domingo, 30 de junio de 2024

Basta un pequeño toque


Cerramos el mes de junio con la celebración del XIII Domingo del Tiempo Ordinario. A diferencia de lo que sucedió en 2022, este año el mes de junio ha sido benigno. Hoy incluso tenemos una temperatura fresca en Madrid. Esto ayuda a cerrar la primera mitad del año con calma, sin los agobios de otros veranos tórridos. 

Es probable que muchas personas hayan comenzado ya este fin de semana sus vacaciones estivales. Es la oportunidad para detenerse y no hacer nada. Por desgracia, casi todos caemos en el error de llenar las vacaciones de cosas. El negocio acaba imponiéndose al ocio, pero de esta propensión a llenar el tiempo de actividades (aunque sean lúdicas) podemos hablar otro día.


En el Evangelio de hoy, Marcos nos cuenta dos historias en un solo relato: la de una niña de doce años que está a punto de morir y la de una mujer que padece flujos de sangre desde hacía doce años y que ningún médico había podido curar. A primera vista, parece un error redaccional, como si inadvertidamente una historia se hubiera insertado en otra rompiendo el hilo narrativo, pero las cosas no son tan simples. Marcos tiene una clara intención al proceder de esta manera. 

En ambos casos se habla de mujeres (tengamos en cuenta que en hebreo el término Israel es femenino) y se hace referencia a periodos de doce años. Es obvio que este número repetido alude a las doce tribus de Israel, que -como la mujer hemorroísa o la niña moribunda- se encuentran “desvitalizadas”, han perdido el vigor para vivir (la sangre es vida). En realidad, Marcos no pretende contarnos dos historias privadas, sino ofrecernos una catequesis para Israel.


El núcleo central de esta catequesis es claro: el único que puede curar a Israel de sus graves enfermedades o incluso levantarlo de la muerte es Jesús. La mujer con la hemorragia lo sabe. Por eso, intenta por todos los medios tocar a Jesús en medio del gentío, sabiendo que ese toque -como indica la Ley (cf. Lev 15,19-24)- convertiría a Jesús en un hombre impuro. Incluso hoy los judíos más ortodoxos siguen prisioneros de este tabú. 

La mujer hemorroísa no llega a tocar la carne del Maestro, sino solo el borde del manto. Jesús se da cuenta de que ha salido de él una energía curadora. La mujer se le acerca asustada porque sabe que ese toque ha contaminado a Jesús, pero él no se deja amedrentar. Va más allá de cualquier tabú. No se fija en las normas de pureza legal, sino en la actitud creyente de la mujer: “Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud”. 

En el caso de la hija de Jairo, es Jesús quien la toca y pronuncia las palabras de vida: “Talitha qumi (que significa: contigo hablo, niña, levántate)”. Marcos acentúa la autoridad de la palabra de Jesús sobre la muerte porque -como leemos en la primera lectura del libro de la Sabiduría- “Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo los vivientes”.

¿Todavía hay que añadir algo para comprender que Jesús va más allá de cualquier tabú (de ayer y de hoy) y que lo único que pide no es la pureza absoluta sino un poco de fe? Si comprendiéramos a fondo esta actitud del Maestro y la aplicáramos a las complejas situaciones que hoy vivimos, muchas cosas cambiarían en la praxis de la Iglesia. ¡Por suerte, muchos cristianos caminan en esta dirección!



sábado, 29 de junio de 2024

A propósito de Pedro y Pablo


San Pablo siempre queda en la sombra cuando aludimos a la solemnidad de los santos Pedro y Pablo que celebramos hoy. De hecho, la mayoría de la gente, cuando piensa en el 29 de junio, habla, sin más, de la fiesta de san Pedro. Solo los calendarios y libros litúrgicos añaden al nombre del apóstol pescador el del apóstol predicador. Este olvido popular nos habla de la dificultad de integrar bien la institución y el carisma en la vida de la Iglesia. 

Otros años he escrito ampliamente sobre estos dos pilares de la Iglesia primitiva. Hoy prefiero fijarme en las tensiones que estamos viviendo en la Iglesia actual. Unos hablan de la creciente desafección hacia el papado de Francisco (aduciendo ejemplos concretos, que van desde el cisma de las clarisas de Belorado a la actitud desafiante del arzobispo italiano Carlo Maria Viganò, que acaba de publicar su particular J'accuse). Otros, por el contrario, ensalzan los diez (once) años de primavera eclesial con Francisco y animan a seguir haciendo cambios más valientes en la vida de la Iglesia.  

¿Con qué carta nos quedamos? Es muy probable que la mayoría de los cristianos, ajenos a estos extremos, sigan viviendo su fe con serenidad o, si acaso, con un sentimiento de confusión y extrañeza, sin saber muy bien qué postura tomar. Parece un asunto de otros, una cuestión mediática, más que algo que afecta de lleno a la vida personal.


La fiesta de san Pedro y san Pablo me da la oportunidad de compartir 10 reflexiones breves, escritas a vuelapluma, por si ayudan a discernir lo que estamos viviendo evitando caer en el escepticismo (todo da igual) o en la polarización (mi postura extrema es la única que vale).

1. La Iglesia es mucho más que una gigantesca y heterogénea comunidad humana regida por líderes de carne y hueso, con sus virtudes y defectos. Es, ante todo, una creación del Espíritu de Jesús que la va guiando por los intrincados caminos de la historia. Sin la acción del Espíritu Santo, la Iglesia queda reducida a una multinacional de servicios religiosos, pero deja de ser la comunidad de los seguidores de Jesús, el Pueblo de Dios peregrinante.

2. Guiada por este mismo Espíritu, la Iglesia ha ido formulando su fe a lo largo de los siglos, ha ido iluminando desde el Evangelio las complejas situaciones humanas y ha ido dando forma a los sacramentos que son signos e instrumentos de la gracia de Dios. Entre dogma, norma y rito hay una coherencia interna que debe ser mantenida, pero no como un “depósito” fosilizado, sino como una expresión de vida que crece y madura, sin que este crecimiento signifique traición a los orígenes. Los cristianos nos adherimos, sobre todo, a una persona (Jesús), no a una doctrina, siempre perfectible. Donde hay vida, hay cambio.

3. La necesaria unidad de la Iglesia no significa uniformidad. Es la unidad que refleja la unidad trinitaria; por tanto, se realiza en la diversidad del amor. La aplicación de este principio a la vida de las comunidades tiene muchas consecuencias prácticas que podrían resumirse en el adagio: “En las cosas necesarias, unidad; en las opinables, libertad; en todo, caridad”. Es evidente que este principio no se está aplicando en muchas de las controversias actuales, que se caracterizan por una fortísima intolerancia hacia quienes son considerados heterodoxos. Creo que fue el dominico francés Garrigou-Lagrange quien dijo algo parecido a esto: “La Iglesia es intolerante en los principios porque cree, pero es tolerante en las prácticas porque ama. El mundo, por el contrario, es tolerante en los principios porque no cree, pero es intolerante en las prácticas, porque no ama”.

4. Un concilio ecuménico (y el Vaticano II lo fue) es la expresión solemne de la potestad del Colegio de los Obispos sobre toda la Iglesia (cf. CIC, 337). El Colegio de los Obispos es el sujeto de la potestad suprema y plena sobre toda la Iglesia (CIC, 336). Cuenta con la asistencia del Espíritu Santo. Renegar del Concilio Vaticano II por considerar que ha sido infiel a la “sana Tradición” y oponer la llamada “Iglesia conciliar” a la “Iglesia tradicional” es una de esas falacias diabólicas que ahora se han puesto de moda y que no tienen el más mínimo fundamento teológico o canónico. Todas las teorías “sedevacantistas” -tan del gusto de algunas personas y grupos que inundan las redes sociales- no resisten el más mínimo control histórico o dogmático, por más que se aduzcan argumentos especiosos “sub angelo lucis”.


5. No es obligatorio que los pastores de la Iglesia (comenzando por el Papa) nos resulten simpáticos o sintonicen con nuestro estilo personal de ser cristianos. La fe no se basa en simpatías o antipatías o en afinidades ideológicas, sino en la adhesión personal a Jesucristo y en la aceptación de las mediaciones históricas que él ha querido. Por tanto, no obedecemos al Papa como pastor supremo porque nos caiga bien o dejamos de participar en la Eucaristía dominical porque quien preside resulte aburrido o simpatice con opciones políticas que no son las nuestras. Sin este salto de conciencia, viviremos una permanente inmadurez.

6. Para que la Iglesia siga siendo fiel a su esencia, es preciso que exista y se garantice dentro de ella una sana libertad de expresión. Por tanto, es deseable que los historiadores, biblistas, teólogos, canonistas, moralistas, liturgistas, pastoralistas, etc. debatan todo aquello que es opinable y que ayuda a actualizar el mensaje del Evangelio. Es preciso que exista también una vigorosa opinión pública. En cualquier caso, lo que cuenta es la fuerza de los argumentos, no las descalificaciones de las posturas opuestas y mucho menos los insultos a las personas o el estilo comunicativo zafio y descortés. Lo que uno no se atrevería a decir a la cara de otra persona no debería decirlo amparándose en el anonimato de las redes sociales.

7. Frente a las campañas mediáticas de acoso y derribo en uno y otro sentido, lo que la Iglesia debe favorecer -dentro del más puro estilo sinodal- es la creación de foros de discernimiento en los que las personas, a todos los niveles (parroquial, diocesano, nacional, regional, continental)- puedan escuchar con respeto las opiniones de los demás, expresar con libertad las propias,  y entrar todos en una dinámica de discernimiento guiados por la luz de la Palabra de Dios y en clima de oración. Sin este ejercicio comunitario y audaz de discernimiento, estamos abocados a una permanente y destructiva cacofonía que desangra a las comunidades y mina la credibilidad evangelizadora de la Iglesia. 


8. Corresponde a los pastores de la Iglesia (párrocos, obispos, etc.) entrar en diálogo con las personas que se muestran más díscolas con la Iglesia, de modo que, a través de la acogida y el diálogo, se puedan iluminar las situaciones de confusión y aclarar los verdaderos motivos que están detrás de muchas posturas críticas. A menudo, las personas más beligerantes en los foros anónimos de internet, se vienen abajo cuando son tratadas con el respeto que ellas no muestran, y son escuchadas y acompañadas en un proceso de discernimiento. No es infrecuente que, tras la apariencia de una discusión dogmática, canónica, litúrgica o pastoral, se agazapen inconfesados motivos afectivos, políticos, económicos o de poder.

9. Hay una sana discrepancia (como la que pudo existir en algún momento entre Pedro y Pablo) que hay que saber vivir sin escandalizarse y sin romper por ello la unidad fundamental. Toda persona madura sabe distinguir entre el nivel personal (en el que todo ser humano es digno y respetable) y el nivel de las opiniones (en el que puede haber desacuerdos legítimos). En cualquier caso, no es sano arrogarse la autoridad del Espíritu Santo para defender posturas que contrastan abiertamente con las del magisterio legítimo de la Iglesia.


10. Mientras peregrinemos por este mundo, nunca vamos a vivir la unidad perfecta que todos los días le pedimos a Dios y que es una gracia escatológica. Es necesario, pues, aprender a convivir con las tensiones más o menos intensas, a tomar las medidas necesarias en caso de fuertes conflictos y, sobre todo, a tener una gran paciencia con todos, como Dios la tiene con cada uno de nosotros. Cobran actualidad las palabras de Pablo en su carta a los romanos: “Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rm 5,8). Aprender a “morir” al propio punto de vista, por impecable que parezca, es a menudo la mejor expresión de humildad y de amor a la verdad.

jueves, 27 de junio de 2024

El rosario de mi madre


Yo le había regalado algunos rosarios que recibí directamente de las manos de san Juan Pablo II y del papa Francisco. Le había traído también preciosos rosarios hechos con pétalos de rosa de Tierra Santa o de Fátima. Ella los guardaba cuidadosamente en su mesilla de noche como un tesoro precioso…, pero no los usaba. Su rosario cotidiano era el más sencillo de todos: unas cuentas de plástico fosforescente de color celeste como las que se distribuyen a granel en las grandes concentraciones religiosas. Lo tenía guardado en el cajetín de su andador, junto al librito que contenía el evangelio de cada día, el teléfono móvil, algunos pañuelitos de papel y otras menudencias. 

A la hora de amortajar su cadáver no lo dudamos ni un segundo: el rosario que debíamos poner en las manos de mi madre no era el más hermoso de los que tenía guardados, sino el que ella usaba a diario; es decir, el rosario sencillo de plástico, algo descolorido por el uso cotidiano. Para ella, no era un simple elemento decorativo. Durante muchos años, había sido su instrumento de trabajo. Orar por los demás es lo mejor que podemos hacer en la vida, aunque sea con un rosario sencillo, como los que usan las personas acostumbrados a rezarlo.


Confieso que en sus años de madurez mi madre no solía rezar el rosario de forma regular, pero, una vez entrada en la ancianidad, se convirtió en un hábito. Normalmente lo rezaba ella sola después del desayuno, pero en ocasiones lo compartía conmigo o con alguna de mis hermanas. A ella le gustaba rezarlo entero, incluyendo las letanías y otras oraciones que había ido aprendiendo de los distintos párrocos. La repetición regular de los misterios gozosos, luminosos, dolorosos y gloriosos de Cristo le ayudó a comprender mejor los diferentes misterios de su propia existencia.

Como en la vida de todos nosotros, también en la suya hubo un poco de todo: experiencias de mucho gozo y alegría, momentos de luz y encrucijadas de dolor. Lo que importa es que la última palabra, la que dé sentido a todas las demás, sea una palabra de gloria. La carta a los romanos nos ofrece la clave: “Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; así que, ya vivamos ya muramos, somos del Señor” (Rm 14,8).


Recuerdo que hace años me gustaba escuchar la versión que María Dolores Pradera hizo de una canción titulada “El rosario de mi madre”, compuesta por el peruano Mario Cavagnaro Llerena. La letra hablaba, en efecto, de un rosario: “Devuélveme el rosario de mi madre / y quédate con todo lo demás. / Lo tuyo te lo envío cualquier tarde, / no quiero que me veas nunca más”. Pero es evidente que el contenido de la canción no aludía a una experiencia religiosa, sino a una historia de amor despechado. 

El rosario de plástico de mi madre se ha ido a la tumba con ella. Así lo quisimos sus hijos y así lo hubiera deseado ella. Pero nos quedamos con los muchos rosarios que rezamos juntos, tanto en su versión larga, como reducidos a la mínima expresión, que fue la práctica en las últimas semanas. Los miles de avemarías desgranadas a lo largo de la vida han sido como gotas de gracia que, poco a poco, han ido horadando la roca del miedo y la desconfianza hasta convertirla en un pequeño lago de misericordia. Cobran mucha fuerza ahora las palabras tantas veces repetidas: “Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Sí, el rosario de mi madre es todo un símbolo de fe y resistencia hasta el final.

miércoles, 26 de junio de 2024

Parece que fue ayer


Han pasado 42 años desde aquel 26 de junio de 1982. Hacía trece días que había comenzado la Copa Mundial de Fútbol, que ese año organizaba España. Meses más tarde, el 28 de octubre, el Partido Socialista Obrero Español ganó las elecciones generales con mayoría absoluta. Por si no fuera suficiente, tres días después, en una soleada tarde de otoño, comenzó la primera de las cinco visitas que el papa Juan Pablo II hizo a España y que duraría hasta el 9 de noviembre. 

Ese año 1982 yo me encontraba estudiando en Roma, pero viajé a España a mediados del mes de junio para preparar mi ordenación sacerdotal, que tuvo lugar tal día como hoy en la iglesia del Corazón de María que los claretianos tenemos en Segovia. El obispo ordenante fue monseñor Antonio Palenzuela, reconocido y polémico teólogo, que entonces contaba solo 63 años, aunque a mí me parecía una persona mucho mayor, quizá por sus problemas de salud. Yo tenía entonces 24 años y medio. 

La tarde del 26 de junio hacía mucho calor. La moderna, espaciosa y acogedora iglesia estaba abarrotada de familiares y amigos. Yo estaba como flotando porque era consciente de que aquella ordenación cambiaría para siempre mi vida.


Cuando hoy rememoro aquel día y estas décadas vividas como sacerdote, lo primero que siento es un profundo agradecimiento a Dios que me ha sostenido en medio de mi fragilidad. Comprendo mejor lo que escribe Pablo a su discípulo Timoteo: “Esta es la razón por la que padezco tales cosas, pero no me avergüenzo, porque sé de quién me he fiado, y estoy firmemente persuadido de que tiene poder para velar por mi depósito hasta aquel día” (2 Tim 1,12). El “sé de quién me he fiado” me ha acompañado todos los días. 

Esa confianza me ha permitido no hundirme en los momentos de dificultad y, sobre todo, me ha hecho comprender que el ministerio ordenado no es ningún mérito personal que se convierta en fuente de privilegios, sino una gracia concedida para la edificación de la comunidad. En cierto sentido, aunque suene un poco hiperbólico, uno es expropiado para utilidad común. 

Mi ordenación fue sobria, como se estilaba en aquellos años. Nada que ver con el despliegue (incluido el mediático) que hoy suele hacerse en las pocas ordenaciones que se producen. La sobriedad no estuvo exenta de cordialidad y alegría, por supuesto.


Al cabo de 42 años, no me arrepiento del paso dado. Al contrario, me siento profundamente conmovido y agradecido. Dios ha ido haciendo su obra y, a través de mi ministerio, ha llegado al corazón de muchas personas en varios lugares del mundo. Yo he tenido que ir aprendiendo el abecedario de la vida sacerdotal, no sin errores y tropiezos. 

Quizá mi mayor preocupación ahora, en relación con el ministerio, es la escasez de jóvenes que están dispuestos a escuchar y seguir la llamada de Dios. ¿Es un signo de los tiempos? ¿Es necesaria esta sequía para superar una etapa demasiado clerical en la historia de la Iglesia y preparar otra en la que el ministerio se comprenda y vida de otra manera? No lo sé. Pero me entristece no ser capaz de comunicar entusiasmo y confianza a quienes tendrían que ser el relevo natural. 

Ya sé que hay muchos factores que ayudan a comprender este fenómeno (fuerte descenso demográfico, secularización de la sociedad, falta de ambiente cristiano en las familias, desprestigio de la Iglesia, escándalos en el clero, etc.), pero nada de esto es determinante. La cuestión es: ¿Cómo vivir hoy la ministerialidad en la Iglesia? ¿Cómo se relaciona el ministerio ordenado con las otras formas de ser cristianos? Espero que, en el contexto sinodal que hoy vivimos, vaya madurando una nueva propuesta que resulte atractiva para los jóvenes por la verdad que contiene.



martes, 25 de junio de 2024

Toda ciencia trascendiendo


Tenía ganas de volver a un lugar que siempre me inspira. La última vez fue el pasado 24 de febrero, en compañía de mi amigo Heriberto García Arias. El viernes y el sábado estuve de nuevo con mi comunidad. Elegimos ese lugar para hacer nuestro retiro de final de curso. No nos arrepentimos. Me refiero al Centro de Espiritualidad San Juan de la Cruz que los carmelitas tienen en Segovia. En la tarde del viernes 21 me encaramé hasta la ermita más alta del recinto desde la que se divisa la silueta de la ciudad. Destacaba la imponente proa del Alcázar entre los ríos Eresma y Clamores. A su izquierda, como navegando por un mar ocre y verde, la torre de la catedral y el campanario de la iglesia románica de san Esteban. Desde mi atalaya no alcanzaba a ver el Acueducto, pero se intuía. 

Pasé muchos minutos en contemplación mientras el sol se iba poniendo. Junto a mí estaba el famoso ciprés seco que, según la tradición, fue plantado por el mismísimo san Juan de la Cruz. Antes de la oración comunitaria, bajé hasta la cueva que hay dentro del convento. En su frío y húmedo oratorio compartí con el Señor las impresiones de las últimas semanas. Por la noche, después de la cena, tuve oportunidad de pasear por los alrededores del convento y disfrutar de la segunda noche del estío.


El sábado fue el día de las conversaciones. Tuvimos tiempo para revisar juntos el curso que termina, programar el verano y poner nombre a lo que podemos mejorar el próximo curso. Comprobé, una vez más, el poder reparador de las buenas conversaciones. Cuando nos escuchamos con el corazón deshacemos equívocos, superamos prejuicios y descubrimos la luz que hay en cada persona.

Antes de regresar a Madrid, tuvimos tiempo para celebrar con calma la Eucaristía en la capilla del centro y pasar por la comunidad claretiana de Segovia, que es la tercera de nuestra congregación. Fue fundada en el ya lejano 1861. En esa época (1857-1868), san Antonio María Claret solía viajar con la reina Isabel II al cercano palacio de La Granja en los meses de julio y agosto.


Sin hacer ningún esfuerzo, venían a mi mente algunas de las poesías más conocidas de san Juan de la Cruz, cuyo cuerpo está enterrado en una de las capillas laterales de la iglesia del convento. La que más rondaba en mi cabeza era esta estrofa: “Yo no supe dónde estaba, / pero, cuando allí me vi, / sin saber dónde me estaba, / grandes cosas entendí; / no diré lo que sentí, / que me quedé no sabiendo, / toda ciencia trascendiendo”. Ese “grandes cosas entendí” tiene que ver con el sentido de la vida y de la muerte, con la fugacidad de cuanto vivimos y con el destino que nos aguarda. 

Hacía mucho tiempo que no sentía con tanta fuerza el anhelo del cielo. Todo lo que me llevo entre manos me pareció tan efímero y secundario que me hubiera quedado allí, contemplando el cielo azul y la silueta majestuosa de la ciudad de Segovia, ajeno a las cosas que en otro momento me han atraído o atrapado. El esquema cerca-lejos se me antojó imperfecto. Realidades “lejanas” me parecieron más familiares que nunca. Y lo que tenía a la vista me remitía siempre más allá. No sé si se puede hablar de “toda ciencia trascendiendo”, pero entendí que los seres humanos perdemos demasiado tiempo en lo menos importante de la vida y descuidamos lo esencial. Quizás la proximidad al maestro Juan de la Cruz jugó a mi favor en esa inolvidable tarde segoviana.



domingo, 23 de junio de 2024

Cuatro preguntas que queman


Me encanta pasear por Madrid cuando apenas ha amanecido. Hoy hace un día luminoso de verano primerizo. Hace un par de horas que he celebrado la Eucaristía con la comunidad de religiosas concepcionistas que hoy, acabado el curso académico, celebraban el “día de la comunidad”. De vuelta a casa, me ha abordado una señora colombiana de unos cincuenta años, maleta en mano, que buscaba una dirección. Estaba perdida. Tenía que empezar a trabajar en una casa como cuidadora de un anciano, pero no sabía encontrar la dirección que llevaba escrita en un papelito. La he acompañado hasta el portal. Me ha dado las gracias con sencillez. Cuando estamos perdidos, todos agradecemos que alguien nos eche una mano. 

Algo de esto es lo que descubrimos en el evangelio de este XII Domingo del Tiempo Ordinario. El texto es tan conocido que corremos el riesgo de banalizarlo. A mí me ha ayudado a leerlo de otra manera el hecho de poner el acento en las cuatro preguntas que aparecen: dos las formulan los discípulos y otras dos las plantea Jesús. Vale la pena detenerse en ellas y conectarlas con situaciones que hoy estamos viviendo.


Primera pregunta: “¿No te importa que nos hundamos?”

Son los discípulos quienes le increpan a Jesús con palabras de miedo porque “las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua”. Mientras tanto, Jesús dormía en la popa recostado sobre un almohadón. Esa misma pregunta es la que nos hacemos hoy cuando vemos que la barca de la Iglesia y del mundo está zarandeada por olas que presagian un naufragio. 

La pregunta se puede modular de mil maneras personales y colectivas: ¿No te importa que la humanidad se precipite hacia una tercera guerra mundial? ¿No te importa que los escándalos minen la credibilidad de la Iglesia y que, al final, quedemos cuatro gatos? ¿No te importan los movimientos cismáticos en el seno de tu comunidad? ¿No te importa que en Europa hayan disminuido tanto las vocaciones al matrimonio, al sacerdocio y a la vida consagrada? ¿No te importa que crezca el número de multimillonarios y siga habiendo millones de personas que no tienen lo necesario para vivir? ¿Te da igual que, tras el covid, haya aumentado el número de suicidios entre los adolescente y jóvenes? Nosotros quisiéramos obtener respuestas claras a estas y otras muchas preguntas. Solo creemos en lo que controlamos. Jesús duerme.


Segunda pregunta: “¿Por qué sois tan cobardes?”

Esta pregunta la formula Jesús. Nos llama cobardes. Se da cuenta de que en nosotros el miedo es más fuerte que la confianza. Lo que se opone a la fe no es la increencia, sino el miedo, la cobardía. Sentimos miedo cuando nosotros no controlamos la realidad, cuando pensamos que lo que sucede a nuestro alrededor constituye una amenaza para nuestra seguridad. Por muchos avances técnicos que hayamos desarrollado, seguimos siendo una generación miedosa. Somos prisioneros de la ansiedad y en muchos casos de la depresión. 

En el origen de este malestar personal y cultural hay un gran olvido. Olvidamos que nosotros no somos los creadores del mundo, sino simples administradores. Olvidamos que la Iglesia no es una nuestra propiedad privada, sino una creación del Espíritu. Olvidamos que no nos hemos dado la vida y que tampoco podemos quitárnosla. En definitiva, sentimos miedo porque no reconocemos a Jesús como Señor de la realidad, porque olvidamos que a Dios no se le escapa la historia de las manos, porque creemos que todo depende de nosotros y nos angustiamos cuando no podemos controlarlo como nos gustaría.


Tercera pregunta: “¿Aún no tenéis fe?”

Podemos llevar años “conviviendo” con Jesús y, sin embargo, no creer en él. Las rutinas no son suficientes para afrontar las grandes cuestiones de la existencia. El miedo no se vence a base de tradiciones, sino con la fuerza de la fe. Creer en Jesús es siempre algo demasiado nuevo para personas acostumbradas. En la segunda lectura, Pablo -escribiendo a los corintios- les dice que “el que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado” (2 Cor 5,17). Donde está Cristo siempre hay novedad, por más que nosotros solo veamos indicadores de decadencia

La nuestra es una generación demasiado miedosa y autosuficiente como para dejarse llevar por la fuerza de la fe. Nos creemos demasiado adultos e ilustrados como para creer que podemos controlar todo, pero luego nos venimos abajo cuando las olas de la vida embisten contra nuestra frágil barca. Siempre estamos aprendiendo a creer, a confiar. Nunca lo conseguimos del todo. Nos cuesta reconocer que “nos apremia el amor de Cristo” (2 Cor 5,14), que él es el auténtico motor de nuestra vida. Muchos santos -entre ellos san Antonio María Claret- han elegido estos versículos de la segunda carta de Pablo a los corintios para expresar cuál es la verdadera motivación que los mueve en la vida.


Cuarta pregunta: 
¿Pero quién es este?

La última pregunta la formulan los discípulos que han experimentado cómo Jesús “se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: «¡Silencio, cállate!». El viento cesó y vino una gran calma”. ¿Es posible que, a pesar de la cercanía, no supieran quién era Jesús? El evangelista Marcos, preocupado de principio a fin de su evangelio por la verdadera identidad del Maestro, pone en labios de los discípulos -y también de sus lectores (es decir, nosotros)- una pregunta que nunca acabamos de responder: ¿Quién es este? ¿Quién es Jesús? ¿Qué tiene que ver con nosotros y qué tenemos nosotros que ver con él? 

Reconocer que “hasta el viento y las aguas le obedecen” (que es como decir que toda la realidad le está sometida) no nos da una imagen acabada de su misterio. Siempre estamos buscando. El verdadero creyente, incluso cuando confiesa “Tú eres el Hijo de Dios”, siempre sigue buceando en un misterio que nos desborda. Es una señal de que la verdadera fe es más fuerte que la rutina.

viernes, 21 de junio de 2024

Un santo algo madrileño


Hoy celebramos la memoria de san Luis Gonzaga, un santo que murió en Roma el 21 de junio de 1591 a la temprana edad de 23 años. La causa de su muerte no fue un disparo en alguna batalla o un accidente de caballo, sino la peste que asolaba Roma en aquella época. Él, primogénito de una familia noble, se contagió cuidando a los enfermos después de haber renunciado a su condición de príncipe y haber ingresado en la Compañía de Jesús.

Hace años, el joven Luis Gonzaga era muy famoso entre los jóvenes católicos. Baste pensar a los Luises, una de las famosas congregaciones marianas impulsadas por los jesuitas. No en vano Benedicto XIII había nombrado a san Luis Gonzaga patrono de la juventud en 1726. Después, por esas razones incomprensibles de la historia y quizá por el influjo de algunas hagiografías demasiado ñoñas, cayó un poco en el olvido. Pero merece la pena rescatar su figura. Los jóvenes de hoy necesitan modelos fuertes en los que contemplarse. No es suficiente dirigir su mirada a algunos deportistas o cantantes. Es mejor fijarse en quienes han dado su vida por Dios y por los demás.


Dado que vivo en Madrid, hoy quisiera recordar que también el joven santo italiano pasó un tiempo en la capital de aquella España gloriosa gobernada por Felipe II. La razón de su venida a Madrid es que su padre se trasladó a España en octubre de 1581 como parte del séquito de la ex emperatriz María de Habsburgo, hija de Carlos I y viuda de Maximiliano II. Sus hijos Luis y Rodolfo fueron pajes del príncipe don Diego, heredero de Felipe II. Parece que la familia de Luis Gonzaga vivió en la antigua calle ancha de San Bernardo, en un noble edificio cercano al lugar en el que posteriormente se construyó el noviciado de la Compañía de Jesús. Tras varias vicisitudes, este edificio se convirtió después en sede de la Universidad Central. Actualmente alberga el Instituto de España, organismo que reúne a las Reales Academias.

Durante su corta estancia en la corte madrileña, el joven Luis Gonzaga se dejó guiar por el Libro de la oración y meditación de Fray Luis de Granada. Recibió también lecciones de ciencias del Dr. Dimas de Miguel, amigo del célebre arquitecto Juan de Herrera. El joven regresó a Italia desde el puerto de Barcelona con las galeras de Juan Andrés Doria el día 18 de julio de 1584. Parece que, en su camino hacia Barcelona, el santo se hospedó en la casa de don Diego Jerónimo de Espés y Mendoza. Iban con él sus padres y sus hermanos Rodolfo, Francisco y Cristierno. Su hermana Isabel se quedó en Madrid.


Desde niño asocio el comienzo del verano -y, por tanto, de las vacaciones- a la memoria de san Luis Gonzaga. Hoy me fijo en unas palabras que escribió a su madre poco antes de morir. Parecen impropias de un joven de 23 años. Después de mostrar su disposición a aceptar la voluntad de Dios, concluye: “Todo esto lo digo solamente para expresar mi deseo de que tú, ilustre señora, así como los demás miembros de mi familia, consideréis mi partida de este mundo como un motivo de gozo, y para que no me falte tu bendición materna en el momento de atravesar este mar hasta llegar a la orilla en donde tengo puestas todas mis esperanzas. Así te escribo, porque estoy convencido de que ésta es la mejor manera de demostrarte el amor y respeto que te debo como hijo”. 

En tiempos como los actuales, en los que nos aferramos con uñas y dientes a esta vida terrena y dudamos mucho de la vida eterna, necesitamos el testimonio vibrante de quienes, por pura gracia de Dios, nos ayudan a mirar con esperanza la vida que va más allá de la muerte. Quizás este año estoy más sensibilizado que otros a esta realidad ineludible.

jueves, 20 de junio de 2024

El verano de la Palabra


El verano astronómico comenzará este año en el hemisferio norte hoy a las 22:51, hora peninsular española. Durará aproximadamente 93 días y 16 horas. Terminará el 22 de septiembre para dar paso al otoño. Esta es, pues, la última entrada de la primavera. En las pasadas semanas han sucedido tantas cosas que no he podido acudir a mi cita diaria con los lectores del Rincón. 

Cuando era niño deseaba con impaciencia la llegada del verano porque marcaba el final del curso académico y el comienzo de unas vacaciones infinitas. Ese deseo se desvaneció hace mucho tiempo. Los continuos viajes por todo el mundo durante mi etapa romana rompieron la secuencia de las estaciones. A menudo pasaba del verano europeo al invierno austral o viceversa. 

Y, sin embargo, hay algo en el devenir de las estaciones astronómicas que nos ayuda a vivir con armonía las estaciones de la vida humana. Es de sobra conocida la similitud entre ambas. La primavera se corresponde con la infancia y la juventud; la madurez se asemeja al verano y la tercera edad al otoño. No es fácil determinar la correspondencia con el invierno. ¿Sería la cuarta edad? En cualquier caso, el frío del invierno parece aludir al rigor mortis que acompaña el final de la vida.


Debido a una avería, esta mañana he celebrado la Eucaristía en la comunidad de las Concepcionistas sin luz eléctrica. La sacristana ha aumentado el número de velas sobre el altar para que pudiera ver el misal. La lectora de la primera lectura y del salmo se ha ayudado con la linterna de su teléfono móvil. Yo he tenido que elevar el volumen de mi voz porque obviamente no funcionaba la megafonía del templo. Es la primera vez que me sucede algo semejante en los años que llevo con ellas. 

La experiencia no deja de ser metafórica. Cuando falta la luz tenemos que aguzar la vista y servirnos de algunas linternas. Algo parecido está sucediendo en este complejo momento que nos ha tocado vivir. Resulta difícil ver con claridad los signos de la presencia de Dios en la historia. Nos cuesta interpretar todo lo que estamos viviendo como “historia de salvación”. Si nos servimos solo de nuestros ojos, apenas conseguimos distinguir unos hechos de otros. Tenemos la impresión de que todo se atropella. Se nos hace difícil percibir el sentido y el significado de muchos acontecimientos.


En situaciones como estas necesitamos la luz que nos ofrece la Palabra de Dios. A veces es suave, discreta, casi imperceptible. Otras veces es como un relámpago que rompe la noche. La Biblia dice que la Palabra de Dios es una “lámpara para nuestros pasos, luz en nuestro sendero” (Sal 119,105). Si por algo se caracteriza el verano es por las horas de luz y por las altas temperaturas. La Palabra de Dios produce en nosotros como un verano interior. Nos ayuda a ver con más claridad y calienta nuestros corazones fríos o destemplados. 

Las personas que se nutren a menudo de ella desarrollan un sexto sentido que les permite percibir lo que “huele a Dios” en cualquier circunstancia. Sin la luz de la Palabra no podemos discernir lo que Dios quiere decirnos y lo que espera de nosotros, especialmente cuando la vida nos coloca contra las cuerdas. Nunca es demasiado tarde para introducirnos en ella y alimentarnos cada día.

miércoles, 12 de junio de 2024

Cercanía y silencio



Cuando uno está librando una intensa batalla interior, lo que sucede fuera pasa a un segundo plano. Es mi experiencia de las últimas dos semanas. Ni la victoria del Real Madrid en la Champions, ni las elecciones al Parlamento Europeo, ni el concierto que esta noche dará mi admirado Bruce Springsteen en el estadio Civitas Metropolitano han robado mi atención como lo hubieran hecho en otras circunstancias. Eso significa que en nuestra vida hay una secreta jerarquía de verdades y de afectos que coloca cada cosa en su puesto. 

No puedo poner al mismo nivel la muerte de mi madre, un partido de fútbol o un concierto. Cada cosa tiene su significado, pero hay algunas que descienden automáticamente en la escala de preocupaciones cuando las más importantes polarizan nuestra atención. Es bueno que sea así. Vivir de acuerdo a una escala de valores es lo que nos permite liberarnos de lo más urgente y efímero para concentrarnos en lo importante y duradero. 


Hoy, a las 8 de la tarde, celebraré la Eucaristía por el eterno descanso de mi madre en la cripta del santuario del Inmaculado Corazón de María de Madrid en compañía de algunos claretianos, familiares y amigos que no pudieron participar en su funeral el pasado 2 de junio. A la hora de elegir las lecturas, me he dejado llevar por el corazón, no por la cabeza. Sin ninguna violencia, ha habido tres que se han impuesto: un fragmento del capítulo 8 de la carta de san Pablo a los romanos, el salmo 26 y el discurso de las bienaventuranzas en la versión de Mateo. 

Para iluminar la realidad del tránsito de esta vida terrenal a la vida definitiva no es necesario acudir solo a los textos que hablan explícitamente de la muerte y la resurrección. La Palabra de Dios afronta estas realidades desde muchos ángulos y con una gran riqueza de perspectivas y matices. El denominador común es que el Dios de la vida no se deja superar por la realidad de la muerte. El amor es la realidad que da sentido a la historia personal, social y cósmica. Nada ni nadie podrá separarnos de este amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, ni siquiera la muerte.


Cada día mueren en el mundo alrededor de 150.000 personas, una población semejante a la de pequeñas ciudades como Badajoz o Logroño. Detrás de cada una de ellas hay una historia única. Los muertos no se pueden sumar como si fueran números de una serie. Mientras los seres humanos conservemos el respeto a la singularidad y sacralidad de cada persona seguiremos teniendo futuro. Si algún día nos empeñáramos en cosificarnos para que los poderosos manipulen a los débiles, ese día sería el fin de la humanidad. Pensamientos de este tipo acuden a mi mente cuando evoco lo vivido en las dos últimas semanas. 

Hablando con diversos amigos y conocidos, caigo en la cuenta de que cada uno reaccionamos de manera diferente ante los mismos acontecimientos. Es bueno que sea así y que respetemos los matices y los tiempos de cada experiencia personal. Lo importante es sentir que, aunque nadie puede sustituirnos, podemos recorrer este camino acompañados. A menudo, la presencia discreta y el silencio respetuoso son las mejores ayudas en momentos en los que nos vemos confrontados con las grandes cuestiones de la existencia: la enfermedad, el dolor y la muerte. Muchas gracias.


domingo, 9 de junio de 2024

Estos son mi madre y mis hermanos


Han pasado diez días desde la última entrada. Desde entonces han sucedido muchas cosas en mi vida. La más determinante es, sin duda, la muerte de mi anciana madre el pasado 1 de junio. Hasta ahora no he tenido ni tiempo ni ganas para compartir con los amigos del Rincón esta experiencia única, hermosa y creyente. Lo hago hoy, X Domingo del Tiempo Ordinario. En el Evangelio, Jesús aborda con unas palabras desconcertantes la novedad de las relaciones que él establece: “Estos son mi madre y mis hermanos. El que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre”. 

Una vez más, Jesús resulta demasiado “nuevo” para quienes todavía vivimos con viejos esquemas mentales y con afectos poco evangelizados. Tanto su madre como sus parientes y discípulos tuvieron que hacer una peregrinación de fe para la que no estaban preparados.


También yo he vivido en la última semana una hermosa peregrinación de fe. Mi madre, que dentro de tres meses hubiera cumplido 92 años, murió en la madrugada del primer día de junio, a caballo entre la fiesta de la Visitación de la Virgen María (31 de mayo) y la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo (2 de junio). La Eucaristía (comunidad, palabra y cuerpo) y María fueron siempre las dos fuentes principales de su espiritualidad. Junto a su cama estábamos sus cuatro hijos. Cuando ella dejó suavemente este mundo a la 1,35, en el corazón de la noche, lloramos, nos abrazamos y rezamos unidos. 

Pronto las lágrimas de la noche fueron sustituidas por la esperanza del alba. Fue hermoso velar su cuerpo en su propia casa y, desde allí, trasladarlo a la iglesia de Nuestra Señora del Pino, advocación que mi madre llevaba en su nombre de bautismo. Muchas personas amigas se hicieron presentes en su funeral. Otras muchas nos expresaron sus condolencias a través de las redes y por otros medios. Se creó una maravillosa comunidad de orantes por su eterno descanso. Desde aquí quiero agradecer de corazón todas las muestras de afecto recibidas.


De entre las muchas lecciones que he aprendido durante estos días hay algunas que me han sorprendido. Muchas de las personas que me daban el pésame con palabras más o menos convencionales, enseguida saltaban de la persona de mi madre a las personas de su familia fallecidas recientemente, como si toda muerte evocara siempre “nuestras” muertes. Algunos no lloraban tanto por mi madre (a la que apenas conocían), sino por sus propias madres, como si se hubiera abierto una puerta no cerrada del todo. 

Me sorprendieron algunos de mis mejores amigos con expresiones que se salían de lo común y que me llegaron al alma. Las transcribo tal cual: “Si necesitas cualquier cosa, me dices”; “Si en algo te puedo ayudar, cuenta conmigo”. No naufragaban en consideraciones piadosas o en consejos de autoayuda. Expresaban cercanía y deseos sinceros de echar una mano. 

Por último, experimenté (junto con el resto de mui familia) la fuerza curativa y reconfortante de la liturgia. No hay nada que llegue más adentro que la esperanza que mana de la Palabra de Dios y el ánimo que nos brinda la Eucaristía. Es la pura realidad. De hecho, después de la celebración, en el camino de la iglesia al cementerio, experimenté una serena alegría que manifiesta el sentido de la Pascua, actualizada en la Eucaristía. 


Mi madre María del Pino era mi madre por pura biología. En su seno se produjo un intercambio celular que explica, siquiera en parte, nuestra profunda vinculación. Pero mi madre fue, sobre todo, mi maestra en la fe, la primera que me enseñó a conocer y a amar a Dios, la que siempre respetó y apoyó mi vocación religiosa y sacerdotal. En ese sentido, ejerció la maternidad de quienes, más allá de la biología, se esfuerzan por discernir y cumplir la voluntad de Dios. Estoy seguro de que Jesús la ha incluido en el grupo de los suyos.

Podría escribir más cosas sobre ella, pero creo que en estos momentos se requiere un poco de contención para que las muchas palabras no desvirtúen la profundidad y belleza de la experiencia. ¿Se puede vivir la muerte como una gracia? ¡Sí, se puede! ¡Gracias, Señor, Padre de la vida!