesús sacramentado, comprendí que el futuro no está escrito. En el seno de las sociedades más secularizadas puede nacer la fe cuando y donde menos se espera. Me emocionó escuchar a una joven madre explicar a su hijito de cinco o seis años cómo Jesús se había quedado con nosotros “en forma de pan”. Es muy probable que el niño no comprendiera nada, pero que se quedara asombrado ante un Misterio fascinante. La fe nace del asombro.


Vivimos tiempos de excesos gastronómicos. Por todas partes se publicitan los restaurantes que ofrecen excelentes -y caros- menús de degustación. Abundan programas de televisión que presentan recetas innovadoras y hay concursos televisivos -como Masterchef en sus distintas versiones- que hacen de la cocina y de la comida un objeto de culto. Hace años que el filósofo Carlos Díaz decía irónicamente que la posmodernidad había reducido la ética a la estética y que caminábamos ya hacia una nueva época en la que la estética se convertiría directamente en dietética. Estamos ya en ella. 

La alianza entre la moda de los gimnasios y la fiebre de las dietas apunta a un objetivo común: devolvernos una figura esbelta, sana y bella. El ideal de la eterna juventud se ha apoderado de nuestros cerebros y de nuestros estómagos. No sabemos de dónde venimos y adónde vamos, pero por lo menos podemos exhibir una figura atractiva.


Jesús era muy consciente de la relación entre comida y amor.
Quien bien te quiere te da de comer. Jesús no solo nos invita a un banquete de amistad, sino que él mismo se ofrece como comida. No estamos hablando de una burda forma de canibalismo, sino de un supremo acto de amor. La Eucaristía es el pan del amor. Su objetivo no es devolvernos una figura hermosa según los cánones de belleza de cada época, sino alistarnos para la entrega total. Sin el “pan de vida” no es posible vivir ni dar vida.

viernes, 9 de agosto de 2024

Mujer de la verdad


Vivió solo medio siglo, del 12 de octubre de 1891 al 9 de agosto de 1942, pero pudo haber vivido mucho más de no haber sido asesinada en la cámara de gas del campo de concentración de Auschwitz. Nació en la ciudad alemana de Breslau (Breslavia), pero hoy es la ciudad polaca de Wrocław, que he visitado en varias ocasiones. Fue una filósofa reconocida, pero pudo haber sido una mística de primer nivel. Nació en el seno de una familia judía y atravesó luego una etapa de ateísmo, pero, en su búsqueda de la verdad, acabó abrazando la fe cristiana. 

Enseñó en varios centros académicos de prestigio y dio conferencias por Alemania, pero acabó ingresando en el Carmelo de Colonia. Esta mujer de contrastes, feminista sin afiliación, se llamaba Edith Stein, pero como carmelita escogió el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz, que es con el que fue canonizada por san Juan Pablo II el 11 de octubre de 1998.


Ya el año pasado glosé su figura en este blog, pero es tan poliédrica y atractiva que no me resisto a volver sobre ella una vez más en el día de su fiesta. Lo hago desde la admiración y desde la rabia. Desde la admiración, porque la vida de Edith Stein puede definirse como una búsqueda apasionada de la verdad. Admiro a quienes no cejan en este empeño. Da igual que sean científicos, artistas, filósofos, teólogos o gente de la calle. Solo la verdad nos hace libres. 

Desde la rabia, porque hoy estamos gobernados por personajillos a los que no les importa lo más mínimo mentir con tal de salirse con la suya. La pasión por la verdad parece algo del pasado. Incluso la filosofía contemporánea se ha vuelto un poco indolente y habla de “verdades” subjetivas que cada uno va confeccionando a la medida de sus experiencias, de su capacidad para expresarlas y del contexto en el que vive. Edith Stein creía en la fuerza de la verdad, hasta el punto de dejarse seducir por ella.


Hoy me dejo iluminar por estas palabras de la santa mártir del siglo XX: “Lo que no estaba en mis planes estaba en los planes de Dios. Arraiga en mí la convicción profunda de que -visto desde el lado de Dios- no existe la casualidad; toda mi vida, hasta los más mínimos detalles, está ya trazada en los planes de la Providencia divina y, ante los ojos absolutamente clarividentes de Dios, presenta una coherencia perfectamente ensamblada”. 

Hoy, que nos perdemos entre las lanas multicolores del revés del tapiz de nuestra vida, necesitamos que alguien de la talla de Edith Stein nos recuerde que en el anverso del tapiz Dios ha diseñado la imagen de nuestra vida, que no hay nada que no tenga sentido cuando lo contemplamos con ojos providenciales.

jueves, 8 de agosto de 2024

Música en el embalse


Son las ocho y media de la tarde. La gente se ha ido distribuyendo junto a la orilla del embalse. La mayoría se ha traído de casa una silla plegable, pero algunos prefieren sentarse sobre la hierba. La temperatura es agradable. Siguiendo la línea de la orilla han colocado cinco altavoces verticales. A pocos metros del agua hay una plataforma flotante, una especie de pequeño catamarán. Sobre ella hay un piano, algunos micrófonos y una silla que llama la atención por su solemnidad extemporánea. 

El fondo no puede ser más sugestivo. Los pinos, el agua y el cielo de la tarde se conjuntan a la perfección. Todos nos disponemos a pasar un buen rato. Antes de que empiece el concierto titulado Le piano du lac se oyen comentarios sobre la belleza del lugar y sobre la temperatura fresca: “A esta misma hora hay 38 grados en Madrid”, dice un madrileño que está sentado a mis espaldas. El comentario nos ayuda a disfrutar todavía más de los 20 que tenemos a la orilla del embalse de la Cuerda del Pozo.


En un momento dado aparece un tipo desgarbado vestido con una extravagante chaqueta amarilla. Parece que no habla español. Comienza a cantar con voz de crooner venido a menos. Al piano hay un francés que acompaña con maestría al viejo cantante. El pianista, también entrado en años, chapurrea un poco de español y va haciendo las presentaciones. Todo tiene un aire deliciosamente decadente y demodé, pero la gente no está para críticas. Ha venido a pasar un rato distendido y agradable. 

Suenan temas de estilo swing en inglés. En un momento dado, el viejo cantante, de chaqueta y sombrero amarillos, se introduce en el agua, da unos pasos y se encarama sobre la plataforma donde está el piano. Permanecerá allí, de pie, hasta el final del concierto. Me sorprende la calidad del sonido. Todo se transmite sin cables. Hay una chica que controla todo desde una tableta.


Hacia el final del concierto, el viejo crooner entona “What a wonderful world!” de Louis Armstrong. La gente se anima. ¿Quién no conoce este clásico? La tarde va cayendo. Estamos ya en penumbra. Al final, una chica española que ha hecho de timonel, invita al público a bailar los ritmos que ataca el pianista con entusiasmo. Ha pasado poco más de una hora desde el comienzo. 

Todos nos vamos dispersando con la sensación de haber disfrutado de un momento sereno y diferente. Oigo una voz que dice: “El próximo año volveré”. La felicidad veraniega se parece a una colección de momentos como este. No es el cielo en la tierra, pero hace que la sucesión de las horas se haga más liviana. La mezcla de naturaleza, compañía y música da siempre buenos resultados. Algunos veleros se pierden en el horizonte.


martes, 6 de agosto de 2024

Con la cara descubierta


Amanecer con 16 grados ayuda a vivir. Desde que salí de Madrid, la vida se me ha vuelto más amable. Contemplando el pico Frentes, por ejemplo, puedo asistir a un concierto de la Banda Sinfónica de Soria o, días después, participar en una comida familiar en Aranda de Duero. El verano lentifica el tiempo y abre espacios de encuentro allí donde el ritmo ordinario de trabajo solo ve dificultades. 

Y así, siguiendo el camino litúrgico, llegamos a la fiesta de la Transfiguración del Señor “con la cara descubierta”. Me gusta la expresión que usa san Pablo en su segunda carta a los corintios: “Mas todos nosotros, con la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente, por la acción del Espíritu del Señor.” (2 Cor 3, 18). Nuestra cara refleja la gloria del Señor porque participamos de su transfiguración. No tenemos necesidad de taparla o maquillarla. En la cara de todo ser humano hay siempre una huella del misterio divino. Andemos, pues, con la cara descubierta para ser “luz del mundo”.


El tiempo de vacaciones me permite dedicar más tiempo a la lectura. Me he terminado ya El naufragio de la segunda república. Una democracia sin demócratas de la hispanista sueca Inger Enkvist. Ayuda a desmitificar un periodo muy convulso de la historia de España (1931-1936) y a entender mejor el programa de quienes están dando pasos para preparar el advenimiento de la “tercera república”. 

Para compensar un poco el peso de tanta historia dramática, mi segundo libro se titula El árbol de la ciencia. Dios y/o Galileo del teólogo italiano Rino Fisichella. Me está ayudando a comprender el enorme desafío que supone la Inteligencia Artificial para la vida humana y, en consecuencia, para la fe cristiana. Engolfados en nuestros asuntillos cotidianos, nos resulta difícil imaginar el mundo que se avecina. Los Cuentos telúricos de Rodrigo Cortés completan la trilogía de estos primeros días de vacaciones.


Me resulta estimulante la Carta del Santo Padre Francisco sobre el papel de la literatura en la formación publicada el pasado 17 de julio. Está dirigida, sobre todo, a los candidatos al ministerio ordenado, pero es válida para todos. Asustado de la ignorancia literaria de muchos jóvenes debido a su “secuestro digital”, el Papa nos invita a descubrir el papel esencial de la literatura en la formación de los pastores. Transcribo un número completo que me ha parecido luminoso: “Es necesario recuperar modos acogedores de relacionarnos con la realidad, no estratégicos ni orientados directamente a un resultado, en los que sea posible dejar aflorar el desbordamiento infinito del ser. Distancia, lentitud y libertad son rasgos de una aproximación a la realidad que encuentra en la literatura una forma de expresión no exclusiva, sino privilegiada. En este sentido, la literatura se vuelve un gimnasio en el que se entrena la mirada para buscar y explorar la verdad de las personas y de las situaciones como misterio, como una carga de un exceso de sentido, que sólo puede ser parcialmente manifestada en categorías, en esquemas explicativos, en dinámicas lineares de causa-efecto y medio-fin” (n. 32).

El verano es algo más que playa, montaña, paseos, bares y conversaciones. La lectura puede ser ese “gimnasio” en el que aprendemos a buscar la verdad y a a acercarnos al misterio.

jueves, 1 de agosto de 2024

Cerrado por vacaciones


A los extranjeros que vienen a Madrid durante el mes de agosto les llama la atención que en muchos establecimientos haya un cartel que pone “Cerrado por vacaciones”. Un amigo de la India me ha preguntado si esto se aplica también a las oficinas públicas. Es verdad que el mes de agosto no es lo que fue hace cincuenta años, pero en las ciudades se sigue notando todavía el descenso de la actividad y de los habitantes. 

También yo voy a estar ausente de Madrid durante unos días. Había pensado colgar el cartel de “Cerrado por vacaciones” en la portada del blog, pero quizá no sea necesario. Basta con hacer entradas más breves que no desanimen a los posibles lectores.


A raíz de mi entrada del pasado martes sobre lo que está pasando en Venezuela, recibí algunas críticas de amigos hispanoamericanos. Las acogí con respeto, pero no pude compartirlas. Cada día que pasa se hace más evidente el fraude electoral, incluso para gobiernos de izquierdas que sintonizan con el régimen chavista. En esta ocasión el fraude ha sido tan descarado que resultará imposible maquillarlo. Esperemos que no sea necesario que aumente el número de muertos para encontrar una solución justa que responda a lo que el pueblo ha votado. 

Mientras tanto, los Juegos Olímpicos de París siguen su ritmo. Tengo la impresión de que no están suscitando demasiado interés. Hay otros asuntos que nos preocupan más: la guerra interminable de Ucrania y el polvorín de Oriente Medio. El asesinato del líder de Hamás ha añadido más gasolina al conflicto. ¿Se puede uno ir de vacaciones con tantos frentes abiertos?


Hacía años que no sentía con tanta fuerza la necesidad de desconectar, incluso de practicar una desconexión digital que me libere de las redes sociales, los correos electrónicos y hasta el teléfono. Ahora soy más consciente que hace unos años del fuerte desgaste producido por la “contaminación digital”. Casi sin darnos cuenta, la avalancha de estímulos nos deja exhaustos y bloqueados. Solo el silencio puede devolvernos el placer de la palabra. 

A mí, que soy un conversador nato, cada vez se me hacen más pesadas las interacciones largas. Creo que esta impaciencia es un daño colateral del uso excesivo de las redes sociales. Espero reducirlo al mínimo durante este mes de agosto. A cambio, incrementaré la lectura de libros. He echado media docena a mi mochila veraniega.