Cuando éramos más
pobres y no vivíamos en la era del consumismo, casi todos los objetos
estropeados se reparaban. Había zapateros que reparaban el calzado roto; modistas,
costureras y zurcidoras que reparaban la ropa desgastada; mecánicos que reparaban
bicicletas y vehículos de todo tipo; carpinteros y ebanistas que reparaban
muebles; tapiceros que reparaban sillas, sofás y butacas; relojeros que reparaban
relojes averiados… Había muchos oficios ligados a la reparación. Era un modo de
ahorrar dinero y hacer más sostenible el planeta, aunque en aquellos años no se
hablaba ni mucho menos en estos términos. Con la irrupción del consumo en masa se privilegió
la compra de nuevos objetos. Muchos de los viejos “reparadores” perdieron su
trabajo. A menudo resultaba más barato comprar un objeto nuevo que mandarlo arreglar
o componer. Hace al menos seis décadas que nos entró la fiebre de la novedad.
Todo debía ser nuevo, a la moda. Las industrias del automóvil promovían la
venta de nuevos modelos. Las fábricas de ropa creaban constantemente nuevos productos
de moda. Y no digamos nada en el campo de los electrodomésticos o de la electrónica
en general. “Hay que mover la economía”, se decía. “Si no se consume,
esto no marcha”. Vivíamos un optimismo irracional. Pensábamos que el planeta
Tierra era una fuente inagotable de recursos. Alumbrábamos la ingenua idea de
que “a más progreso económico, más desarrollo humano”. Sí, realmente éramos muy ingenuos, pero era lo que entonces se consideraba moderno, progresista.
Hoy, al acabar el
primer quinto del siglo XXI, empezamos a caer en la cuenta de que, a este ritmo
de consumo, tenemos los días contados. Es como si se hubiera colocado en algún rincón
del planeta un enorme reloj con la cuenta atrás. ¿Cuánto nos queda para que
todo acabe? Las generaciones más jóvenes son muy sensibles a este desafío. Intuyen
que tendrán que pagar un alto precio por lo que hemos hecho las generaciones
anteriores. Llevamos años intentado tomar conciencia y hacer algo, pero los
intereses económicos son tan poderosos que el esfuerzo resulta extenuante. Estábamos
en esta batalla cuando, de buenas a primeras, nos sorprende la primera gran
pandemia del siglo XXI. Es como si, de manera simbólica, la naturaleza nos
hubiera lanzado un enorme SOS: “Hasta aquí hemos llegado”. De repente, sin
previo aviso, hemos dejado de hacer viajes en avión, hemos reducido el uso de combustibles
sólidos, hemos empezado a valorar la importancia de la agricultura sostenible,
nos hemos vuelto muy sensibles al valor del aire y del agua, hemos caído en la
cuenta de que se puede vivir más con menos… La pandemia nos ha obligado a tomar
decisiones que, de otra manera, hubiéramos retrasado años. Estamos empezando a
darnos cuenta de que el consumo desaforado, además de esquilmar y contaminar el
planeta, nos va secando el alma y crea desigualdades insostenibles. Y muy lentamente empezamos a redescubrir el
valor de la reparación. Muchas cosas pueden tener usos más largos si aprendemos
a repararlas. Es como si, en pocos meses, hubiéramos empezado a vislumbrar que
nuestros abuelos eran más sabios de lo que creíamos. Es verdad que la cultura
de la reparación estaba motivada por las estrecheces económicas, pero
seguramente escondía también una forma distinta de entender la vida: más sobria, más paciente, más solidaria, más placentera.
Necesitamos
reparar y reutilizar los objetos estropeados, pero lo que de verdad necesitamos
reparar, tras esta pandemia, son las relaciones desgastadas, los abrazos rotos,
las distancias innecesarias. Se necesitan reparadores de humanidad, personas
que nos ayuden a recuperar la paz interior, la alegría de vivir, el placer de
una conversación tranquila. Se necesitan reparadores de espiritualidad que nos cosan con mimo los rotos infligidos a nuestra fe, que suelden la esperanza
quebrada, que encolen los fragmentos de amor despedazados. Creo que esta nueva “cultura
de la reparación” encaja con el espíritu del Adviento. Cuando los discípulos de
Juan el Bautista le preguntan a Jesús si es él el que tiene que venir o debemos
esperar a otro, Jesús responde: “Id y anunciad a Juan lo que habéis visto y
oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos
oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados” (Lc 7,22). Jesús
se presenta como el reparador de lo que está dañado, el sanador de las heridas
humanas. Hay personas que, tras tantos meses de sufrimiento y ansiedad, están
hechas añicos. Necesitan ser reparadas física, psíquica y espiritualmente. Esta
reparación profunda comienza por la cercanía y la escucha paciente. Sigue por
redescubrir dentro de cada uno energías que pueden ser reutilizadas. Se basa en
la absoluta confianza de que Dios siempre nos ofrece todo lo que necesitamos
para vivir una vida digna, serena y esperanzada. Si algo hace el Adviento, es
prepararnos para acoger con humildad y alegría este don.
Os invito a ver el
siguiente vídeo. Está en inglés, pero se pueden activar los subtítulos en
español. Merece la pena dejarse interpelar por su mensaje.
Gracias por traer esperanza en un día como hoy.
ResponderEliminarGracias por llevarnos a recordar el tiempo de las reparaciones…
ResponderEliminarMe gusta y ayuda esta idea que das de “reparadores de humanidad… reparadores de espiritualidad… Que suelden la esperanza quebrada… que encolen los fragmentos de amor despedazados”…
Es importante lo que escribes: “lo que de verdad necesitamos reparar, tras esta pandemia, son las relaciones desgastadas, los abrazos rotos, las distancias innecesarias…”
Cuando estás en actitud de escucha, cuantas veces, un abrazo desinteresado, solucionaría muchos problemas…
Gracias Gonzalo por mostrarnos caminos de Adviento.