viernes, 21 de noviembre de 2025

Aprender del pasado


El frío meteorológico con el que empieza este fin de semana contrasta con el calor político y social. Ayer se cumplieron 50 años de la muerte de Franco. El mismo día el Tribunal Supremo de España condenó al fiscal general a dos años de inhabilitación. El pasado y el presente se fundían en un extraño abrazo. Sobre Franco se ha escrito y se escribirá mucho. Los medios de comunicación social y las redes sociales arden con opiniones de todo tipo. No voy a echar más leña al fuego. 50 años es muy poco tiempo para que los historiadores tengan una perspectiva adecuada. 

Quienes no lo somos dependemos de nuestra experiencia (en mi caso, muy limitada), de los testimonios recibidos y de las lecturas hechas. Yo nací en pleno régimen franquista y viví mi infancia y adolescencia en su etapa final. Creo que vi a Franco dos o tres veces. La primera fue el 4 de julio de 1968, cuando inauguró la línea de ferrocarril Madrid-Burgos. Luego lo vi alguna vez más, casi como si fuera una aparición, cuando su comitiva pasaba fugazmente por Aranda de Duero de regreso de su veraneo en San Sebastián. Y, naturalmente, vi mucho su figura en los reportajes del No-Do y en los informativos de televisión. Me parecía un abuelo frío y serio.


Cuando murió el 20 de noviembre de 1975 yo estaba a punto de cumplir 18 años. Me encontraba en Castro Urdiales haciendo mi año de noviciado antes de emitir la primera profesión como misionero claretiano. Recuerdo -¡cómo no!- la famosa intervención del presidente Arias Navarro en televisión comunicando su muerte y toda la solemnidad de aquellos días: funeral y entierro de Franco, proclamación de Juan Carlos como rey, etc. 

Me faltaban muchas claves para comprender el significado histórico de unos acontecimientos que han marcado la historia reciente de España. Me limitaba a leer los periódicos, escuchar la radio y ver la televisión, dentro de las restricciones impuestas por el régimen del noviciado. Eran tiempos en los que mi historia personal contaba más que la historia del país. Esta me parecía un asunto de los mayores, de los que entendían o decían entender, mientras que la mía tenía que ver con la elección de mi camino en la vida.


Vistas las cosas con la perspectiva de medio siglo, cada vez se me hace más imperativa la necesidad de construir la convivencia sobre valores y virtudes, no solo sobre un pragmático “contrato social”. De no hacerlo, tarde o temprano se paga un precio, que puede ir desde la crispación hasta la guerra civil. No hay democracia sin demócratas y no hay sociedad sin virtudes sociales. Las meras leyes, por oportunas y justas que sean, no garantizan la convivencia pacífica. Por eso, la misión educativa de las familias, la escuela y las demás instituciones es esencial para dar fundamento a la vida en común.

Hoy se cuestiona mucho la llamada “transición” de la dictadura a la democracia y la Constitución española de 1978. Somos más conscientes de sus limitaciones y defectos que cuando se estaba gestando, pero ¿no es preferible un marco imperfecto de convivencia antes que el retorno a un ambiente prebélico? Las conmemoraciones históricas nos sirven, sobre todo, para aprender de la historia, más que para hacer ajustes con un pasado que no volverá más y que cada uno leemos desde nuestra perspectiva.

martes, 18 de noviembre de 2025

De la discordia a la concordia


Los termómetros se desploman. Luce un sol de otoño avanzado. Se cumple medio año de la elección del papa León XIV. Zelenski viene a Madrid para recabar ayuda militar. Eso significa que no hay perspectivas de que la guerra en Ucrania termine pronto. Siguen las noticias sobre el rearme de varios países europeos, la vuelta al servicio militar obligatorio y el aumento en gastos de defensa. Se están moviendo demasiadas piezas en este inestable tablero del ajedrez mundial. 

Mientras quienes mueven las piezas de la partida mundial afilan sus estrategias, la mayoría de los mortales nos centramos en las pequeñas batallas de la vida cotidiana, conscientes de que podemos hacer muy poco por “cambiar el mundo”, expresión que se repetía en los años 60 y 70 del siglo pasado y que hoy ya no figura en el vocabulario de los jóvenes. ¡Demasiado tienen con sobrevivir en este mundo precario e incierto! Quien está “cambiando el mundo” es la revolución digital en la que nos hemos embarcado. Estamos solo en los primeros compases de una composición que no sabemos cómo se va a desarrollar.


Después de un mes yendo de un sitio para otro, casi sin tiempo para otra cosa, en esta semana madrileña voy a aprovechar para encontrarme con amigos a los que hace tiempo que no veo. Es el contrapunto necesario a una vida misionera itinerante. Y hasta es probable que vaya a ver por segunda vez Los domingos, en espera de que pronto podamos hacerle una entrevista a la directora de la película para la revista Vida Religiosa. Tengo mucho interés en tomarle el pulso a la actualidad a través del género conversación, que siempre es más interesante que el de la reflexión individual. Cuando conversamos con otras personas, el ejercicio de escucha atenta dilata siempre nuestro punto de vista, nos hace ver perspectivas que nos resultan ciegas o desvaídas. 

Cada vez que conversamos corregimos un poco la intolerancia que se agazapa en algún rincón de nuestra conciencia. Por eso, la polarización que hoy vivimos se cura con el arte de la conversación. Ahora que estamos a punto de celebrar los 50 años de la muerte de Franco y la apertura de una nueva etapa en la historia de España, necesitamos pasar de la discordia a la concordia, como ha recordado esta mañana el presidente de la CEE en el discurso inaugural de la 128 asamblea plenaria.


Hay personas que disfrutan sembrando la cizaña de la discordia y otras que se esfuerzan por sembrar el trigo de la concordia. Ambas semillas crecen en el mismo campo. La tentación es arrancar de raíz la primera para que crezca lozana la segunda, pero esto -además de ser imposible- no es siempre recomendable. Tenemos que acostumbrarnos a vivir en sociedades en las que el trigo convive con la cizaña y la concordia se ve siempre amenazada por la discordia. Más que preocuparnos por arrancar las hierbas malas, lo esencial es regar, abonar y cultivar las buenas. Ensanchando el territorio del bien vamos minimizando las consecuencias del mal. 

Me viene ahora a la cabeza una frase de Angela Merkel que puede resultar iluminadora. Hablando del desafío que Europa tiene con la llegada de muchos inmigrantes musulmanes, la excanciller alemana decía con una pizca de ironía: “El problema no es que haya muchos musulmanes en Europa, el problema es que hay pocos cristianos”. De manera análoga podríamos decir que el gran desafío de nuestra sociedad no es la obsesión por superar la discordia, sino el esfuerzo por vivir en concordia. Suena parecido, pero no es lo mismo.

lunes, 17 de noviembre de 2025

El drama transversal


Ayer se celebró la IX Jornada Mundial de los Pobres. Con ese motivo, el papa León XIV celebró la Eucaristía con miles de ellos en la basílica de san Pedro y luego compartió el almuerzo con unos 1.300 en el aula Pablo VI, convertida en improvisado comedor. Ese inmenso espacio sin columnas pasó de ser el aula del “sínodo” a ser el aula del “simposio”. He leído la homilía que el Papa pronunció en san Pedro. Me llamaron la atención las palabras que se refieren a una nueva/vieja pobreza transversal: “¡Cuántas pobrezas oprimen nuestro mundo! Ante todo, son pobrezas materiales, pero también existen muchas situaciones morales y espirituales, que a menudo afectan sobre todo a los más jóvenes. Y el drama que las atraviesa a todas de manera transversal, es la soledad”. 

Hace solo diez días que dediqué una entrada a la “aventura de la soledad”. Vuelvo sobre este asunto porque el Papa la denomina “drama transversal” y porque considera que la soledad afecta, sobre todo, a los más jóvenes. Es duro no tener trabajo, no disponer de un techo o de alimento suficiente. Más duro es no disfrutar de salud. Pero quizá la dureza mayor es sentirse solo, saber que a nadie le importa nuestro drama y que, si morimos, nadie nos va a echar de menos. Esta soledad asesina, ligada a la falta de un propósito en la vida, es la pobreza más radical.


La compañía primigenia es la familia. En su seno experimentamos el amor incondicional y aprendemos a amar. Cuando esta célula nutricia se rompe o se daña de mil maneras, mendigamos otras compañías. No siempre las encontramos. Algunas no hacen sino reforzar la soledad porque nos dan la medida de nuestro vacío sin poder rellenarlo. Entonces -como nos recordaba hace décadas Erich Fromm- nos lanzamos en la búsqueda de soluciones, de “tiritas para este corazón partío”, en palabras de Alejandro Sanz. La primera es el placer en sus múltiples formas: consumo de sustancias, sexo, juegos, velocidad, etc. Tras un estallido efímero que exige repetición (y a la larga adicción), todas estas experiencias nos devuelven la soledad “corregida y aumentada”. 

Lo mismo sucede con el conformismo (la actitud -a veces falsamente religiosa- de quien se refugia en la masa para abdicar de su responsabilidad), el trabajo evasivo y, en último extremo, la violencia en sus múltiples manifestaciones. Son caminos que nos seducen porque parecen atenuar los límites de nuestro vacío, a menudo producen un efecto euforizante y nos crean la falsa sensación de que el mundo está a nuestros pies. O, por lo menos, de que la soledad no es tan dañina como parece. La verdad es que, transitando por ellos, nos vamos encerrando en nuestra mazmorra. Los dispositivos electrónicos no hacen sino reforzar este encapsulamiento hasta convertirnos en usuarios adictos.


Es fácil decir que la única solución al “drama transversal” de la soledad es el amor, pero hace falta corroborar las palabras con experiencias. ¿Quién nos ama de verdad? ¿A quién amamos de verdad? Por si la respuesta a estas preguntas fuera difícil, podemos formularlas de una manera más descarnada: ¿Quién está dispuesto a dar la vida por nosotros? ¿Por quién daríamos la vida nosotros? Jesús lo dijo con palabras que todos recordamos: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Jesús ha dado la vida por nosotros porque “a vosotros [a nosotros] os llamo amigos” (Jn 13,15). Quien de verdad nos ama es Jesús. Él es el amor de Dios hecho carne. 

Si nos abrimos a él, no hay situación humana que sea insuperable, no hay soledad que pueda matarnos. Nos sabremos siempre habitados por una presencia que nunca nos deja desamparados. Con san Pablo, podemos afirmar: “Estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm 8,38-39). Por eso, lo mejor que podemos hacer por una persona sola no es solo brindarle compañía, sino acompañarla al encuentro con Cristo, invitarla a que “vaya y vea”. Lo más probable es que se quede con él. Su vida experimentará un vuelco. Creo que en esto consiste la evangelización. 

viernes, 14 de noviembre de 2025

El chacachá del tren


Me gusta viajar en tren. Siempre me ha gustado. Aunque haya controles de seguridad antes de subir a los trenes de alta velocidad, no son comparables a los que se hacen para volar en cualquier aerolínea. Los primeros se pasan con agilidad y sin estrés; los segundos, dependiendo de los aeropuertos, pueden convertirse en una pequeña tortura. He hecho el viaje de Madrid a Granada y la vuelta a Madrid en tren, pasando por Córdoba y Antequera. La distancia se cubre en algo menos de cuatro horas. En el viaje de regreso me tocó un asiento junto a la amplia ventana, así que pude contemplar los olivares cordobeses, los paisajes escarpados de Sierra Morena y las llanuras inmensas de la Mancha. 

Mientras asistía a ese espectáculo de la naturaleza, más hermoso que cualquier vídeo de los que mis compañeros de vagón veían en las redes sociales, recordaba los muchos viajes en tren que he hecho a lo largo de mi vida por España y otros países europeos como Portugal, Francia, Italia, Suiza, Reino Unido, Alemania, Bélgica, Polonia o Rusia. He usado también el tren en países de Asia como India, Corea del Sur, China (de Beijing a Shangai y vuelta) o Japón. En África he viajado toda una noche en tren de Libreville a Franceville, en Gabón. Y en América solo recuerdo algunos viajes de media distancia en los Estados Unidos.


El tren tiene algo que no tienen los autobuses ni los aviones. El hecho de que disponga de una vía solo para la máquina tractora y los vagones le da una prestancia y un aplomo que no tienen los otros medios. Quizás el barco podría aproximarse a este señorío viajero. Más de una vez he fantaseado con un viaje en el Transiberiano desde Moscú hasta Vladivostok. Recorrer los 9.288 que separan ambas ciudades rusas lleva alrededor de siete días. Leo que los billetes más baratos cuestan unos 300 dólares. Los de lujo, incluyendo paradas en algunos lugares turísticos, sobrepasan los 6.000. En el recorrido de un extremo a otro del país más extenso del mundo se atraviesan ocho husos horarios. 

Me imagino lo que puede suponer vivir una semana entera a bordo de un tren, disponer de tiempo para descansar, leer, conversar y, sobre todo, contemplar los variados paisajes del recorrido. Hay películas que están total o parcialmente ambientadas en este tren ruso, desde “El violinista en el tejado” (1971) y “Pánico en el Transiberiano” (1972) hasta otras más recientes como “Transsiberian” (2008) o “El almirante” (2008). Los guionistas y directores encuentran en el transiberiano un escenario único para sus tramas.


Más allá del hecho físico de moverse en este medio de transporte, que ahora está experimentando un nuevo impulso con las líneas de alta velocidad, el tren es una hermosa metáfora de la vida. Partimos de un lugar y llegamos a otro. Si el trayecto es muy largo, por el camino hacemos algunas paradas. A diferencia de lo que sucede en el automóvil, en el tren, como en la vida, nunca viajamos solos. Antes de que los modernos dispositivos electrónicos nos recluyesen en nuestra burbuja individual, el tren era un lugar hermoso de socialización. Se podía hablar con los otros pasajeros, compartir algún refrigerio en la cafetería y hasta hacer amistades. 

Ahora -esto también es una metáfora del tiempo presente- cada viajero es un mundo aparte. Aunque estemos físicamente casi pegados, cada uno va pendiente de su ordenador, tableta o teléfono móvil. Rellenamos el tiempo con películas, series o simplemente escuchando música, chateando con amigos y deslizándonos por la película infinita de las redes sociales. Algunos pasajeros (normalmente personas adultas) todavía saludan cuando se acomodan en su asiento. La mayoría se arrellana en su puesto sin decir nada. El mutismo se ha convertido en el nuevo lenguaje. La indiferencia ha ocupado el lugar de la preocupación o por lo menos de la cortesía. Al ritmo del desarrollo tecnológico, todos nos hemos maquinizado un poco, nos hemos vuelto menos humanos y más artificiales. Es obvio que el tren ya no es lo que era antes. ¡No es necesario remontarse a los tiempos de Paco Martínez Soria!


miércoles, 12 de noviembre de 2025

Tierra soñada por mí


Desde el lunes por la noche estoy en Granada. La ciudad se tiñe de un otoño suave en espera de las lluvias previstas para el fin de semana. En los pocos ratos libres que me deja el taller que estoy dando, he visto el documental Leo from Chicago que ayuda a conocer un poco mejor la figura del papa León XIV. Hablan algunos de sus familiares, amigos y compañeros agustinos. Como no podía ser de otra manera, el tono es cordial y laudatorio. 

Todos insisten en que Robert Prevost (Bob para los amigos) es una persona serena, analítica, sensata, con una gran capacidad de escucha y con una especial sensibilidad hacia los pobres. Consideran que es el Papa que la Iglesia necesita en estos momentos de polarización. Me ha ayudado a conocer una figura con la que sintonizo mucho, aunque solo sea porque pertenecemos a la misma generación y compartimos la pasión por san Agustín. Al mismo tiempo que veía el documental, me llegó la noticia sobre el “caso Zornoza”. La vida está llena de claroscuros que hay que afrontar con humildad y verdad. Estamos siempre aprendiendo a ser cristianos.


Mi amigo Heriberto me comunica que el gobierno mexicano está preparando una ley para controlar a los “sacerdotes digitales”. No sé qué recorrido tendrá, pero recuerda a iniciativas parecidas en Venezuela, Nicaragua y otros países. Los gobiernos autoritarios siempre tienen miedo a las voces críticas. Es verdad que Internet se ha convertido en una selva en la que se alternan las críticas serias con todo tipo de exabruptos y difamaciones, pero la solución no es cortar la libertad de expresión. Esa es la tentación recurrente de todos los regímenes dictatoriales. Esperemos que se imponga la cordura y el respeto a la Constitución. 

Los periodistas y sacerdotes en México se han convertido en profesiones de alto riesgo. Son numerosos los casos de periodistas y sacerdotes asesinados en los últimos años. Por una parte, la sociedad mexicana se declara mayoritariamente católica y/o guadalupana. Por otra, el narcotráfico y la corrupción controlan buena parte del país. Me decía ayer una religiosa mexicana que trabaja con jóvenes que muchos de ellos repiten esta frase: “Es mejor morir joven con dinero que vivir mucho en la miseria”. La frase se explica por sí misma.


Compruebo que la entrada que dediqué el lunes a la película Los domingos ha tenido muchas más visitas de lo habitual. Se ve que el tema interesa y que, mas allá de la película, es verdad que hay síntomas de un cierto despertar espiritual en nuestra sociedad secularizada. No me parece un fenómeno mayoritario, pero indica un ligero cambio de tendencia. Los más jóvenes están llegando al límite de la superficialidad. Antes de que la ansiedad acabe con ellos necesitan respirar “otro aire”. 

Que esa búsqueda se canalice hacia formas cristianas y que estas se conviertan en hábitos de vida es otro cantar. La volatilidad se cierne sobre todo lo que vivimos: creencias, afectos y compromisos. Es difícil mantenerse en una opción de vida cuando se torna exigente y exige renuncias que van a contrapelo de nuestros deseos. Pero la historia nos enseña que la fe se fortalece en coyunturas difíciles, no en momentos de laxitud. Los seres humanos no estamos hechos para la vaciedad, sino para la excelencia.

lunes, 10 de noviembre de 2025

He ido a verla


Salí un poco tocado de la sala 1 del cine Proyecciones de Madrid. La calle Fuencarral, cerrada al tráfico durante el domingo, estaba llena de viandantes que paseaban o se detenían en algunas de las muchas terrazas y heladerías abiertas en la ancha acera de los números impares. La temperatura no superaba los 12 grados, pero eso no intimidaba a las familias y jóvenes que los fines de semana invaden ese barrio de Madrid. 

Mientras recorría a paso ligero los menos de dos kilómetros que separan el cine de mi casa, iba dando vueltas en mi cabeza al final de la película. La mezcla deliberada de la vestición de la joven Ainara en la iglesia del monasterio, la firma del documento ante notario de su tía Maite y la ejecución del canto Aitormena (David Cerrejón) por parte del coro juvenil produce un ligero embrollo emocional que uno no sabe cómo puede terminar. Lo que sí sabe es que remueve algo por dentro. Y hasta es posible que ruede alguna lágrima por las mejillas.

He leído críticas muy laudatorias a la película Los domingos, de la cineasta (directora y guionista) Alauda Ruiz de Azúa. Es verdad que nos mete en la vida de una familia media bilbaína, nos sienta a la mesa con ellos en la comida del domingo, nos introduce en la cocina para ser testigos de diálogos confidenciales y hasta nos mete en el dormitorio para que veamos cómo lo que se dice en la cama no siempre coincide con lo que se comparte en la mesa. Pero, al final, no sabemos bien adónde quiere llevarnos. Los colores suaves, los silencios elocuentes y el ritmo tranquilo acentúan esa atmósfera tan vasca que uno siente cuando pasa algún tiempo en Bilbao. Eso añade credibilidad a la obra, aunque a veces produzca monotonía. 


La directora insiste en que ella no ha pretendido ofrecer respuestas, sino plantear preguntas, lo cual es muy posmoderno. Si alguien se atreve hoy a proponer o sugerir respuestas, lo más probable es que sea tildado de inconsciente (en el mejor de los casos) o de dogmático (en la mayoría). También dice que el tema central de la película no es la fe religiosa o la vocación monástica, sino el proceso de toma de decisiones y la conflictividad familiar y social que lo acompaña. En varios momentos de la película se habla de “discernimiento”, un término muy usado en la jerga eclesiástica, pero muy poco común en el habla de la gente. 

Me parece que Ruiz de Azúa, que ha firmado un excelente trabajo, conoce bien el mundo intrafamiliar y lo retrata con verdad y sobria belleza. Aspira también a conocer con respeto el mundo monástico, pero tiene problemas para ir más allá de los tópicos o las buenas intenciones. Viendo las comidas dominicales de la familia bilbaína, uno puede acordarse de familias reales que conoce. Viendo la comunidad monástica, tiene más dificultades para identificarla con alguna comunidad conocida. Lo que en el primer caso se narra con verdad y desenvoltura, en el segundo queda aprisionado por un inevitable corsé fílmico. Es probable que quienes no conocen por dentro la vida consagrada (y más concretamente la monástica) no perciban esta rigidez, pero a mí se me hace evidente. Mientras que la atea tía Maite -soberbiamente interpretada por Patricia López Arnáiz- es creíble, la priora sor Isabel -interpretada por Nagore Aranburu- “hace de” monja, como mucha gente se imagina que es y se comporta una monja de clausura.


Parece obvio que Ruiz de Azúa no quiere adentrarse en el terreno estrictamente espiritual, aunque lo bordea de principio a fin con respeto y cierta curiosidad. Se comprende. Es muy difícil narrar la experiencia de Dios o los intríngulis del discernimiento vocacional, a menos que se tenga una experiencia cercana. Por eso, es de agradecer que no lo haya hecho y que se haya mantenido en los arrabales de la búsqueda. 

Al final, no sabemos si Ainara -interpretada por la novel y contenida Blanca Soroa- quiere ingresar en el monasterio para encontrar el lugar emocionalmente seguro que no halla en su casa tras la muerte de su madre o, más bien, como fruto de una llamada divina bien discernida. No sabemos si en su balanza personal pesa más el beso de su amigo Mikel, sus miradas cómplices en los ensayos del coro, o la emoción de cantar los salmos en el coro del monasterio o dormir en un camastro quejumbroso. Quizás no importa demasiado. El tiempo lo dirá. Al fin y al cabo, en la mayoría de los casos la vocación es un lento proceso de llamada-respuesta, no un súbito momento imperativo. 

Los domingos no es una lección de teología, ni siquiera la narración de una historia vocacional siguiendo los pasos consabidos. Es un intento -imperfecto, pero sincero y hermoso- de acercar al espectador contemporáneo cuestiones que le son a menudo hurtadas por la industria oficial porque se supone que no venden o porque, por motivos ideológicos, no interesa airearlas. En este sentido, recomiendo ver la película, admirar la cuidada interpretación de sus actores y preguntarse cómo hubiéramos reraccionado nosotros si nos hubieran invitado a una de esas comidas dominicales.



domingo, 9 de noviembre de 2025

La muralla se rompe


Mientras en la mayor parte de las iglesias del mundo se celebra hoy la fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán, en Madrid estamos en otra onda. Estoy viendo en directo la retransmisión de la misa que preside el arzobispo de Madrid con motivo de la solemnidad de Nuestra Señora la Real de la Almudena. Se celebra al aire libre, en la plaza de la Armería, entre la catedral y el palacio real. El día es luminoso, pero frío. He podido comprobarlo cuando me he acercado por allí un poco antes de las 10 de la mañana para ver el ambiente popular. 

Me sorprende el coro de jóvenes de la Obra de san Juan de Ávila que acompaña el canto de la asamblea. Se ve que no son profesionales, pero lo hacen bien y con entusiasmo juvenil. Tras las lecturas, el alcalde de la villa, en nombre del pueblo de Madrid, renueva el voto a la Virgen de la Almudena (palabra de origen árabe que parece significar “ciudadela”), una tradición que se remonta a 1640. 


El cardenal Cobo está leyendo ahora su homilía con mucha energía. “¿Dónde radica tu seguridad, tu fortaleza y tu alegría?”, se pregunta. “María nos ayuda a entender que la vida, si se vive en verdad, se comparte… María nos convoca a compartir la vida al pie de la cruz”. Suenan las campanas. En Madrid hay muchas cruces. 

Habla del informe Foessa 2025, que ofrece una radiografía completa de las cruces que reclaman nuestra presencia. Aumentan las nuevas formas de pobreza y, sobre todo, la pobreza infantil. Al cardenal se le enciende la voz cuando habla de esta realidad: “Hay que mirar a las cruces de los crucificados”.


Pienso en esa imagen de la Virgen que, según la tradición, fue descubierta en la muralla de la “ciudadela” madrileña a finales del siglo XI. La muralla es un símbolo de protección, pero también de separación. La Virgen rompe las murallas. Si es verdad que estamos viviendo en los últimos tiempos un “giro católico” en nuestra sociedad, ojalá ese giro signifique la demolición de las murallas ideológicas y afectivas que tanto daño nos siguen haciendo. La polarización social es seguramente la muralla más separadora, la que más está envenenando el clima social en los últimos años. 


La Virgen rompe murallas, se aparece en ellas.
De esta forma, manifestándose como madre, reúne a los hijos dispersos, recrea los vínculos, crea comunidad. Año tras año, compruebo cómo la fiesta de la Almudena va convocando a más madrileños, se va haciendo verdaderamente popular en esta metrópolis moderna que se parece poco a la ciudadela medieval. No llega todavía al fervor que suscita la Virgen del Pilar en Zaragoza o la Virgen de Guadalupe en México, pero se está recorriendo un buen camino.