Desde que era niño
estoy acostumbrado a que la decoración navideña se estrene el día de la Inmaculada.
Así sucedió ayer en mi comunidad romana. Ya tenemos instalado el nacimiento y
el árbol en el ancho pasillo que hay entre el jardín y el comedor. Las puertas de nuestros
despachos lucen también con adornos navideños. Otros lugares de la casa se irán
vistiendo de Navidad en los próximos días. ¿Tiene sentido este derroche de imaginación
en el año de la pandemia? No solo creo que tiene sentido, sino que me parece
más oportuno que nunca. Ya sé que los muy puristas consideran que estas
costumbres maquillan el escándalo del Misterio que celebramos, pero yo no lo
veo así. Creo que la pobreza en la que Jesús nació no es incompatible con la
belleza de su presencia entre nosotros. Como nos recordaba el papa Francisco en
su Carta
del año pasado, “es realmente un ejercicio de fantasía creativa, que utiliza
los materiales más dispares para crear pequeñas obras maestras llenas de
belleza. Se aprende desde niños: cuando papá y mamá, junto a los abuelos,
transmiten esta alegre tradición, que contiene en sí una rica espiritualidad
popular. Espero que esta práctica nunca se debilite; es más, confío en que,
allí donde hubiera caído en desuso, sea descubierta de nuevo y revitalizada”.
El
mismo Francisco nos da la razón de fondo para esta práctica tradicional: “El
hermoso signo del pesebre, tan estimado por el pueblo cristiano, causa siempre
asombro y admiración. La representación del acontecimiento del nacimiento de
Jesús equivale a anunciar el misterio de la encarnación del Hijo de Dios con
sencillez y alegría. El belén, en efecto, es como un Evangelio vivo, que surge
de las páginas de la Sagrada Escritura. La contemplación de la escena de la
Navidad, nos invita a ponernos espiritualmente en camino, atraídos por la
humildad de Aquel que se ha hecho hombre para encontrar a cada hombre. Y
descubrimos que Él nos ama hasta el punto de unirse a nosotros, para que
también nosotros podamos unirnos a Él”.
El belén (o nacimiento, o pesebre) y el
árbol de nuestra comunidad están en el lugar más transitado de la casa. Varias veces
al día pasamos por ahí. Los símbolos se convierten en un recordatorio
permanente de lo que estamos celebrando. En un año tan extraño como el que estamos
a punto de concluir, necesitamos recordar que Dios no se ha olvidado de
nosotros, que sigue haciéndose presente y que acompaña su venida con los
regalos de la paz y la alegría. Es muy probable que este año algunas familias,
comunidades, parroquias e instituciones monten “belenes-Covid”. Imagino que
habrá figuras de José, María, pastores y reyes con la mascarilla cubriendo nariz y boca. Es
probable que se aumente la “distancia social” entre los diversos personajes y
hasta más de uno colocará pequeños estanques con gel hidroalcohólico o fuentes
que manan alguna sustancia desinfectante. No me extrañaría que hubiera
estrellas con la forma del virus y, en vez de pastores tradicionales, sanitarios
enfundados en sus trajes protectores que llevan al Niño extraños regalos como
respiradores, jeringuillas y vacunas. Cualquiera que sea el formato que se
utilice y el estilo que se escoja, es imposible no hacerse eco de lo que hemos
vivido en los últimos meses. Quienes han perdido algún ser querido, tal vez
harían bien en colocar su foto en algún rincón del portal para sentir que les
alcanza la fuerza sanadora del pequeño de Belén.
Confieso que este
año yo no he participado en la decoración navideña de mi casa. Otras
ocupaciones urgentes me lo han impedido. Y quizá también una cierta pereza que
denota mi pérdida de espíritu infantil. Recuerdo otras etapas de mi vida en las
que sentía verdadera pasión por crear un ambiente religioso y entrañable que facilitara
la celebración de la Navidad. Después, a medida que la decoración navideña fue
perdiendo su sentido cristiano y se recargó de motivos cabareteros, fui
perdiendo interés. Creo que este año podríamos volver a lo esencial para que
también aprendamos a vivir de lo esencial. La situación sanitaria en muchos
países impone fuertes restricciones a la movilidad y a los encuentros sociales.
Quizás es una buena oportunidad para volver nuestros ojos a la Navidad más
original, la que celebra el nacimiento del Hijo de Dios en nuestro suelo.
Aligerados
de la sobrecarga celebrativa tradicional, estamos en mejores condiciones para centrarnos en el Misterio por
excelencia. Al Niño que nace podemos confesarle sin tapujos todo lo que hemos
ido viviendo a lo largo de un año difícil. Todas nuestras incertidumbres y
ansiedades pueden encontrar su espacio en la pequeña cueva en la que colocamos
el pesebre y la figurita del niño recién nacido. Podemos redescubrir también la figura
de san José, ahora que el papa Francisco, en su reciente carta Patris
corde, nos invita a acercarnos al padre de Jesús con motivo
del 150 aniversario de la declaración de san José como patrono de la Iglesia
universal. Y, siguiendo a María, la joven madre de Jesús, siempre podemos “guardar todo en el corazón”.
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