Esta semana los periódicos españoles han dedicado mucho espacio a comentar la pugna televisiva entre dos programas de televisión que capitanean la franja horaria nocturna: El Hormiguero (Antena 3) y La Revuelta (RTVE). Cada día se publicaban las mediciones de audiencia como si se tratara de un torneo medieval o de una competición moderna. Es obvio que esta pugna va más allá de la rivalidad mediática. Es una forma de echar más leña al fuego de la confrontación social y la polarización ideológica. El programa La Revuelta se presenta como la apuesta televisiva del gobierno socialista para contrarrestar los ataques de El Hormiguero, más vinculado a la oposición popular. La guerra está servida.
El virus de la marxista “lucha de clases” va corroyendo los espacios de encuentro. Pareciera que es imposible vivir juntos sin estar siempre peleando. Cuando pasa a un segundo plano el enfrentamiento entre clases sociales, se abren camino otras batallas: hombre-mujer, heterosexual-homosexual, blanco-negro, centralista-periférico… Lo que importa es mantener siempre una dinámica de enfrentamiento porque eso -así lo aseguran los defensores de la “lucha de clases”- es lo que nos permite desenmascarar las ideologías reaccionarias, liberarnos de sus coyundas y progresar hacia la sociedad perfecta, en la que ya no habrá clases, la patria de la identidad y la igualdad.
En este contexto tan cainita celebramos hoy la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. ¡Solo a los cristianos se nos ocurre tamaño despropósito! ¿Qué sentido tiene fijarse en un instrumento de tortura que acabó con la vida de muchos seres humanos, incluyendo Jesús de Nazaret? Me gusta mucho la respuesta que da la carta a los Efesios: “Ahora, gracias a Cristo Jesús, los que un tiempo estabais lejos estáis cerca por la sangre de Cristo. Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba: la enemistad. Él ha abolido la ley con sus mandamientos y decretos, para crear, de los dos, en sí mismo, un único hombre nuevo, haciendo las paces. Reconcilió con Dios a los dos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte, en él, a la hostilidad” (Ef 2,13-16).
Mediante la cruz, símbolo de amor, Dios reconcilió en un solo cuerpo a los que estábamos separados. Con su sacrificio, Cristo ha hecho de los pueblos uno solo. Frente a las interminables variaciones históricas de la “lucha de clases”, la cruz de Jesús significa una dinámica de reconciliación y encuentro. Si somos consecuentes, los cristianos deberíamos ser siempre hombres y mujeres de encuentro, no de polarización; personas que ven en cada ser humano a un hijo o hija de Dios, no tanto a un miembro de un partido político, a un representante de una minoría étnica, sexual o religiosa o de una élite económica o mediática.
Cuando comprendemos el significado redentor e inclusivo de la cruz entendemos muy bien por qué la Iglesia incluye esta fiesta en el calendario litúrgico. Comprendemos los dos pares de verbos que nos ofrece el evangelio de hoy: bajar-subir y juzgar-salvar. El Hijo de Dios “baja” hasta la sima de todos los sufrimientos humanos para “subirnos” con él hacia Dios. No hay experiencia de dolor, fracaso, humillación o condena que no haya sido asumida por Jesús en la cruz. De esta manera, él nos manifiesta el rostro de un Dios que no nos “juzga”, que no carga sobre nosotros más cruces de las que la existencia humana pone sobre nuestros frágiles hombros, sino que nos “salva”, nos eleva hacia el centro de su amor.
Cuesta imaginar que las cosas sean así cuando a nuestro lado comprobamos que hay muchas personas casi hundidas bajo el peso de cruces insoportables: cánceres agresivos, rupturas familiares, conflictos bélicos, pérdida de trabajo, etc. Cada vez que estas situaciones nos tocan de cerca solo podemos hacer lo que hizo Jesús: “bajar” al nivel de quien sufre, empatizar con su dolor, y “salvar” con un amor redentor, evitando todo juicio condenatorio y toda receta mágica que solo sirve para reforzar el sufrimiento. Como María, ante la cruz tenemos que “estar”, a menudo sin decir una sola palabra: “stabat mater iuxta crucem”. Con ese “estar” silencioso y empático transmitimos todo el amor que las personas necesitan para llevar sus cruces unidas a la cruz de Jesús.
He buscado una frase breve que encierre toda la riqueza de la cruz. Necesito verla en positivo… Y me quedo con lo que nos dices: “la cruz de Jesús significa una dinámica de reconciliación y encuentro.”
ResponderEliminarAnte la experiencia de acompañar en el dolor, me viene bien tener en cuenta lo que aconsejas: “saber imitar a María y como Ella “ante la cruz” tenemos que ‘estar’, a menudo sin decir una sola palabra.
Gonzalo gracias por ayudarnos a comprender el valor de la Cruz y gracias por la oración con que acompañas la entrada de hoy, de la que he rescatado: “Como mostrarte mis manos vacías cuando las tuyas están llenas de heridas… Como mostrarte mi soledad, cuando en la cruz alzado y solo estás…” Unidos en oración ante la cruz.