Caminado por la calle Princesa después de celebrar la Eucaristía dominical con la comunidad concepcionista, veo miles de corredores ascendiendo fatigosamente la cuesta que conduce al cruce con Marqués de Urquijo y Alberto Aguilera. Faltan pocos metros para la meta en el Paseo de Camoens. Los hay de todas las edades. Dominan los varones, pero se ven también mujeres jóvenes. No creo que se hayan lanzado a esta carrera sin haberse entrenado antes. Se los ve sudorosos, pero satisfechos. Cada uno, a su manera, ha tomado su “cruz” para completar los 10 kilómetros de la prueba.
Viendo esta exhibición de fuerza y resistencia, me resulta inevitable no recordar el evangelio de este XXIV Domingo del Tiempo Ordinario. Todo él se produce también mientras Jesús y sus discípulos van caminando (no corriendo) hacia Cesarea de Filipos. El fragmento que leemos está articulado en torno a tres preguntas de Jesús: “¿Quién dice la gente que soy yo?” (primera), “Y vosotros, ¿quién decís que soy?” (segunda), “¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma?” (tercera).
La primera pregunta (“¿Quién dice la gente que soy yo?”) es una especie de encuesta a pie de calle. Los discípulos se hacen eco de lo que han oído a la gente. A Jesús se lo compara con un personaje contemporáneo (Juan el Bautista), con otro antiguo, pero muy admirado (Elías) y con algún profeta innominado (nunca con un rey). Todos tienen en común la lucha contra la idolatría y los poderes opresores. En el contexto de Jesús, los romanos tienen muchos puntos para hacerse acreedores del odio de los judíos.
La segunda pregunta (“Y vosotros, ¿quién decís que soy?”) es mucho más comprometida. Marcos pone en labios de Pedro una respuesta confesante que expresa la fe de la iglesia primitiva: “Tú eres el Mesías”. Está colocada estratégicamente en el centro de un Evangelio que comienza con una afirmación semejante: “Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios” (Mc 1,1). Son los paganos quienes hacen idéntica confesión al final del Evangelio por boca del centurión romano que asiste a la crucifixión de Jesús: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,39). De esta manera queda claramente confesada la divinidad de Jesús por parte de los judíos (Pedro) y de los paganos (el centurión romano).
En el caso de Pedro y de los apóstoles, la confesión de los labios no coincide con su manera de entender la identidad y misión de Jesús. Su mesianismo no es de corte político, como ellos imaginan y desean. Él no ha venido para capitanear una revuelta contra los romanos, sino para “padecer mucho, ser condenado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días”. ¿Qué mente humana puede comprender esto? Pedro y los demás se escandalizan. Necesitan cambiar su mentalidad de principio a fin porque “piensan como los hombres, no como Dios”. Su lógica es satánica, no divina.
La tercera pregunta (suprimida en algunos leccionarios) (“¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma?”) juega con el binomio “ganar-perder”. Es una pregunta contemporánea. Todos aspiramos de mil maneras a “ganar el mundo”, a hacernos un hueco en este inmenso escenario. Si el hueco puede ser confortable, mucho mejor. Eso significa disponer de salud, dinero, contactos y una cuota razonable de poder. No hemos sido educados para “perder la vida”. Vivir nos parece el valor supremo. Hacemos cualquier cosa para conservar la vida.
Y, sin embargo, la misión de Jesús, su verdadero mesianismo, consiste en “perderla” por amor. Hay un verbo en castellano -inexistente en otras lenguas- que resulta muy revelador: “desvivirse”. Según el diccionario de la RAE, significa: “mostrar incesante y vivo interés, solicitud o amor por alguien o algo”. Cuando le pido al traductor automático DeepL que me traduzca al inglés la frase “Tenemos que desvivirnos por amor” me ofrece este circunloquio: “We have to go out of our way for love”. Desvivirse es “salir de nosotros mismos por amor”; o sea, dar la vida.
La carta de Santiago (segunda lectura) dice lo mismo con una cuarta pregunta que se añade a las tres anteriores: “¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras?”. La conclusión es clara: para un cristiano que quiera confesar a Jesús a cabalidad y seguirlo de cerca, “vivir es desvivirse”. Quizás lo entendemos con la cabeza, pero se nos hace muy cuesta arriba vivirlo con el corazón. Feliz domingo.
Para mí, hoy es suficiente la introducción que haces al tema: “Para un cristiano que quiera confesar a Jesús a cabalidad y seguirlo de cerca, “vivir es desvivirse”.
ResponderEliminarDesvivirse por Jesús, no resulta fácil y demasiadas veces, incorporamos a nuestras vidas aquello que nos resulta fácil y “desvivirnos” nos lleva a una entrega total a la voluntad de Dios en nuestras vidas.
Gracias Gonzalo por ayudarnos a formularnos las preguntas del Evangelio de hoy que son fáciles de formular y difíciles de dar respuesta por el compromiso a que llevan.