Hoy comienza
el invierno en el hemisferio norte. Nos aguardan los meses más fríos
del año. Pero los comenzamos paradójicamente con las celebraciones más cálidas, incluso en este
año de la pandemia. Como los adultos tendremos dificultades para sonreír debido
a las desgracias acumuladas en este “annus horribilis”, tendremos que fijarnos
en los rostros de los niños y de los ancianos, la verdadera memoria viviente
de la Navidad. ¿Os habéis dado cuenta de
que los niños y los ancianos suelen tener una sonrisa
más limpia que la de los adultos? Los niños representan la inocencia original; los
ancianos, la inocencia recuperada. En el largo trayecto que va de la infancia a
la ancianidad los seres humanos olvidamos la inocencia y nos adentramos en territorios desconocidos. Solemos reproducir ese capítulo del Génesis en que
Adán y Eva quieren ser como Dios.
Ensayamos un estilo de vida autónomo, etsi
Deus non daretur (“como si Dios no existiera”). Nos sentimos muy orgullosos
de nuestra razón, pensamos por nosotros mismos, diseñamos una moral autónoma,
buscamos soluciones científicas a los problemas y hasta nos permitimos jugar un
poco con la vida y la muerte para ver hasta dónde podemos llegar. Esta larga
etapa de la adultez tiene sus enormes ventajas: nos hace libres y responsables,
críticos y creativos, solidarios y arriesgados. Pero también destapa el orgullo
que llevamos dentro. Nos vuelve a veces arrogantes y desconfiados, cínicos e individualistas,
descreídos y agresivos.
A muchos adultos
no les gusta la Navidad. Odian las reuniones familiares, se distancian del
buenismo de temporada y experimentan el hastío de unos ritos que, a fuerza de
repetición, acaban volviéndose vacíos e insignificantes. Pero quizá la razón
última, profunda y nunca dicha, es que no quieren que Dios se haga uno de nosotros y se cuele en su vida. Temen que su presencia complique demasiado nuestra
existencia autónoma y nos obligue a tomar decisiones que no queremos. En otras
palabras, temen – como temía Herodes – que el pequeño Niño de
Belén nos haga cambiar de vida. Eliminando la Navidad, suprimimos de golpe esa
insidiosa noticia de que “la Palabra se ha hecho carne y ha acampado en nuestro
suelo” y todas las consecuencias que se derivan. Sin la presencia de este Niño, podemos organizarnos a nuestro
antojo. Con él en medio de nosotros, el amor se convierte en la primera regla
de juego. Ya no es posible seguir haciendo trampas y engañándonos a nosotros
mismos. No, la Navidad, por dulce y pacífica que parezca según la estética de
las últimas décadas, es, en realidad, una fiesta revolucionaria. Pone patas
arriba nuestra manera de entender y organizar el mundo etsi Deus non
daretur.
Solo los niños y los ancianos se alegran verdaderamente de que
llegue la Navidad. Los primeros porque, desde su inocencia, conectan de manera
espontánea con un Dios que se hace como uno de ellos. Los segundos porque, curados
del orgullo y la autosuficiencia de la adultez, se abren arrepentidos y agradecidos a la
mirada misericordiosa de Dios y recuperan la inocencia perdida.
Cada vez me convenzo
más de que son los niños y los ancianos quienes preservan el verdadero espíritu de
la Navidad. Son ellos los “recordatorios” de la presencia de Dios en medio de
nosotros. Por eso, las sociedades descreídas no suelen prestar mucha atención a sus
voces. Por duro que parezca este juicio, creo que el aborto y la eutanasia son una
forma extrema de eliminar a quienes, de manera silente, nos recuerdan que hemos
sido hechos a imagen y semejanza de Dios y que nuestro corazón siempre estará
inquieto hasta que no repose en Él. Es probable que, a primera vista, se
presenten como operaciones terapéuticas en nombre de dos extraños derechos que
hemos introducido en nuestro particular paraíso terrenal: el derecho a disponer del propio
cuerpo a nuestro antojo (en el caso del aborto) y el derecho a elegir el modo y
el tiempo de morir (en el caso de la eutanasia). Pero, en realidad, son los
síntomas dolorosos de una sociedad que no quiere reconocer que la vida y la
muerte no son propiedad privada nuestra, sino regalos de Dios. La Navidad nos
lo recuerda cada año con claridad meridiana. Por eso, en definitiva, y no
tanto por otros aspectos superficiales, hay muchos adultos que la odian.
Solo la
inocencia original de los niños y la inocencia recuperada de los ancianos
pueden ayudarnos a no perder este tesoro. Donde no hay ancianos ni niños,
corremos el riesgo de olvidar quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos. Dejemos
que sus sonrisas limpias y su profunda alegría (no exenta de cierta nostalgia
en el caso de los ancianos) nos curen de nuestra arrogancia adulta y nos
ayuden a recuperar el verdadero sentido de la Navidad.
Leyendo esta entrada de hoy me están surgiendo muchas preguntas:
ResponderEliminarSi la vida es un don de Dios, ¿por qué nos permitimos destruirla? ¿por qué nos hacemos dueños de ella? En el caso del aborto no deja de ser un asesinato… y lo mismo en la eutanasia, aunque la disfracen más, aunque la persona lo pida, muchas veces influenciada por quienes le acompañan. ¿No hay otras soluciones?
Si no hubiera existido aquella primera Navidad, ¿cómo sería nuestra vida?
Dios, que podía haberse hecho presente de mil maneras diferentes, lo hace en un niño… y continua haciéndose presente en medio de los más débiles, de los más sencillos … ¿somos capaces de descubrirle en esta sencillez o le buscamos en “las grandezas”?