domingo, 29 de septiembre de 2024

Los otros son los nuestros


Hay algunas instituciones que para referirse a sus miembros hablan siempre de “los nuestros”. De esta manera, trazan una clara línea divisoria con “los otros”. Los “nuestros” son objeto de admiración y cuidado; los “otros” son mirados con sospecha o altanería. Algo de esto debió de vivir la iglesia primitiva. Pululaban los predicadores del Evangelio. No todos pertenecían al grupo de “los nuestros”. Había algunos que formaban parte de comunidades marginales o eran una especie de predicadores por libre. Se explica el recelo que podría existir entre todos. 

En ese contexto, se entienden bien las palabras que Jesús dirige a sus discípulos, tal como las reporta el evangelio de Marcos que leemos en este XXVI Domingo del Tiempo Ordinario: “No se lo prohibáis, porque nadie que haga un milagro en mi nombre puede luego hablar mal de mí. Pues el que no está contra nosotros está a favor nuestro”. Se ve que los discípulos estaban molestos porque algunos que no pertenecían s su grupo habían realizado milagros cuando ellos no habían sido capaces de curar a un mudo (cf. Mc 9,28-29). Para Jesús lo importante es que el Evangelio se anuncie y se traduzca en gestos de misericordia. No importa tanto el origen cuanto el fin.


Siguiendo esta lógica, Marcos encadena algunos pequeños gestos a través de los cuales se hace visible el Evangelio, aunque provengan de personas que no pertenecen a “los nuestros”: dar un vaso de agua, no escandalizar a los pequeños y evitar las ocasiones que nos empujan a pecar. Podríamos decir que Jesús habla de adorar a un Dios grande con gestos pequeños. Sigue la misma senda de Moisés, como leemos en la primera lectura de hoy: “¡Ojalá que todo el pueblo profetizara y el Señor infundiera en todos su espíritu!”. La geografía de los gestos de amor desborda con mucho el perímetro de la confesión de fe. Ni están todos los que son, ni son todos los que están.

Esta mirada amplia, generosa, es un reconocimiento de la acción del Espíritu Santo en todos los seres humanos. El amor no es un don exclusivo de quienes pertenecen al grupo de Jesús, sino también de todos aquellos que se dejan guiar por el Espíritu, aunque no pertenezcan a la comunidad de los seguidores del Maestro.


Los problemas de la iglesia primitiva se reproducen hoy.
Son frecuentes las suspicacias y rencillas entre parroquias, congregaciones religiosas, movimientos, grupos de distinto signo… Aunque se ha avanzado mucho en un sentido amplio de eclesialidad, persisten actitudes y conductas que denotan las dificultades que tenemos para salir del recinto de “los nuestros” y abrirnos sin reparo a “los otros”. 

El ambiente social de polarización no ayuda mucho a apreciar al diferente, a fijarse en lo bueno de los demás. Vivimos tiempos de fanatismo en los que vemos la mota en el ojo ajeno y no percibimos la viga que obnubila el nuestro. Esto hace muy difícil una sana convivencia en las sociedades pluralistas y pone palos en la rueda de la comunión eclesial. Nos haría bien a todos aplicarnos las palabras de Jesús y esforzarnos por practicar esos “pequeños gestos” que expresan la grandeza de nuestra fe. De esta manera, no estaríamos tan preocupados por lo que hacen o dejan de hacer los demás.

domingo, 22 de septiembre de 2024

Un camino, dos viajes


El evangelio de este XXV Domingo del Tiempo Ordinario vuelve a presentar a Jesús y sus discípulos en camino. Bajan de la montaña, atraviesan Galilea y llegan hasta Cafarnaúm, junto al lago, donde tienen su “casa”. Aunque todos caminan juntos y recorren el mismo itinerario físico, en realidad viven dos viajes espirituales diferentes: mientras Jesús piensa en su final “a mano de los hombres”, los discípulos discuten acerca de “quién es el más importante” entre ellos. El contraste es evidente. Cada uno de estos viajes espirituales responde a una lógica particular. 

Cuando Jesús les dice que “el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y, después de muerto, a los tres días resucitará”, los discípulos no entienden nada. Y ni siquiera se atreven a preguntar. Es como si Jesús estuviera en otro mundo y hablara un lenguaje incomprensible. No dice que va a ser entregado en manos de los judíos o los romanos (como sería previsible), sino “en manos de los hombres”. Cuando se escribe el evangelio de Marcos, se conoce muy bien cómo ha terminado la vida de Jesús. No hay demasiado interés en contar los detalles históricos, sino en provocar la responsabilidad del lector. En realidad, todos los seres humanos (“los hombres”) hemos entregado y seguimos entregando a Jesús. No podemos descargar nuestra responsabilidad en un grupo de personajes históricos más o menos siniestros o inconscientes.


El Cristo “entregado en manos de los hombres” es el Cristo ridiculizado por nuestra sociedad autosuficiente, el Cristo traicionado por quienes tendríamos que ser testigos suyos, el Cristo ignorado por quienes no reconocen su rostro en los marginados de este mundo. 

Mientras Jesús camina, vive este viaje espiritual y lo comparte con los suyos, pero ellos están en otra página, tienen sus propios miedos, ambiciones e intereses. Su viaje es el de quien espera sacar tajada del mesianismo de Jesús. Se parece mucho a nuestros viajes personales. ¿De qué nos sirve la religión? ¿Cómo podemos “usarla” para acallar la conciencia o, por lo menos, para serenaros un poco en medio de tantos ruidos actuales?


Los dos viajes convergen cuando aceptamos hacernos como niños: “Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Jesús ha aceptado colocarse el último de la fila, ceñirse la toalla y lavar los pies de todos los seres humanos. Los discípulos son invitados a hacer lo mismo. En el camino de la entrega y del servicio acabamos encontrándonos todos. Cuando pretendemos sobresalir, ser los primeros, obtener privilegios, acabamos “matando” a alguien, pisando a quien nos estorba, abriéndonos camino a codazos. Cuando nos ceñimos el delantal de servidores, cuando nos ponemos en el nivel más bajo, todos los seres humanos se convierten en hermanos. 

Solo “desde abajo”, desde la humildad y el servicio, podemos afrontar los muchos problemas que hoy tiene la humanidad y de los que las tensiones de las últimas semanas en Oriente medio son un símbolo sangriento. El abrazo de Jesús a un niño es el abrazo que él sigue dando a través de nosotros a todos los que no cuentan. Cuando nosotros lo hacemos estamos abrazándolo a él y, en él, a Dios mismo. Este es el “viaje” que Jesús nos propone para que el suyo y el nuestro converjan en el mismo camino.



sábado, 21 de septiembre de 2024

Patrono de una nueva vida


La fiesta de san Mateo es la fiesta de todos los que estrenan una vida nueva. Su encuentro con Jesús supuso un cambio radical de rumbo. De cobrador de impuestos al servicio de Roma pasó a ser discípulo del Maestro de Nazaret al servicio del Reino. El cambio no fue consecuencia de una decisión personal, sino de una llamada. 

El fragmento del evangelio de Mateo que leemos hoy en la liturgia dice que “vio Jesús al pasar a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: Sígueme”. Este hombre podría haber rechazado la invitación o simplemente haber expresado sus dudas y dificultades, pero “se levantó y lo siguió”. Los verbos que conjuga Jesús son ver y llamar; los de Mateo son levantarse y seguir. 


Merece la pena detenerse en los cuatro porque nos ayudan a entender mejor lo que a veces sucede en nuestro itinerario de fe. En esta historia quien toma la iniciativa no es Mateo. El evangelio no da pie a pensar que estuviera buscando un camino en la vida. Fue Jesús quien lo vio y lo llamó. Las miradas de Jesús tienen una fuerza irresistible. He oído el testimonio de algunos jóvenes que confiesan sentirse seducidos por ella cuando participan, por ejemplo, en la adoración del Santísimo. Es como si de la hostia expuesta emanara una onda de amor que los dejara fascinados.

Esta es la primera sorpresa. Nosotros, que hemos puesto tanto el acento en las catequesis y en los itinerarios formativos, descubrimos que a menudo Jesús se salta todas esas mediaciones y llega al corazón de las personas por la vía expedita del amor. Su mirada traspasa la corteza de nuestra indiferencia o escepticismo y penetra en el hondón del alma. Es difícil resistirse. A la mirada sigue la invitación. Cuando uno se siente seducido por Jesús casi no tiene más remedio que seguirlo y ponerse a su disposición. La verdadera pregunta “vocacional” en la vida no es tanto cómo voy a ser feliz, sino, más bien: ¿qué quieres de mí, Señor? En todo caso, la felicidad será el fruto que acompaña a aquellos que hacen la voluntad de Dios.


Los verbos que conjuga Mateo son también elocuentes: se levanta y sigue a Jesús. Levantarse de la mesa de los impuestos es mucho más que dejar un espacio físico. Implica romper con un estilo de vida y ponerse en camino para empezar otro. Levantarse es un verbo de decisión. Mateo podía haberse quedado sentado. Como experto en asuntos económicos, podía haber hecho un cálculo rápido de posibles pérdidas y ganancias, pero no se lo pensó dos veces. Deja su oficio y sigue a Jesús. 

Es probable que haya personas que cuando se sienten miradas por Jesús no reaccionen con la prontitud de Mateo, sino que se parezcan más a aquel joven rico que no quiso renunciar a sus posesiones y desoyó la invitación de Jesús. Es frecuente entre los jóvenes de un cierto nivel social. Les gusta considerarse religiosos y cumplidores, pero cuando intuyen que Jesús los llama a ir más lejos, a romper con su estilo confortable de vida y con sus proyectos de futuro (carrera, dinero, relaciones, etc.), dan media vuelta y dicen algo parecido a lo que los atenienses le dijeron a Pablo cuando les hablaba de la resurrección: “De eso te oiremos hablar mañana”.


Lo que sucede durante la comida en casa de Mateo con gente de su gremio permite entender la verdadera motivación de Jesús cuando lo llamó. En el fondo, esa comida es una clase de teología. Jesús quiere mostrar una nueva imagen de Dios que se parece poco a la que tienen los fariseos cumplidores. Es un Dios que busca siempre a sus hijos que están en los márgenes. La frase esculpida por el evangelista se ha convertido en un axioma popular: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos”. 

Por si no fuera suficientemente clara, Jesús añade una explicación: “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”. Mateo es uno de esos enfermos/pecadores que no quedan excluidos del amor del Padre. Si es verdad que todo santo tiene un pasado, quizás es más verdad que “todo pecador tiene un futuro”. Por eso, Mateo es el patrono de quienes, más allá de lo que hayan vivido, son/somos llamados a empezar una nueva vida.

viernes, 20 de septiembre de 2024

Reza por mí


Un amigo me manda el enlace al último vídeo de Siloé (ver al final) con este comentario: “Lo han vuelto a hacer”. También yo lo creo. No estoy seguro de que a todos los amigos del Rincón les guste el estilo de música de Siloé, pero a mí me parece una propuesta atrevida y “potente”, como se dice ahora con un término que se ha puesto de moda. El título de este nuevo tema es el que he colocado en la cabecera de la entrada de hoy: “Reza por mí”.

Son muchas las personas que me suelen pedir que rece por ellas. Y yo mismo acabo de pedirle a Carlos, un amigo mío que hoy ha llegado a Santiago de Compostela como peregrino, que rece por mí ante la tumba del apóstol Santiago. La oración de intercesión es esencial en nuestra vida. Parafraseo lo que a este respecto dice el Catecismo de la Iglesia Católica. Interceder, pedir en favor de otra persona, es lo propio de un corazón que se abre a la misericordia de Dios. En la intercesión, el que ora busca “no su propio interés sino... el de los demás” (Flp 2, 4), hasta el punto de que podemos interceder incluso por los que nos hacen mal o nos odian, como hicieron Jesús (Lc 23, 28.34) o Esteban, el primer mártir cristiano (Hch 7, 60).


En mi oración matutina, todos los días rezo por muchas personas que llevo en el corazón. También por las que me han pedido que ore por ellas o por las que están viviendo situaciones difíciles que a veces descubro por casualidad. Rezar por alguien significa colocar su nombre en el corazón de Dios para que se cumpla siempre su voluntad. Toda verdadera oración debe ajustarse a lo que Jesús nos enseñó en el Padrenuestro. No pedimos que Dios satisfaga nuestros caprichos o resuelva todos nuestros problemas con una varita mágica como si fuera un mago de ocasión. 

Le pedimos siete cosas esenciales: a) que su nombre sea santificado; b) que su reino venga; c) que se haga su voluntad; d) que nos conceda el pan cotidiano; e) que perdone nuestras ofensas; f) que no nos deje sucumbir en la tentación; g) y que nos libre del mal. Sería bueno que cuando recemos por alguien nos preguntemos si nuestra petición encaja en alguna de estas siete porque -como dice Pablo en la carta a los romanos- “el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm 8,26). Siempre me han impresionado las últimas palabras de Pablo. ¿Por qué no sabemos pedir? ¿Cómo podemos aprender? Jesús nos ha dejado al Espíritu Santo como pedagogo interior. Tenemos que dejarnos guiar por él, escuchar sus gemidos. 


Hoy mi mente vuela a Santiago de Compostela donde un grupo de seis peregrinos vinculados a la parroquia de Vinuesa han completado su pequeño “camino de Santiago”. Intento meterme en su piel, comprender lo que han experimentado a lo largo del camino y lo que sienten al llegar a la meta. Carlos me confiesa en un WhatsApp apresurado que “hoy está siendo muy emotivo, más de lo que pensaba”. Dios tiene sus métodos para llegar a nuestro corazón. 

Yo, que he recorrido medio mundo como misionero y que he visitado la catedral de Santiago de Compostela en varias ocasiones, nunca he tenido la oportunidad de “hacer el camino”. Quise hacer el “camino francés” cuando terminé mi misión en Roma y vine a Madrid, pero enseguida me llovieron los compromisos. No sé lo que significa un tiempo sabático. Por el momento, me resulta inimaginable disponer de un mes entero para hacer una experiencia como esa. Espero que algún día, antes de que el cuerpo no dé más de sí, sea posible. Mientras tanto, rezo por quienes han llegado hoy a la meta, al mismo tiempo que espero que ellos recen por mí ante la tumba del apóstol. 

Os dejo con el tema de Siloé. Creo que merece la pena.



lunes, 16 de septiembre de 2024

Tengo una reunión


Enfilamos la última semana del verano. El curso escolar -y en muchos casos el pastoral- ya está en marcha. Es la hora de las reuniones. A algunas se les podrían aplicar las palabras que Pablo escribe a la comunidad de Corinto y que leemos en la primera lectura de hoy: “No puedo aprobar que vuestras reuniones causen más daño que provecho. En primer lugar, he oído que cuando se reúne vuestra iglesia os dividís en bandos; y en parte lo creo, porque hasta partidos tiene que haber entre vosotros, para que se vea quiénes resisten a la prueba” (1 Cor 11,17-18). 

Pablo se refiere a las reuniones en las que la comunidad come la cena del Señor, pero su advertencia es aplicable a nuestras múltiples reuniones. ¿Puede haber reuniones que causen más daño que provecho? Sí. Y no solo porque nos dividamos en bandos y tensemos la cuerda de las opiniones, sino porque a menudo se trata de reuniones no preparadas, burocráticas y en muchos casos perfectamente prescindibles. En mi libro A tiempo y a destiempo dediqué unas páginas a la reunión como herramienta útil en la evangelización. Extraigo algunas ideas.


¿Por qué en la tarea pastoral multiplicamos tanto las reuniones al mismo tiempo que las odiamos secretamente? ¿Qué suerte de masoquismo nos impele a realizar algo que, en su práctica actual, consideramos a menudo infructuoso? ¿Cuántas reuniones puede aguantar un tipo medio a lo largo de un mes? ¿Cuántas puede vivir? ¿En cuántas debe participar? Merece la pena detenerse un momento para examinar esta denostada y, sin embargo, imprescindible herramienta. Siempre estamos a tiempo de mejorar su conocimiento y su uso.

Los seres humanos somos seres de encuentro. Cuanto más nos encontramos más nos hacemos. Esto no tiene vuelta de hoja. El egocéntrico tarda en descubrirlo, pero eso no modifica la realidad: la hace incluso más patente. Ahora bien, todo verdadero encuentro implica la creación de un vínculo enriquecedor. Encontrarse no equivale, sin más, a chocarse, a estar juntos o a realizar una tarea en común. Por desgracia, cuando voy apretujado en el metro no me encuentro con la gente, aunque establezca con ella una comunidad de piel y de microbios. Encontrarse implica siempre, en mayor o menor grado, un reconocimiento del otro como un tú personal y una entrega recíproca de interioridad. Ésta solo puede ofrecerse cuando ha madurado en la bodega de la soledad fecunda. No hay, pues, maduración sin encuentro y no hay encuentro sin soledad.


Hasta aquí lo que dice cualquier libro sobre relaciones interpersonales o sobre dinámica de grupos. Coincide también con lo que percibimos en nuestra experiencia. No es preciso ir más lejos. Sabemos lo suficiente para comprender por qué la reunión puede ser una enriquecedora herramienta en la tarea evangelizadora (y muchas veces lo es) o su tumba. Siete afirmaciones pueden ayudarnos a caer en la cuenta de las condiciones necesarias para que sea una cosa u otra.
  • Para que la reunión sea una verdadera herramienta que ayude a vivir el evangelio debe ser un encuentro (léase varias líneas más arriba lo dicho sobre esta realidad). No basta, pues, estar juntos, cumplir un mandato o seguir mecánicamente un guion.
  • Para que uno pueda encontrarse con otros necesita experiencias de soledad fecunda en las que se encuentre consigo mismo. Sin capacidad de soledad no hay, pues, capacidad de encuentro.
  • Si lo anterior es cierto, no se pueden multiplicar las reuniones como hongos. La excesiva frecuencia impediría la normal realización de las condiciones segunda y primera.
  • Si no se va a compartir la propia interioridad, en mayor o menor grado, no merece la pena malgastar un don precioso.
  • Compartir exige generosidad (cuando me reúno no busco mi propio bienestar sino el del otro), apertura (cuando me reúno no espero que me inviten a pasar, abro yo la puerta), autenticidad (cuando me reúno no juego ningún papel, soy yo mismo), respeto (cuando me reúno no avasallo al otro, lo reconozco como tal), perseverancia (cuando me reúno sé que entro en un ámbito creador que se va gestando poco a poco, no tiro la toalla ni siembro por doquier el desánimo).
  • Una herramienta (tanto si funciona bien como si funciona mal) no debe nunca convertirse en protagonista. Si esto sucede, más vale señalar un tiempo muerto.

domingo, 15 de septiembre de 2024

Tres preguntas para el camino


Caminado por la calle Princesa después de celebrar la Eucaristía dominical con la comunidad concepcionista, veo miles de corredores ascendiendo fatigosamente la cuesta que conduce al cruce con Marqués de Urquijo y Alberto Aguilera. Faltan pocos metros para la meta en el Paseo de Camoens. Los hay de todas las edades. Dominan los varones, pero se ven también mujeres jóvenes. No creo que se hayan lanzado a esta carrera sin haberse entrenado antes. Se los ve sudorosos, pero satisfechos. Cada uno, a su manera, ha tomado su “cruz” para completar los 10 kilómetros de la prueba. 

Viendo esta exhibición de fuerza y resistencia, me resulta inevitable no recordar el evangelio de este XXIV Domingo del Tiempo Ordinario. Todo él se produce también mientras Jesús y sus discípulos van caminando (no corriendo) hacia Cesarea de Filipos. El fragmento que leemos está articulado en torno a tres preguntas de Jesús: “¿Quién dice la gente que soy yo?” (primera), “Y vosotros, ¿quién decís que soy?” (segunda), “¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma?” (tercera). 

La primera pregunta (“¿Quién dice la gente que soy yo?”) es una especie de encuesta a pie de calle. Los discípulos se hacen eco de lo que han oído a la gente. A Jesús se lo compara con un personaje contemporáneo (Juan el Bautista), con otro antiguo, pero muy admirado (Elías) y con algún profeta innominado (nunca con un rey). Todos tienen en común la lucha contra la idolatría y los poderes opresores. En el contexto de Jesús, los romanos tienen muchos puntos para hacerse acreedores del odio de los judíos.


La segunda pregunta (
“Y vosotros, ¿quién decís que soy?”) es mucho más comprometida. Marcos pone en labios de Pedro una respuesta confesante que expresa la fe de la iglesia primitiva: “Tú eres el Mesías”. Está colocada estratégicamente en el centro de un Evangelio que comienza con una afirmación semejante: “Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios” (Mc 1,1). Son los paganos quienes hacen idéntica confesión al final del Evangelio por boca del centurión romano que asiste a la crucifixión de Jesús: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,39). De esta manera queda claramente confesada la divinidad de Jesús por parte de los judíos (Pedro) y de los paganos (el centurión romano).

En el caso de Pedro y de los apóstoles, la confesión de los labios no coincide con su manera de entender la identidad y misión de Jesús. Su mesianismo no es de corte político, como ellos imaginan y desean. Él no ha venido para capitanear una revuelta contra los romanos, sino para “padecer mucho, ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días”. ¿Qué mente humana puede comprender esto? Pedro y los demás se escandalizan. Necesitan cambiar su mentalidad de principio a fin porque “piensan como los hombres, no como Dios”. Su lógica es satánica, no divina. 


La tercera pregunta (suprimida en algunos leccionarios) (
¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma?”) juega con el binomio “ganar-perder”. Es una pregunta contemporánea. Todos aspiramos de mil maneras a “ganar el mundo”, a hacernos un hueco en este inmenso escenario. Si el hueco puede ser confortable, mucho mejor. Eso significa disponer de salud, dinero, contactos y una cuota razonable de poder. No hemos sido educados para “perder la vida”. Vivir nos parece el valor supremo. Hacemos cualquier cosa para conservar la vida. 

Y, sin embargo, la misión de Jesús, su verdadero mesianismo, consiste en “perderla” por amor. Hay un verbo en castellano -inexistente en otras lenguas- que resulta muy revelador: “desvivirse”. Según el diccionario de la RAE, significa: “mostrar incesante y vivo interés, solicitud o amor por alguien o algo”. Cuando le pido al traductor automático DeepL que me traduzca al inglés la frase “Tenemos que desvivirnos por amor” me ofrece este circunloquio: “We have to go out of our way for love”. Desvivirse es “salir de nosotros mismos por amor”; o sea, dar la vida. 

La carta de Santiago (segunda lectura) dice lo mismo con una cuarta pregunta que se añade a las tres anteriores: “¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras?”. La conclusión es clara: para un cristiano que quiera confesar a Jesús a cabalidad y seguirlo de cerca, “vivir es desvivirse”. Quizás lo entendemos con la cabeza, pero se nos hace muy cuesta arriba vivirlo con el corazón. Feliz domingo. 



sábado, 14 de septiembre de 2024

Un solo cuerpo mediante la Cruz


Esta semana los periódicos españoles han dedicado mucho espacio a comentar la pugna televisiva entre dos programas de televisión que capitanean la franja horaria nocturna: El Hormiguero (Antena 3) y La Revuelta (RTVE). Cada día se publicaban las mediciones de audiencia como si se tratara de un torneo medieval o de una competición moderna. Es obvio que esta pugna va más allá de la rivalidad mediática. Es una forma de echar más leña al fuego de la confrontación social y la polarización ideológica. El programa La Revuelta se presenta como la apuesta televisiva del gobierno socialista para contrarrestar los ataques de El Hormiguero, más vinculado a la oposición popular. La guerra está servida

El virus de la marxista “lucha de clases” va corroyendo los espacios de encuentro. Pareciera que es imposible vivir juntos sin estar siempre peleando. Cuando pasa a un segundo plano el enfrentamiento entre clases sociales, se abren camino otras batallas: hombre-mujer, heterosexual-homosexual, blanco-negro, centralista-periférico… Lo que importa es mantener siempre una dinámica de enfrentamiento porque eso -así lo aseguran los defensores de la “lucha de clases”- es lo que nos permite desenmascarar las ideologías reaccionarias, liberarnos de sus coyundas y progresar hacia la sociedad perfecta, en la que ya no habrá clases, la patria de la identidad y la igualdad. 


En este contexto tan cainita celebramos hoy la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. ¡Solo a los cristianos se nos ocurre tamaño despropósito! ¿Qué sentido tiene fijarse en un instrumento de tortura que acabó con la vida de muchos seres humanos, incluyendo Jesús de Nazaret? Me gusta mucho la respuesta que da la carta a los Efesios: “Ahora, gracias a Cristo Jesús, los que un tiempo estabais lejos estáis cerca por la sangre de Cristo. Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad. Él ha abolido la ley con sus mandamientos y decretos, para crear, de los dos, en sí mismo, un único hombre nuevo, haciendo las paces. Reconcilió con Dios a los dos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte, en él, a la hostilidad” (Ef 2,13-16). 

Mediante la cruz, símbolo de amor, Dios reconcilió en un solo cuerpo a los que estábamos separados. Con su sacrificio, Cristo ha hecho de los pueblos uno solo. Frente a las interminables variaciones históricas de la “lucha de clases”, la cruz de Jesús significa una dinámica de reconciliación y encuentro. Si somos consecuentes, los cristianos deberíamos ser siempre hombres y mujeres de encuentro, no de polarización; personas que ven en cada ser humano a un hijo o hija de Dios, no tanto a un miembro de un partido político, a un representante de una minoría étnica, sexual o religiosa o de una élite económica o mediática.


Cuando comprendemos el significado redentor e inclusivo de la cruz entendemos muy bien por qué la Iglesia incluye esta fiesta en el calendario litúrgico. Comprendemos los dos pares de verbos que nos ofrece el evangelio de hoy: bajar-subir y juzgar-salvar. El Hijo de Dios “baja” hasta la sima de todos los sufrimientos humanos para “subirnos” con él hacia Dios. No hay experiencia de dolor, fracaso, humillación o condena que no haya sido asumida por Jesús en la cruz. De esta manera, él nos manifiesta el rostro de un Dios que no nos “juzga”, que no carga sobre nosotros más cruces de las que la existencia humana pone sobre nuestros frágiles hombros, sino que nos “salva”, nos eleva hacia el centro de su amor. 

Cuesta imaginar que las cosas sean así cuando a nuestro lado comprobamos que hay muchas personas casi hundidas bajo el peso de cruces insoportables: cánceres agresivos, rupturas familiares, conflictos bélicos, pérdida de trabajo, etc. Cada vez que estas situaciones nos tocan de cerca solo podemos hacer lo que hizo Jesús: “bajar” al nivel de quien sufre, empatizar con su dolor, y “salvar” con un amor redentor, evitando todo juicio condenatorio y toda receta mágica que solo sirve para reforzar el sufrimiento. Como María, ante la cruz tenemos que “estar”, a menudo sin decir una sola palabra: “stabat mater iuxta crucem”. Con ese “estar” silencioso y empático transmitimos todo el amor que las personas necesitan para llevar sus cruces unidas a la cruz de Jesús.



viernes, 13 de septiembre de 2024

La mota y la viga


Es muy difícil que alguien no entienda las parábolas que cuenta Jesús. La que presenta el evangelio de hoy no necesita muchas explicaciones. ¡Hasta un niño puede captarla a la primera! Me limito a transcribir la pregunta que la resume: “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?”. Es imposible no sentirse interpelado. Todos, de una manera u otra, nos fijamos en los defectos de los demás. Nos cuesta un poco hablar de las “motas” que vemos en las personas más cercanas, pero nos despachamos a gusto con los que tenemos lejos. 

¿Quién no ha despotricado contra algunos políticos, empresarios o curas? Nos parece que esos exabruptos no entran en la categoría de insultos, sino que se quedan en simples comentarios sin mayores consecuencias. La osadía con la que denunciamos los defectos ajenos no solemos usarla para examinar los nuestros. Nos resulta más visible la pequeña mota que observamos en los ojos de los demás que las grandes vigas que llevamos en los nuestros y que nos impide ver con claridad.


Abundan los ejemplos. Al mismo tiempo que nos escandalizamos de algunos políticos corruptos que usan su puesto para beneficiar a sus amigos o para lucrarse personalmente, no tenemos ningún empacho en hacer algo parecido en nuestro pequeño campo de acción. Cambian las proporciones (lo que no es poca cosa), pero en sustancia somos tan corruptos como las personas a las que denunciamos. 

Al mismo tiempo que criticamos a nuestro párroco porque no dinamiza la vida de la parroquia y se deja llevar por la rutina y la desidia, nosotros no estamos dispuestos a arrimar el hombro cuando se requiere nuestra colaboración. 

Nos duele que haya personas amigas que nunca nos llaman por teléfono o nos visitan, pero nosotros organizamos nuestra agenda al margen de ellas. Nos escandalizamos de lo que despilfarran los ricos, pero pasamos de largo cuando vemos a algunos necesitados pidiendo en la calle. Es muy fácil ver los defectos (incluso pequeños) de los demás, pero resulta difícil ver los nuestros y tratar de corregirlos.


Creo que la denuncia pública es conveniente y en algunos casos necesaria, pero cada vez me convenzo más de que las personas que cambian este mundo son aquellas que concentran su atención en conocerse mejor y en esforzarse por ser honradas y coherentes. Transforma más el ejemplo que la acusación, aunque a primera vista parezca lo contrario. Si dedicáramos más tiempo a quitarnos la “viga” que tenemos en nuestros ojos, no lo perderíamos en señalar la “mota” que observamos en los ojos de los demás. 

Cuando decimos que “la gente” es irresponsable, descortés, sucia, aprovechada, mentirosa o egoísta, no deberíamos olvidar que nosotros somos parte de esa “gente” anónima y que lo que decimos de los demás alguien lo dirá de nosotros. Aunque no podamos cerrar los ojos a la maldad ajena, es mejor alabar y agradecer todo lo bueno que vemos a nuestro alrededor y, antes de querer cambiar a los demás, hacer un esfuerzo sostenido por cambiarnos a nosotros mismos.

miércoles, 11 de septiembre de 2024

Algunos "ayes" para hoy


Los “ayes” en la Biblia son una forma de lamento, de angustia y a veces de protesta y maldición. El evangelio de hoy reporta los cuatro “ayes” que Jesús lanza contra los ricos, los saciados, los que ríen y los que son ensalzados: “¡Ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis. ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas”. 

En nuestra predicación actual no solemos utilizar la fuerza de los “ayes”. Tendemos a justificar casi todo. Somos hijos de una sociedad tolerante que ya no se atreve a llamar a las cosas por su nombre por temor a ofender a alguien o ser tildados de intransigentes. No era este el estilo de Jesús. Su actitud misericordiosa se compaginaba muy bien con su audacia profética. ¿No habrá llegado la hora de ser más audaces y directos? ¿No tendríamos que atrevernos a lanzar algunos “ayes” modernos que despierten nuestras conciencias y nos ayuden a vivir con mayor lucidez y coherencia? Hagamos una prueba:


¡Ay de los que explotan a los emigrantes que atraviesan el Mediterráneo o el corredor de Centroamérica y hacen fortuna con la muerte de quienes tienen que huir de sus países!

¡Ay de los meapilas que insisten en comulgar en la misma mano con la que pagan en negro a sus empleados!

¡Ay de los curas que predican con intransigencia y luego llevan una doble vida!

¡Ay de los que despilfarran su dinero en lujos superfluos cuando hay muchas personas que trabajando honradamente no llegan a fin de mes!

¡Ay de los que hacen donativos para bordar el manto de la Virgen pero no son capaces de dominar su lengua viperina!

¡Ay de los abogados y jueces que se dejan sobornar para favorecer siempre a los más poderosos!

¡Ay de las mafias que controlan el mundo de la prostitución y tratan a las personas como mercancías!

¡Ay de los periodistas que fabrican bulos o biografías rutilantes para favorecer a las grandes corporaciones que les dan de comer!

¡Ay de los obispos que no se atreven a proclamar el Evangelio en situaciones comprometidas por miedo a no seguir subiendo en el escalafón eclesiástico!

¡Ay de los nuncios que “fabrican” obispos bajo el poder de las influencias sin tener en cuenta el sentir del pueblo de Dios!

¡Ay de los religiosos que se han vuelto tan normales que son como la sal que ha perdido su sabor!

¡Ay de los funcionarios que sestean en su trabajo sabiendo que tienen el puesto asegurado y que no deben esforzarse por lograr la excelencia en el trato con la gente!

¡Ay de los blogueros, tiktokers e influencers que solo piensan en incensar su ego, contar el número de likes y hacer caja con las adicciones ajenas!


Basta por hoy. Los “ayes” son siempre el reverso de las “bienaventuranzas”. Mañana tendremos que fijarnos en los millones de personas a las que Jesús alabaría porque su corazón misericordioso refleja el de Dios.

martes, 10 de septiembre de 2024

Entre el monte y el llano


El evangelio de hoy (Lucas 6,12-19) presenta a Jesús en dos escenarios físicos y simbólicos contrastantes: el monte y el llano. En el monte, ora y elige a los doce apóstoles. Lucas comienza diciendo que “pasó la noche orando a Dios” para luego añadir que “cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, escogió a doce de ellos y los nombró apóstoles”. Tras estas dos acciones singulares (orar y elegir), Jesús desciende al llano para conjugar otros dos verbos: predicar y curar. Lucas sintetiza estas acciones diciendo que las gentes venían de muchos lugares “a oírlo y a que los curara de sus enfermedades”. 

Cuando leemos hoy los cuatro verbos seguidos (orar, elegir, predicar y curar) nos hacemos una idea precisa de lo que Jesús hacía en su vida de predicador itinerante. El efecto de estas acciones era que “la gente trataba de tocarlo, porque saltaba de él una fuerza que los curaba a todos”. Jesús debía de irradiar un atractivo casi irresistible. Por eso, la gente se abalanza sobre él para poder contagiarse de su energía sanadora. Tocar a Jesús es el deseo de todos los que nos sentimos un poco perdidos en la vida, víctimas de múltiples enfermedades y faltos de consuelo y paz.


Entre nosotros hay personas tóxicas y personas sanadoras. Las primeras contaminan los ambientes en los que viven. Su sola presencia transmite tensión, ansiedad e incluso agresividad. Las segundas, sin decir nada, crean a su alrededor un entorno de serenidad, paz y alegría. ¿Por qué sucede esto? ¿Por qué hay personas de las que todo el mundo huye en cuanto puede y personas que atraen y convocan? Más allá de las cualidades o defectos físicos, la verdadera razón reside en su “energía” personal. 

Cuando una persona está conectada a la fuente de la vida, transmite vida. Para los creyentes esta fuente es Dios. La manera de abrevarnos en ella es la oración. Jesús, antes de elegir, enseñar y curar, “pasó la noche orando a Dios”. Las personas que viven una vida de oración auténtica, continuada, generosa, contagian el sentido de Dios y, sin pretenderlo, resultan sanadoras, descontaminan los ambientes en los que viven. Quizás aquí encontramos una primera explicación para comprender por qué a menudo no somos eficaces en nuestra vida personal y en nuestra acción evangelizadora. Sin oración, no contagiamos la energía que viene de la fuente de Dios, no atraemos, no enseñamos y no curamos.


Hemos vivido durante décadas un cristianismo muy volcado a la acción. Hemos puesto el acento en conjugar con todo nuestro entusiasmo los verbos “predicar” y “curar”. Hemos escrito libros, predicado homilías y organizado innumerables encuentros y cursos de formación. Hemos promovido también muchas obras sociales para “curar” las enfermedades actuales del hambre, la ignorancia, las enfermedades, etc. Todo eso es admirable. Expresa muy bien dos verbos conjugados por Jesús en su misión profética. 

Pero esos verbos del llano nunca serán eficaces si no van precedidos y acompañados por los dos verbos del monte: orar y sabernos elegidos. Para contagiar energía transformadora (es decir, divina) necesitamos “pasar la noche en oración”, necesitamos orar más, dejarnos caldear por el amor del Padre. Y necesitamos sentirnos llamados y elegidos por Jesús para ser sus discípulos. No hacemos las cosas como francotiradores, sino como enviados. No basta la indignación ética o la buena voluntad para curar los males del mundo. Necesitamos que Jesús nos llame y nos envíe. En definitiva, nuestra misión se mueve siempre -como la de Jesús- entre el monte que nos une con Dios y el llano que nos pone en comunión con la gente.

lunes, 9 de septiembre de 2024

Cifras para pensar


Entre hoy y mañana millones de niños y adolescentes volverán a las aulas tras las vacaciones de verano. Con este motivo, el periódico El Debate publica un artículo titulado Estas son las congregaciones religiosas con más alumnos en España. En la lista figuramos los Misioneros Claretianos en el puesto número 10, con un total aproximado de 17.500 alumnos. La cifra es alta, pero no hay que olvidar que nosotros somos, ante todo, misioneros, no educadores. 

El podio de honor lo ocupan tres congregaciones que fueron fundadas expresamente para la educación de los niños y los jóvenes: los Salesianos (81.964), los Hermanos de las Escuelas Cristianas (69.948) y los Hermanos Maristas (53.597). Les siguen la primera institución femenina (las Hijas de la Caridad) con 41.614 y la Compañía de Jesús con 34.151 alumnos respectivamente. 

Con un total de 1.192.542 alumnos y 105.434 trabajadores (de los que 85.175 son docentes), la Iglesia en España es la segunda institución, después del Estado, en número de estudiantes en sus centros educativos. La responsabilidad social es enorme. Más allá de las cifras, la pregunta es: ¿Cuál es la razón de esta masiva presencia de las instituciones católicas en el campo educativo? Esta se despliega en otras: ¿Qué buscan los padres cuando envían a sus hijos a centros de la Iglesia (antes se hablaba de “colegios de curas o de monjas”)? ¿Qué respuesta reciben a sus inquietudes? ¿Cómo es, en definitiva, la educación que se ofrece? ¿Qué la hace diferente?


Estas y parecidas preguntas están siempre en el debate público. Los contrarios a la educación católica manejan los consabidos argumentos: las escuelas católicas son solo para una élite; el Estado tiene que financiar la enseñanza pública, no la concertada; en las sociedades democráticas hay que perseguir cualquier tipo de adoctrinamiento (a menos que sea el Estado el que lo propicie, se entiende); etc. Los argumentos de peso se suelen mezclar con las meras soflamas, creando de esta forma un magma de difícil interpretación. 

A los argumentos anteriores se añaden otros dos más recientes que tienen que ver con los casos de abusos sexuales denunciados en algunos colegios católicos a lo largo de las últimas décadas (con un fortísimo impacto en la opinión pública) y el hecho paradójico de que -en opinión de algunos católicos críticos- los colegios de la Iglesia son la principal “fábrica de ateos” porque vacunan a los alumnos contra una genuina experiencia religiosa. 

Los acentos van cambiando según tiempos y lugares, pero, en líneas generales, el argumentario va en esta dirección. Lo curioso es que muchos de quienes en público comparten estas críticas siguen enviando a sus hijos a este tipo de escuelas. Algo positivo deben de ver cuando, a pesar de los argumentos esgrimidos, dan este paso. Quizás se está haciendo una labor mucho más valiosa de lo que a simple vista parece.


Yo fui alumno de dos escuelas públicas (durante la enseñanza primaria), de dos colegios religiosos (durante el bachillerato) y de un instituto público (durante el COU). Aunque la situación ha cambiado mucho con respecto a lo que sucedía en los años 60 y 70 del siglo pasado, conozco por dentro distintos ambientes educativos. No sabría decir cuál es mejor o peor. He encontrado buenos y malos profesores en ambos. Mi preocupación como misionero tiene que ver más con el sentido que hoy tiene una escuela católica en nuestras sociedades pluralistas y democráticas. ¿Estamos ofreciendo una educación de calidad basada en los valores cristianos? Tengo bastantes dudas. 

No cuestiono la buena intención de quienes trabajan en este campo y los muchos esfuerzos que la mayoría de las instituciones católicas están haciendo por subrayar la identidad cristiana de los proyectos educativos, la formación continuada de los profesores y la apuesta por la “innovación” (palabra talismán en los últimos años), pero arrastramos demasiados lastres como para hacer una propuesta clara y atractiva. Es probable que los alumnos hayan crecido “en valores” (otra expresión de moda), pero me parece que su conocimiento del hecho religioso en general y de la propuesta cristiana en particular deja mucho que desear. 

Percibo en los jóvenes que conozco -educados en colegios católicos- un gran déficit de formación religiosa, lo que los incapacita para un diálogo crítico con otras formas de entender la vida en el contexto pluralista en el que vivimos. Tampoco marcan la diferencia a la hora de insertarse en el campo laboral, político y económico con criterios de verdad, justicia y solidaridad. Muchos de los mayores arribistas y “corruptos” de nuestra sociedad se han formado en instituciones católicas. Algo no acabamos de hacer bien, aunque nos sintamos orgullosos de trabajar en un “centro educativo de la Iglesia”. Pensemos todos. 

domingo, 8 de septiembre de 2024

De sordo(mudo) a predicador


De no haber caído en domingo, hoy hubiéramos celebrado la fiesta de la Natividad de la Virgen María. Es una celebración que me gusta mucho porque la relaciono con el cumpleaños de mi madre que se festeja al día siguiente. Es hermoso tener juntas a “mis dos mamás”. Este año, sin embargo, celebramos el XXIII Domingo del Tiempo Ordinario. Tanto la primera lectura (Isaías) como el evangelio (Marcos) nos hablan de sordos y mudos. La capacidad de oír y de hablar es un signo claro de que el reino de Dios está presente en medio de nosotros. 

Cuando uno es sordo no oye nada, solo su propia voz interior. Cuando es mudo, se habla a sí mismo, pero no puede hablar a los demás. Marcos nos cuenta una historia en la que Jesús cura a un sordomudo. En ella, el gesto y la palabra se dan la mano. Reducir nuestra comprensión de la sordera y de la mudez a una condición física es limitar el potencial de la palabra de Dios. La mudez es la esclavitud de alguien incapaz de encontrar la propia voz, mientras que la sordera podría indicar la incapacidad de oír mensajes liberadores. Tiene un significado social y político. ¿Quiénes son las personas que han perdido la voz en nuestra sociedad?


El relato admite varios niveles de lectura. Cuando “le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar”, Jesús se va con él a un lugar apartado. Lo saca de la multitud y propicia un encuentro personal con este hombre pagano. Primero “le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua”. El gesto parece más un exorcismo que una curación. En el fondo, devolver el oído y el habla a este hombre pagano es una forma de transmitir un poderoso mensaje a las primitivas comunidades: también los paganos convertidos a la fe están capacitados para anunciar la Palabra de Dios. No son guiados por el maligno, sino por el Espíritu.

Dado el valor educativo de los relatos evangélicos para la comunidad del evangelista Marcos, hay razones para creer que se trata de una respuesta valiente a la pregunta acerca de la autoridad de los gentiles conversos para predicar. Con el ephatha, se les encomienda la misión de escuchar (oído) y predicar (boca) la Palabra de Dios.


Seguimos necesitando que Jesús pronuncie sobre cada uno de nosotros un poderoso ephata (¡ábrete!) porque a menudo estamos sordos a la voz de Dios y de los demás. Solo oímos nuestra voz, replegados en nuestro escondrijo narcisista. Pero necesitamos también que nos suelte la boca para poder hablar, para convertirnos en testigos y anunciadores de una experiencia de gracia, especialmente en aquellos lugares en los que la libertad de expresión ha sido secuestrada. Hay demasiados cristianos sordos y mudos, cerrados en actitudes egocéntricas e incapaces de comunicarse con los demás. Me temo que la cultura digital está reforzando estas actitudes de repliegue. 

Necesitamos pedirle con insistencia a Jesús que nos abra, que nos saque de nuestro escondrijo y que nos lance a una misión más audaz. Necesitamos desarrollar la capacidad de escucha y la capacidad de anuncio. Necesitamos, en definitiva, convertirnos en escuchantes y anunciadores. De esta manera, podremos confesar a Jesús con las mismas palabras de las gentes que contemplaron (y contemplan) el milagro: “Todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos”. Feliz domingo.

sábado, 7 de septiembre de 2024

Todo lo hemos recibido


He celebrado la Eucaristía yo solo a primera hora de la mañana, antes de venirme otra vez al Centro Verbum Dei de Loeches. Todavía era de noche. Poco antes de dirigirme a la capilla, había echado un vistazo a algunas noticias del día. El papa Francisco ya está en Papúa Nueva Guinea, un pequeño país de unos nueve millones de habitantes situado casi en las antípodas de España. Nos separan 15.000 kilómetros. La alegría por esta visita apostólica se vio empañada por una noticia de signo contrario: las nuevas denuncias contra el famoso abbé Pierre, fundador del Movimiento Emaús (no confundir con los retiros Emaús). Una de cal y otra de arena. Con el ánimo un poco oscilante, leo en voz alta la primera lectura de la misa. Es un texto de san Pablo a los corintios (cf. 1 Cor 4,6-15). Me detengo en las primeras palabras: “A ver, ¿quién te hace tan importante? ¿Tienes algo que no hayas recibido? Y, si lo has recibido, ¿a qué tanto orgullo, como si nadie te lo hubiera dado?”. 

Me las aplico, en primer lugar, a mí mismo. Me da vueltas la segunda pregunta: ¿Tienes algo que no hayas recibido? En el tiempo de silencio que guardo después del evangelio vuelvo sobre ella. Caigo en la cuenta de que todo (la vida, mi familia, mis amigos, el amor, la fe, la vocación misionera, la formación…), todo lo he recibido de Dios a través de múltiples mediaciones humanas. Nunca he creído en ese ideal americano del self-made man (el hombre hecho a sí mismo). Brota en mí un sentimiento de profunda gratitud.


Ahora, mientras escribo, pienso también en algunas personas conocidas y, en general, en el ambiente en el que me muevo. Me incomodan las personas que se consideran “importantes”, que van por la vida con ínfulas de intelectuales, trabajadoras, guapas, ricas o famosas. O incluso espirituales. Sí, también hay un “postureo espiritual” que desfigura la verdadera experiencia de encuentro con Dios y se aprovecha de ella para fines espurios. Todo el mundo del famoseo me resulta redondamente ridículo. Nadie es más que nadie en el plano de la dignidad. Todos somos únicos. 

Podemos diferir en cociente intelectual, estatura, peso, grados académicos o recursos económicos, pero todo eso es secundario (y efímero) en comparación con nuestra radical dignidad de hijos e hijas de Dios. Esto es lo que nos hace “importantes”. Y esto no es fruto de la herencia, del esfuerzo o de la suerte. Es un regalo de Dios. Todo es gracia. Solo cuando tomamos conciencia de esta realidad empezamos a ser humildes. No necesitamos compararnos con nadie para sentirnos a gusto en nuestra piel. No necesitamos ir por la vida mirando por encima del hombro a los demás, dándonoslas de importantes y exigiendo pleitesía.


Por desgracia, no es esto lo que solemos respirar a diario. La mayoría de las personas aspiran a destacar, a “ser alguien”, como si la identidad más profunda proviniese de la apariencia física, del estatus económico o del influjo mediático. Ese afán por abrirse camino, por tener más, por aparentar más, obliga a ir dando codazos a los otros. Lo he observado en el seno de familias que parecen maduras e incluso presumen de cristianas. Abundan los navajazos por la espalda, los acuerdos bajo la mesa, las zancadillas… todo lo que ayude a derrotar a los demás para ocupar su lugar. 

A corto y medio plazo, esta estrategia produce algún éxito mundano, el barniz que envuelve la mediocridad. A largo plazo, deja a las personas vacías, inermes y deprimidas. Solo la gracia nos cura de la autosuficiencia. Solo quien pone su vida en manos de Dios recibe lo que necesita y aún más. El orgullo y la prepotencia, por muy exaltados que sean por la publicidad, conducen a la ruina personal. Esta lección nos la regalan las personas maduras, pero no acabamos de aprenderla. Solo cuando caemos en la cuenta de que “todo lo hemos recibido” valoramos y disfrutamos cada pequeño detalle de la vida sin aspirar a grandezas innecesarias y sin padecer la ansiedad que nos devora.


viernes, 6 de septiembre de 2024

Siempre adelante


Tengo abierta de par en par la ventana de mi despacho. Entra el aire fresco de la mañana. El termómetro marca 22 grados, que es una temperatura ideal para poder trabajar a gusto. Antes de regresar mañana al VI Congreso de la Fraternidad Misionera Verbum Dei, aprovecho el día libre para ocuparme de otros asuntos ordinarios. Algunos de mis amigos andan en aventuras creativas. Brotes de Olivo acaban de sacar una nueva producción titulada En camino. Sin perder su sello característico, suena de otra manera. Cuando escuche con calma todos los temas volveré sobre esta novedad que yo denominaría “nicodemítica”. ¿Pueden unos artistas “viejos” (que llevan en el escenario más de 50 años) nacer de nuevo? El viejo Nicodemo sabe mucho de esto. 

Mi amigo Heriberto García Arias, el cura mexicano influencer con el que publiqué un libro el pasado febrero, anda por Toledo grabando el primer capítulo de una serie para Netflix. Me alegro mucho de tener amigos tan creativos. En fin, que el mes de septiembre ha comenzado con energía. Cuando parece que a nuestro alrededor las cosas van mal, no podemos resignarnos. La vida siempre nos empuja a seguir adelante. Todos tenemos más posibilidades de las que creemos, más semillas de vida de las que aparecen a primera vista. Es preciso descubrirlas y cultivarlas.


Quienes trabajan en los colegios y en las parroquias andan también poniendo en marcha el nuevo curso académico y pastoral. ¿Cómo aprovechar este nuevo comienzo para imaginar juntos otra manera de vivir y hacer? No se trata de repetir una vez más el ciclo de siempre, sino de pensar qué novedad nos regala Dios para vivir con más alegría y esperanza. Precisamente en el evangelio de hoy Jesús nos dice que “nadie echa vino nuevo en odres viejos; porque el vino nuevo revienta los odres, se derrama, y los odres se estropean. A vino nuevo, odres nuevos” (Lc 5,36-37). Jesús es siempre “vino nuevo” con la calidad del añejo; por eso, no podemos seguir presentándolo en odres viejos que ya no sirven para mostrar su novedad. 

Es verdad que todos nos cansamos de preguntarnos qué se necesita hoy, de explorar nuevos caminos. Es verdad que siempre es más fácil repetir lo que hemos hecho en otras ocasiones. Es verdad que muchas personas no quieren complicarse la vida y hacen del dicho “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer” su lema en la vida, pero entonces no nos quejemos de que la mediocridad y la rutina nos van royendo el alma. Si no nos arriesgamos a indagar y crear, la belleza de la vida se irá marchitando. No es cuestión de edad, aunque la biología tenga su peso. Conozco jóvenes mortecinos, prematuramente cansados y hastiados, y ancianos con un corazón joven que saben abrirse a la novedad de la vida.


Heriberto García tiene 36 años y Juan Morales (uno de mis amigos de Brotes de Olivo) tiene 61. Entre ellos hay una significativa distancia de 25 años. Sin embargo, ambos cultivan un espíritu inquieto, no se conforman con ir tirando, exploran nuevos modos de compartir la alegría del evangelio con los que creen y con los que buscan, con quienes se sienten a gusto en la Iglesia y con quienes despotrican contra ella. Cuando Jesús es el centro de nuestra vida nunca nos jubilamos de rastrear caminos para hacer posible que muchos se encuentren con él. 

Es verdad que hay muchos sacerdotes y laicos evangelizadores desanimados y desencantados, pero hay otros muchos que siempre ven oportunidades donde la mayoría ve solo derrotas. Ayer, en la eucaristía que nos presidió monseñor Carlos Prieto, obispo de Alcalá de Henares, nos dijo que muchos de los adjetivos que empiezan con el prefijo “de” (desanimado desencantado, deprimido, derrotado) parecen provenir de otro “de” (el demonio) que se frota las manos cuando logra robarnos la alegría del evangelio. Nosotros nos reconocemos más bien en las palabras que Pablo escribe a los corintios: “Atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, mas no aniquilados, llevando siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo” (2 Cor 4,8-10). Pase lo que pase, siempre adelante.

No os perdáis esta potente versión del famoso Gracias de Brotes de Olivo que acaba de salir hoy mismo. (Hay que escucharla con auriculares).