No hay desierto más vasto y peligroso que la propia conciencia. Ese es el verdadero desierto en el que Jesús se vio sometido a prueba a lo largo de toda su vida, desde el comienzo de su misión hasta su muerte. Y ese es también el desierto en el que cada uno de nosotros tenemos que librar la batalla de la autenticidad. La Palabra de Dios de este Primer Domingo de Cuaresma nos ayuda a afrontar esta dinámica humana desde la experiencia vivida por Jesús. Como el antiguo pueblo de Israel estuvo 40 días peregrinando por el desierto, así también Jesús pasa 40 simbólicos días en su particular desierto. La diferencia sustancial es que, mientras el pueblo sucumbió a numerosas tentaciones (incluida la idolatría), Jesús se mantiene firme y acrisola el verdadero sentido de su identidad divina y su misión liberadora.
También él, en su humanidad frágil, experimenta la tentación de ser un mesías eficaz, poderoso y admirado, pero se resiste a ella movido por la fuerza del Espíritu y guiado por la Palabra de Dios. Lucas pone en labios de Jesús tres versículos de la Escritura que exorcizan el poder del maligno. Ese poder insidioso no se manifiesta solo al comienzo de la misión de Jesús para desfigurarla por completo, sino que lo acompaña hasta el momento final. No en vano, el relato de Lucas que leemos en el evangelio de hoy concluye así: “Completadas las tentaciones, el demonio se marchó hasta otra ocasión” (Lc 4,13). Por eso, Jesús debe alimentarse continuamente de la Palabra de Dios para no dejarse embaucar por la continua palabra seductora del diablo.

Sin tentaciones, sin pruebas, no sabemos cuál es el peso y el valor de nuestra fe. Podemos confundirla con nuestros deseos o sueños. Hoy vivimos en un contexto en el que las tentaciones revisten formas muy sutiles, pero todas emparentan con las tres grandes tentaciones de Jesús. Quizá la más fastidiosa es la que tiene que ver con la inutilidad de la fe. ¿Para qué sirve creer en Dios? ¿Es muy distinta la vida de los que creen de la de quienes no creen? ¿Nos ayuda en verdad la fe a ser más felices, a resolver los problemas familiares, a encontrar un trabajo digno y a superar un cáncer? ¿Se puede lograr a base de oración la paz en Ucrania o la salud del papa Francisco? Desde un punto de vista pragmático, la fe es perfectamente inútil.
Entonces, ¿cuál es su verdadero sentido? La respuesta se la da Jesús al maligno en el desierto de su conciencia: “No solo de pan vive el hombre”. En la versión de Mateo que leemos en el ciclo A, se añade “sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt 4,4). Es verdad que como seres humanos necesitamos “pan” (es decir, alimento, refugio, trabajo, etc.), pero la necesidad más profunda es la de encontrar un sentido a nuestra vida. Este no nos lo brinda la ciencia o la técnica. Solo Dios puede dar sentido a la obra de sus manos.