Hoy me pasaré
casi todo el día pegado a la pantalla del ordenador. Tengo programadas tres
largas conferencias Zoom: dos por la mañana y una por la tarde. Y algo
parecido sucederá el martes. Llevo meses en este plan. Los viajes de antes han
sido sustituidos por las videoconferencias de ahora. Casi todos mis amigos que
en estos meses han aumentado el consumo digital suelen concordar en que una
videoconferencia no es lo mismo que un encuentro “in person”, como les gusta
decir a los ingleses. Si ya no nos besamos ni nos abrazamos, si hemos reducido
al mínimo los encuentros presenciales, si la pantalla se ha convertido en
nuestro campo de juego ¿qué nos cabe esperar? ¿Qué consecuencias tendrá todo
esto en nuestra manera de entender y vivir las relaciones personales y
laborales? ¿Estamos psicológicamente preparados para tanta virtualidad? Me hago
estas preguntas a menos de tres semanas de la Navidad, que es la fiesta menos “virtual”
que uno se pueda imaginar porque lo que celebramos es que “la Palabra se
hizo carne” (Jn 1,14); es decir, el Dios invisible e intocable se puso a nuestro
alcance, a ras de tierra. Por eso, la espiritualidad cristiana es tan “carnal”,
en el más recio sentido de la palabra. No se pierde en fantasías o
elucubraciones. Jesucristo no es un holograma, sino una persona de carne y
hueso.
Uno de los
grandes riesgos de las espiritualidades modernas que están floreciendo por doquier
es una cierta tendencia al gnosticismo.
Los gnósticos consideraban que la salvación se logra a través del conocimiento
directo de la divinidad suprema en la forma de intuiciones místicas o
esotéricas. Las “mediaciones materiales” constituyen un estorbo. No hay nada
más opuesto a la fe cristiana, que pivota en torno al Misterio de la “encarnación”
(¡extraña palabra!) de Dios. Hace tres años, glosé un himno
litúrgico que describe con particular belleza este misterio. Rescato
una de sus estrofas:
Hombre quisiste hacerme, no desnuda
inmaterialidad de pensamiento.
Soy una encarnación diminutiva;
el arte, resplandor que toma cuerpo:
la palabra es la carne de la idea:
¡Encarnación es todo el universo!
¡Y el que puso esta ley en nuestra nada
hizo carne su verbo!
Así: tangible, humano,
fraterno.
Me preocupa que
la cultura digital en la que estamos inmersos nos vaya reduciendo de “encarnación
diminutiva” a “algoritmo complicado”, nos haga olvidar que “encarnación es todo
el universo”. Y − lo que es peor – que nos robe al Cristo “tangible, humano, fraterno”. Si así fuera,
nuestra espiritualidad se volvería intangible, inhumana, hostil. Si algo
necesitamos en este tiempo de pandemia, es prepararnos para una Navidad que se
parezca lo más posible a la original. Por eso, no me preocupa mucho que este
año no se puedan organizar las cenas dispendiosas y muy concurridas de Nochebuena
o que se restrinjan los viajes y las celebraciones públicas. Lo que me preocupa
es que reduzcamos el Misterio a una serie de memes graciosos que se envían por WhatsApp
o a una multiplicación de videoconferencias. ¿Cómo encontrar algunos signos “tangibles,
humanos y fraternos” que nos hagan entender que Dios “se hace ser humano”
en Jesús? Me inclino a pensar que un cierto ayuno digital podría ayudarnos a
fijar nuestra atención en otro tipo de signos más “encarnados”, que son precisamente
los que muchas personas están necesitando en estos tiempos. En las semanas que
faltan para la Navidad, quizá más relajados que otros años en cuanto a compras
y preparativos ¿podríamos preguntarnos qué podemos hacer para que las personas de
nuestro entorno que están más solas o necesitadas experimenten la visita de
Dios? ¿Podríamos hacer una especie de cursillo acelerado para convertirnos en
ángeles de compañía, consolación y esperanza?
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