Dentro de unas horas voy a celebrar la eucaristía de este XIV Domingo del Tiempo Ordinario en el templo de san Antonio María Claret de Vic con la gente que celebra una vez al mes la llamada “misa internacional”. Hay personas originarias de esta ciudad catalana y también de varios países latinoamericanos, africanos y asiáticos. La Eucaristía no tiene color. Aquí no se exige ningún pasaporte o salvoconducto.
Todos escucharemos el desconcertante evangelio de hoy (Mc 6-16). Jesús se traslada con sus discípulos desde Cafarnaúm a Nazaret, su pueblo. A todos suele gustarnos volver de vez en cuando al lugar donde hemos nacido o hemos vivido buena parte de nuestra vida. Es muy probable que los paisanos de Jesús sintieran curiosidad por verlo después de las noticias que llegaban acerca de milagros y curaciones. Cuando lo vieron predicar con soltura en la pequeña sinagoga local no salían de su asombro. Les costaba mucho entender que “el carpintero” fuese un experto en las Escrituras sin haber frecuentado ninguna escuela. Era uno más. Todos lo conocían a él y a su familia.
En vez de admirarse, sus paisanos se escandalizan. Se supone que un profeta debe ser alguien un poco misterioso, procedente de un noble linaje, situado por encima de los demás. No es posible “creer” en quien ha sido tu compañero de aventuras. A Jesús le duele la incredulidad de sus paisanos. No se muerde los labios. Su frase se ha convertido en un refrán que recorre los siglos: “No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”. ¡Qué difícil resulta creer en “los santos de la puerta de al lado”! Sucedió en tiempos de Jesús y sigue sucediendo hoy.
Cuántas veces hemos escuchado la frase: “… nadie es buen profeta en su tierra…” Y haciendo referencia a Jesús, me sugiere la pregunta: ¿De verdad no le comprendo o no me interesa comprenderle por el compromiso a que me puede llevar?
ResponderEliminarTienes razón Gonzalo, cuando escribes: ¡Qué difícil resulta creer en “los santos de la puerta de al lado”!... Gracias.