lunes, 6 de febrero de 2017

No siempre estamos firmes

Empiezo la semana con el recuerdo de mis familiares, amigos, compañeros y conocidos enfermos. Me sale de dentro. Enfermo es el que padece una in-firmitas; es decir, una falta de firmeza. Cuando estamos sanos nos parece que la vida es firme y consistente, que todo discurre con la fuerza impetuosa de un arroyo de montaña. Pero, tarde o temprano, la enfermedad quiebra esa convicción. Entonces comprendemos mejor algo que nos sorprendía cuando éramos niños: la insistencia de los mayores en que lo más importante de la vida es la salud. Incluso cuando mencionaban la trilogía salud-dinero-amor, la salud siempre figuraba en el primer puesto. Después, de adultos, uno comprende otras interrelaciones. Se suele decir, con una pizca de ironía, que “quien pierde la salud para ganar dinero, acaba perdiendo su dinero para recobrar la salud”. En el ritual del matrimonio los esposos se comprometen a vivir su amor “en las alegrías y en las tristezas, en la salud y en la enfermedad”. He conocido ejemplos admirables de cónyuges que se han mantenido fieles en momentos de prueba a causa de la enfermedad de uno de ellos o de ambos y que se han acompañado y ayudado hasta el final.

La enfermedad no solo afecta a nuestra autonomía y estado de ánimo sino que, a menudo, pone en crisis nuestros valores y relaciones, nuestra manera de entender la vida. Es verdad que a muchas personas la enfermedad les ha hecho madurar humana y espiritualmente, pero solo después de haber superado la etapa de desmoronamiento que toda enfermedad supone. Una de las cosas que más me llama la atención en este proceso es que, a menudo, las personas enfermas son capaces de encajar la enfermedad y de sacar provecho de ella con más lucidez y profundidad que sus cuidadores. Es particularmente llamativo en el caso de algunos enfermos de cáncer.

Hace unos días visité en Alemania a un compañero claretiano que lleva siete años en silla de ruedas como consecuencia de un grave accidente de tráfico sufrido en Sri Lanka. Aunque en este tiempo ha progresado mucho, su autonomía es mínima. Por unos instantes me imaginé sentado en su silla de ruedas, a expensas de los cuidadores. ¡Cuántas horas de soledad y silencio, dando vueltas a recuerdos que duran solo un instante porque la capacidad de retención ha quedado muy dañada! ¿Cómo se contempla la vida a la altura de los 60 años desde una silla de ruedas? ¿Adónde van a parar todos los proyectos, las relaciones, los sueños? Es como si, de repente, la vida se truncase y hubiera que rehacerla desde el principio. Un buen tratamiento alivia esta crisis, pero no logra eliminarla por completo. La presencia de las personas queridas la hace más llevadera, pero nadie nos sustituye en estos trances.

El sábado visité a otro compañero internado en un hospital de Roma a consecuencia de una gravísima pancreatitis. Revestido con gorro, mascarilla y delantal protector, estuve unos minutos con él en uno de los boxes de la Unidad de Cuidados Intensivos. Parece que la enfermedad está controlada, pero tendrán que pasar semanas hasta que pueda volver a casa y recuperar su ritmo normal. Tumbado en una cama articulada, con tubos y cables por todas partes, mi compañero asumía la situación con serenidad, pero sabiendo que había supuesto un parón brusco en su intenso ritmo de vida. Esta lista se podría completar con los casos de familiares que desde hace años padecen enfermedades degenerativas, amigos que atraviesan períodos depresivos o personas que me piden que ore por ellos o por sus familiares enfermos. Cuando uno es niño, adolescente y joven los enfermos son generalmente los otros, los mayores. Uno está disfrutando la vida con tanta intensidad que –salvo excepciones– huye como por instinto de hospitales, residencias de ancianos y centros de rehabilitación. Es el tiempo de experimentar la salud como firmeza y también como autoafirmación. Incluso a veces como provocación. Una vez le oí decir a una persona: “Tienes una salud insultante”. Pero siempre llega un momento en el que la salud se transforma en enfermedad, en falta de firmeza. Entonces se hace visible la cara B de la vida: nuestra fragilidad física y psicológica, nuestra debilidad moral, nuestra falta de esperanza y, en definitiva, la inconsistencia de la vida. Solo cuando probamos en carne propia esta falta de firmeza empezamos a comprender a quienes llevan meses o años lidiando con la enfermedad.

Hace años solía ver a Jesús como el mensajero de la buena noticia del Evangelio. Me gustaba mucho su faceta de predicador itinerante. Quizá por eso acepté la vocación misionera. De un tiempo a esta parte, estoy fijándome en su faceta de sanador. De hecho, los evangelios están llenos de historias en las que los enfermos se acercan a Jesús para que los cure. Marcos, al comienzo mismo de su evangelio, describe esta escena: “Al atardecer, cuando ya se había puesto el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Él curó entonces a muchos enfermos de diversos males y expulsó a muchos demonios” (Mc 1,32-34). Su evangelio está repleto de historias de curaciones. Jesús cura a un leproso (Mc 1,40-45), a un paralítico (Mc 2,1-12), a un endemoniado (Mc 5,1-20), a la mujer hemorroisa (Mc 5,21-34), a un sordomudo (Mc 7,31-37), a un ciego (Mc 8,22-26), a un epiléptico (Mc 9,14-29)… Los ejemplos se pueden multiplicar. El apóstol Pedro, en el discurso que pronuncia en casa de Cornelio después de la resurrección de Jesús, resume así la actividad del Maestro sanador: “Él pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el demonio, porque Dios estaba con él” (Hch 10,38).

Cuando llega la enfermedad me acuerdo de este Jesús que sana. Creo en el poder de la oración. Lo he comprobado en muchas ocasiones, algunas muy cercanas a mí. Orar por los enfermos es una forma de expresar nuestra fe en este Jesús que nos puede devolver la firmeza cuando no nos mantenemos ya en pie. Hoy oro de una manera muy especial por las personas enfermas con las que he entrado en contacto en las últimas semanas. Y os invito a hacer lo mismo por las personas enfermas de vuestro círculo familiar y de amigos y conocidos. Creo que la oración debe ir acompañada de una preocupación concreta por visitarlas, escucharlas y prestarles el cuidado que está en nuestras manos. Recogeremos en el futuro lo que sembremos ahora.


1 comentario:

  1. Gracias Gonzalo por tu reflexión.
    Sorprende ver que hay personas con enfermedades graves que agradecen la enfermedad porque les ha ayudado a valorar la vida, la familia y todo lo que tienen.
    Los cuidadores, a veces, son los grandes olvidados. Nos solemos volcar con los enfermos y también los cuidadores necesitan tanta o más atención porque soportan todo el peso de la enfermedad de la persona querida y muchas veces en silencio.
    En cuanto a la fuerza de la oración, recuerdo que hace tiempo leí que se hizo un estudio aleatorio, hacia el año 1999, que demostró que hubo una mejoría especial en la salud de los pacientes de la unidad de cuidados coronarios por los que se había rezado ya que, para valorar el experimento, se pidió oración por ellos.

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