Hay algunas instituciones que para referirse a sus miembros hablan siempre de “los nuestros”. De esta manera, trazan una clara línea divisoria con “los otros”. Los “nuestros” son objeto de admiración y cuidado; los “otros” son mirados con sospecha o altanería. Algo de esto debió de vivir la iglesia primitiva. Pululaban los predicadores del Evangelio. No todos pertenecían al grupo de “los nuestros”. Había algunos que formaban parte de comunidades marginales o eran una especie de predicadores por libre. Se explica el recelo que podría existir entre todos.
En ese contexto, se entienden bien las palabras que Jesús dirige a sus discípulos, tal como las reporta el evangelio de Marcos que leemos en este XXVI Domingo del Tiempo Ordinario: “No se lo prohibáis, porque nadie que haga un milagro en mi nombre puede luego hablar mal de mí. Pues el que no está contra nosotros está a favor nuestro”. Se ve que los discípulos estaban molestos porque algunos que no pertenecían s su grupo habían realizado milagros cuando ellos no habían sido capaces de curar a un mudo (cf. Mc 9,28-29). Para Jesús lo importante es que el Evangelio se anuncie y se traduzca en gestos de misericordia. No importa tanto el origen cuanto el fin.
Siguiendo esta lógica, Marcos encadena algunos pequeños gestos a través de los cuales se hace visible el Evangelio, aunque provengan de personas que no pertenecen a “los nuestros”: dar un vaso de agua, no escandalizar a los pequeños y evitar las ocasiones que nos empujan a pecar. Podríamos decir que Jesús habla de adorar a un Dios grande con gestos pequeños. Sigue la misma senda de Moisés, como leemos en la primera lectura de hoy: “¡Ojalá que todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en todos su espíritu!”. La geografía de los gestos de amor desborda con mucho el perímetro de la confesión de fe. Ni están todos los que son, ni son todos los que están.
Esta mirada amplia, generosa, es un reconocimiento de la acción del Espíritu Santo en todos los seres humanos. El amor no es un don exclusivo de quienes pertenecen al grupo de Jesús, sino también de todos aquellos que se dejan guiar por el Espíritu, aunque no pertenezcan a la comunidad de los seguidores del Maestro.
Los problemas de la iglesia primitiva se reproducen hoy. Son frecuentes las suspicacias y rencillas entre parroquias, congregaciones religiosas, movimientos, grupos de distinto signo… Aunque se ha avanzado mucho en un sentido amplio de eclesialidad, persisten actitudes y conductas que denotan las dificultades que tenemos para salir del recinto de “los nuestros” y abrirnos sin reparo a “los otros”.
El ambiente social de polarización no ayuda mucho a apreciar al diferente, a fijarse en lo bueno de los demás. Vivimos tiempos de fanatismo en los que vemos la mota en el ojo ajeno y no percibimos la viga que obnubila el nuestro. Esto hace muy difícil una sana convivencia en las sociedades pluralistas y pone palos en la rueda de la comunión eclesial. Nos haría bien a todos aplicarnos las palabras de Jesús y esforzarnos por practicar esos “pequeños gestos” que expresan la grandeza de nuestra fe. De esta manera, no estaríamos tan preocupados por lo que hacen o dejan de hacer los demás.