Hacía tiempo que no escribía desde un aeropuerto. Lo hago hoy, antes de volar a Roma. Aquí, en Barajas, el cielo está nublado. La temperatura es suave, de otoño benigno. Los periódicos siguen dedicando grandes titulares a los efectos de la DANA que asoló la Comunidad Valenciana y otros lugares. Al estupor inicial se añade ahora la indignación por los retrasos en los avisos de emergencia y en las ayudas oficiales. Las necesidades son tantas que toda ayuda es poca. La respuesta de los voluntarios ha sido generosa en extremo, aunque un punto caótica, como es normal en estas circunstancias. Parece que el ejército se va a unir a las tareas de búsqueda de desaparecidos, limpieza y reconstrucción con todos sus efectivos humanos y sus recursos materiales. Me cuesta entender por qué no la ha hecho antes.
La burocracia, que en tiempos de bonanza puede tener su sentido, pasa a un segundo plano en caso de emergencia. Ahora se requieren respuestas rápidas, coordinadas y eficaces. Ayer, mientras regresaba a Madrid en coche, fui oyendo en la radio testimonios estremecedores de personas que están padeciendo este desastre. Sus palabras me resultaban más fuertes que las imágenes que ofrecían las televisiones.
Algunos hablan de que podemos alcanzar la cifra de 400 muertos; o sea, el doble de los encontrados hasta ahora. Precisamente hoy celebramos en la Iglesia la conmemoración de los fieles difuntos. Recordamos a todos los que han muerto a lo largo de la historia y pedimos por su eterno descanso. No sé cómo resuenan estas cosas en las mentes de los más jóvenes. Algunos me han dicho que a ellos no les gusta visitar los cementerios. Entiendo este desapego de la muerte cuando uno está viviendo el estallido de la vida. También yo viví algo semejante cuando era joven.
Y, sin embargo, pocas experiencias pueden ser más pacificadores que una visita a las tumbas de quienes nos han precedido. Yo lo hice ayer en el cementerio de mi pueblo natal. El suelo estaba cubierto por una pelusilla verde, fruto de las recientes lluvias. Las tumbas tenían muchas flores de diverso tipo. Todo estaba rodeado por los montes pardos y verdes y por un cielo claro. En las pocas horas que pasé en mi pueblo fui tres veces al cementerio: a primera hora de la mañana, a mediodía y por la tarde. Recorrí las tumbas de mis muchos parientes enterrados en este recinto inaugurado en 1903. Me detuve mucho más tiempo frente a la que contiene los restos de mis padres.
No sé explicar bien los sentimientos que me embargaron, pero tienen que ver con la serenidad, la esperanza y una alegría íntima. Creo en el poder de Dios. El mismo que ha creado la vida natural nos tiene destinados a la vida eterna. Nuestro paso fugaz por este mundo no es lo más importante que nos puede suceder. Es solo un entrenamiento para la vida plena junto a Dios. Como dice bellamente uno de los prefacios de difuntos, “aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad, porque para los que creemos en ti, la vida no termina, sino que se transforma; y al deshacerse esta morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo”.
Es hermoso acoger esta promesa mientras uno contempla las lápidas llenas de nombres y de fechas y recuerda las vidas de las personas que están a anudadas a nuestro querer. Somos eslabones de una larga cadena. Hacer memoria agradecida de nuestros antepasados es la mejor forma de dar sentido al presente, sin sucumbir a su tiranía. Y también de esperar en un futuro que no es solo resultado de nuestros esfuerzos (futurum), sino evento que nos llega como don (adventus).