¿Puede un ateo
ayudarnos a comprender el misterio de la Navidad? El centenario teólogo francés
René Laurentin
(1917-2017) creía que sí cuando hace años confesó: “Sartre, ateo deliberado, me ha
hecho ver mejor que nadie, si exceptúo los Evangelios, el misterio de la
Navidad. Por esa razón le guardo un inmenso reconocimiento”. Se estaba
refiriendo naturalmente a Jean Paul Sartre (1905-1980),
padre del existencialismo francés y figura clave en las protestas de mayo
del 68 en Francia. Acostumbrados a verlo como uno de los ateos más famosos del siglo XX, cuesta imaginar que también él se sintiera atraído por la belleza irresistible de la Navidad, más allá de su versión comercial.
Todo se remonta a la Navidad de 1940. Por aquel entonces, Jean Paul
Sartre, oficial del ejército francés, se encontraba recluido en un campo de
concentración nazi. Allí entabló amistad con algunos sacerdotes que también estaban
condenados. Es muy probable que de esa
relación y de las conversaciones que mantuvieron sobre el Diario de un cura
rural de George Bernanos surgiera la idea de escribir un auto de
Navidad. Sartre se puso manos a la obra. Conviene añadir que, por entonces, su ateísmo
era ya conocido. Había publicado La náusea un par de años antes.
Pero
en aquella Navidad de 1940, deseoso tal vez de ofrecer un poco de esperanza a
sus compañeros presos, escribió su primera obra teatral, titulada Barioná,
el hijo del trueno. Recibió los elogios del clero y conmovió hasta
a los reclusos que la interpretaron. Se trata de una pieza de teatro en siete
actos que no parece escrita por un ateo, sino por alguien tocado por la gracia
de Dios.
Ese año de 1940,
los sacerdotes del campo de concentración obtuvieran permiso para celebrar la
fiesta de Nochebuena y la Misa del Gallo. La obra de Sartre fue representada
ante más de 12.000 soldados prisioneros. El propio autor interpretó el papel
del Rey Baltasar. A través de Barioná (el hijo de Jonás), protagonista de la
obra, nos explica con encantadora sencillez cómo en la noche del 24 de
diciembre se abrió un boquete de esperanza en un mundo oscuro. Sartre se sirve
de la figura del protagonista para explicar el proceso de transformación que
siente quien conoce la buena nueva que trae ese niño pequeño e indefenso al que
todos adoran. No se limita a narrar los hechos, sino que busca profundizar en su significado existencial.
Cuando al cabo de unos meses Sartre consiguió escapar del campo de concentración,
renegó de la obra. No autorizó su publicación hasta 1962, pero exigiendo que se añadiera una
nota en la que se explicase que él nunca se había considerado cristiano. ¿Por qué la
escribió entonces? Es difícil adivinar las verdaderas intenciones, pero probablemente tienen que ver con la atracción que el misterio de Navidad ejerce sobre los seres humanos (incluso sobre aquellos que no creen en un Dios encarnado) y con la necesidad de insuflar un poco de esperanza en la población reclusa.
En cualquier caso, Sartre guardaba buen
recuerdo de la experiencia de haber concebido, montado y representado esta obra
teatral. De hecho, en una de sus cartas a
Simone de Beauvoir,
escribe:
“Seguramente tengo talento como autor dramático: he escrito una
escena del ángel que anuncia a los pastores el nacimiento de Cristo que ha
dejado a todos sin respiración”.
Creo que puede
interesarnos leer un fragmento de esa obra. Un guía ciego está explicando la
escena del nacimiento de Jesús con estas palabras:
“La Virgen está
pálida y mira al niño. Lo que habría que describir de su cara es una reverencia
llena de ansiedad que no ha aparecido más que una vez en una cara humana. Y es
que Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto de sus entrañas. Durante nueve
meses lo llevó en su seno, le dará el pecho y su leche se convertirá en sangre
divina. De vez en cuando la tentación es tan fuerte que se olvida de que Él es
Dios. Le estrecha entre sus brazos y le dice: ¡mi pequeño! Pero en otros
momentos, se queda sin habla y piensa: Dios está ahí. Y le atenaza un temor
reverencial ante este Dios mudo, ante este niño que infunde respeto. Y es una
dura prueba para una madre tener vergüenza de sí y de su condición humana
delante de su hijo.
Aunque yo pienso que hay también otros momentos, rápidos y
resbaladizos, en los que siente, a la vez, que Cristo, su hijo, suyo, es su
pequeño, y es Dios. Le mira y piensa: Este Dios es mi hijo. Esta carne divina
es mi carne. Está hecha de mí. Tiene mis ojos y la forma de su boca es la de la
mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí. Y ninguna mujer, jamás, ha
tenido así a su Dios para ella sola. Un Dios muy pequeñito al que se puede
coger en brazos y cubrir de besos, un Dios caliente que sonríe y que respira,
un Dios al que puede tocar; y que sonríe. Es en uno de esos momentos cuando
pintaría yo a María si fuera pintor. Y trataría de plasmar el aire de
atrevimiento tierno y tímido con que ella adelanta el dedo para tocar la piel
pequeña y suave de este niño-Dios cuyo peso tibio siente sobre sus rodillas y
que le sonríe”.
Desconocía esta faceta del autor de:"Bariona.El hijo del trueno". Este tramo de su biografía es una constatación del poder de seducción que tiene el Misterio de la Navidad,incluso en una personalidad de la trayectoria filosófica y revolucionaria como es la de Jean Paul Sartre. Gracias.
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