Agustín, emocionado, termina así la narración: “Nueve días después, a la edad de cincuenta y seis años, cuando yo tenía treinta y tres, salió de este mundo aquella alma piadosa y bendita”.
Tras un itinerario muy azaroso, el joven y “vago” Agustín se convirtió al cristianismo y se bautizó a la edad de 28 años en la iglesia de San Juan Bautista en Milán. Su madre lo había seguido desde el norte de África hasta Roma y luego a Milán. Había orado y llorado mucho por su conversión. Como le había dicho un obispo a quien consultó cómo comportarse con su díscolo hijo: “No se perderá el hijo de tantas lágrimas”. Y así fue. Podríamos decir que, antes de recibir las aguas del Bautismo, Agustín había sido lavado con las lágrimas de su joven madre.
El “poder de las lágrimas” es más persuasivo que el de las palabras y los mandatos. Madre e hijo han pasado a la historia de la Iglesia como un ejemplo claro de que ninguna persona puede darse definitivamente por perdida, de que siempre es posible seguir creyendo en el poder de la gracia, impetrada con humildad y constancia.
Es imposible no saltar de la historia de Mónica a la de tantas madres contemporáneas que no saben qué hacer con sus hijos adolescentes y jóvenes, sobre todo por lo que respecta a la educación en la fe. Los ven alejarse de la Iglesia, sienten tristeza, pero no encuentran un modo eficaz de ayudarles a ver el camino. No quieren ser tachadas de intolerantes. Las jóvenes madres de hoy han sido educadas en un respeto exquisito a la conciencia de cada persona. No utilizan los métodos coercitivitos que a veces fueron comunes en el pasado. Por decirlo vulgarmente, ya no aplican el “método de la zapatilla” -como con gracia caricaturiza el influencer Nachter en las redes sociales- sino que apelan al diálogo y la persuasión suave.
Es claro que esta nueva pedagogía responde mejor a lo que hoy entendemos por educación, pero no es suficiente. Tratándose de la pedagogía de la fe, además del propio testimonio, hay que recurrir a la oración… y a las lágrimas. Hay que librar un verdadero combate contras las fuerzas que quieren colonizar la mente y el corazón de los jóvenes robándoles el tesoro de la fe. Hay que “orar y llorar” para que nadie se pierda. No estoy seguro de que las madres actuales sintonicen con la manera de actuar de Mónica, pero, al menos, sería bueno no pasarla por alto. Los santos son siempre los mejores pedagogos en el camino hacia Dios.
Gracias Gonzalo por lo que nos aportas del testimonio de santa Mónica… Estoy totalmente de acuerdo contigo cuando nos dices: “Tratándose de la pedagogía de la fe, además del propio testimonio, hay que recurrir a la oración… y a las lágrimas.”…
ResponderEliminarMi experiencia es que es muy importante el “propio testimonio”. Las lágrimas son muchos momentos de silencios de noche, de soledad.
Gracias Hermano!
ResponderEliminarEs un hermoso Encuentro con Dios en la FE ACTUAL,LA PRESENCIA EN NUESTROS TIEMPOS DE SANTA MÓNICA Y SAN AGUSTÍN. GRACIAS P. Gonzalo por sacar a la luz la vids y recorrido en su vida de FÉ DE ESTOS SANTOS ; ESTO ES EANGELIZAR.
ResponderEliminarGracias amigo. Qué preciosa forma de enseñar cuánto bien hace conocer las vidas de gente maravillosa. Gracias
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