Me llegan fotos
de mi pueblo cubierto de nieve. Son estampas que me hacen feliz. Yo tengo una
relación muy especial con la nieve, quizá porque la asocio a
experiencias hermosas de mi infancia. En el norte de Italia también se están
produciendo grandes nevadas estos días, pero a Roma solo nos llegan el viento y
la lluvia. Contemplo todo a través de los cristales de mi ventana, en jornadas
domésticas que se me hacen un poco pesadas. Llevamos varios días semiconfinados.
La llegada de la vacuna todavía no se refleja en la flexibilización de las
medidas de contención del virus. En todos los años que llevo viviendo en Roma,
nunca había pasado tanto tiempo recluido en casa. Suprimidos los viajes y las
actividades conectadas con ellos, dispongo de más tiempo para leer, escribir,
hablar con las personas y descansar. Todas las jornadas se parecen unas a otras
como dos gotas de agua. Hay gente que disfruta con esta “dulce monotonía”. Les gusta
atenerse todos los días a un mismo patrón. Les da seguridad. Yo prefiero
combinar la regularidad con las sorpresas, el orden con el desconcierto, el hogar
con los viajes. Todavía no he llegado a esa edad en la que el ideal parece
cifrarse en una butaca cómoda, una mantita sobre las piernas, el fuego encendido
en la chimenea, una taza de té o de café y un buen libro en las manos o una película
en el televisor.
Como suele pasar
todos los años, en estos últimos días de diciembre los medios de comunicación
se dedican a hacer resúmenes del año que termina y proyecciones del que está a
punto de comenzar. No voy a poner enlaces a algunos artículos interesantes
porque todos son de pago. Resulta odioso pinchar y que aparezca un cartelito
con el mensaje: “Suscríbete para seguir leyendo”. Son ya pocos los periódicos
digitales completamente gratuitos, lo cual es comprensible si tenemos en cuenta
que alguien tiene que pagar a la plantilla que los elabora. Al hablar del año
2020, la pandemia colorea todo lo que hemos vivido. Se señalan las pérdidas sufridas,
pero también los aprendizajes. No estamos seguros de ser ahora mejores que hace
doce meses, pero sí un poco más cautos y quizás más humildes. A partir de la
experiencia vivida, se apuntan las grandes tendencias
para el 2021. Es probable que algunas se cumplan, pero, si algo hemos
aprendido en este 2020, es que todo puede cambiar de la noche a la mañana. Tenemos
que aprender a “aprovechar
el momento”, sin aferrarnos demasiado a lo programado.
La “dulce
monotonía” de los días débiles de Navidad (o sea, los breves períodos
entre las grandes fiestas) nos dan la oportunidad de pensar con calma. Podemos
caer en la tentación de abusar de la comida, el sueño y el sedentarismo, pero
sabemos que estos excesos pasan factura. Es mejor que la “dulce monotonía” combine
momentos de paseo (expuestos al viento frío del invierno) y momentos de
lectura, silencio y conversación, juegos y descanso, pequeños excesos gastronómicos
y algún que otro ayuno reparador. En el caso de los creyentes, estos días débiles
de Navidad son una oportunidad óptima para hacernos una vez más la eterna
pregunta que daba vuelta en la cabeza de san Anselmo y que nunca acabamos de
despejar: Cur Deus homo? (¿Por qué Dios se ha hecho hombre?).
Acostumbrados a dar por supuesta la humanidad de Dios, es probable que ya no
nos sobrecoja, que no seamos capaces de admirarnos ante algo inaudito. La
espiritualidad contemporánea reivindica mucho la trascendencia frente al
materialismo rampante, pero se aleja de la “materialista” espiritualidad
cristiana porque no puede entender que la divinidad quiera hacerse aquello que
nosotros quisiéramos trascender: carne débil. Da la impresión de que caminamos
en direcciones opuestas: nosotros queriendo huir del mundo material en busca de
no sé qué extrañas “energías espirituales” y Dios viniendo a nuestro suelo en
forma de un niño palpable. No tenemos días suficientes para dar cabida a tanto
asombro.
El recuerdo más positivo que tengo de la nieve es cuando, en la infancia, contemplaba como iba cayendo y dejaba el paisaje blanco para días… La imaginación volaba y tenía una sensación de perfección mientras no era pisada y cuando lo era representaba la seguridad que podían dar las huellas que se iban dejando… Seguridad para seguir el camino que se había desdibujado y seguridad para mantener el equilibrio pisando la nieve… Nieve equivalía a calor de una estufa, abrigados, en casa… De adultos ya no es lo mismo. Siempre se vive la magia de la nieve pero con ganas de que no quede por mucho tiempo porque le siguen una serie de problemas que hay que afrontar y de niña no te enteras de ello.
ResponderEliminar¿Por qué Dios se ha hecho hombre? Es una pregunta de difícil respuesta… ¿Llegará un día que lo tengamos claro?
Otra pregunta que me hago: ¿nos llegará un día de estar cómodos en una butaca y que nuestra única actividad sea la lectura o las películas? Creo que tendremos que hacer volar la imaginación para encontrar actividades que nos puedan llenar.
Gracias Gonzalo, porque en una sola entrada has llevado a diversos interrogantes.