domingo, 11 de diciembre de 2016

La pregunta del millón

Es evidente que Juan el Bautista me cae simpático. Hace una semana lo presenté como “un hombre fuerte para tiempos débiles”. Era una forma de subrayar su integridad y su valentía como denuncia de nuestra mediocridad espiritual. El evangelio de este Tercer Domingo de Adviento vuelve a hablar de Juan, pero desde otra perspectiva. No es el evangelista Mateo sino Jesús mismo quien se encarga de hacer el “retrato robot” del hombre del desierto. Primero dice lo que no es: una caña sacudida por el viento (es decir, un loco sin fundamento) o un hombre vestido de lujo (es decir, uno de los poderosos). Después añade lo que es con una sola palabra: Juan es un profeta. Incluso más. En realidad, no se ha inventado una palabra que explique bien la singularidad de Juan el Bautista. Quizá la que más se aproxima es la usada por la tradición cristiana: precursor. En cualquier caso, para un judío la palabra profeta estaba cargada de profundo significado. El profeta era una persona que hablaba en nombre de Dios, de manera ostensible y siempre en favor de la salvación del pueblo (incluso cuando tenía que denunciar su infidelidad). Pero Jesús dice que Juan es más que un profeta. Es un mensajero y un ingeniero de caminos. Anuncia y prepara. El piropo final no tiene desperdicio: “Os aseguro que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan, el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él” (Mt 11,11). 

De todos los detalles que aparecen en el evangelio, yo me quedo con la pregunta de Juan. Imaginemos la situación. Él está en la cárcel. Es un hombre preso por fuera y libre por dentro. Se ha enterado de que Jesús ha comenzado su misión, pero se siente desconcertado. Él imaginaba un Mesías que pusiera orden y justicia en un mundo desordenado y corrupto. Un Mesías fuerte, “como Dios manda”. A anunciar ese Mesías se había dedicado en cuerpo y alma y hasta había pagado su atrevimiento dando con sus huesos en la cárcel. Cuando le cuentan el tipo de actuación de Jesús no sabe qué pensar. Su pregunta me parece la más importante que se haya formulado jamás, mucho más importante que la que inquiere si existe Dios o no. Porque no se trata solo de que Dios exista. Necesitamos saber de qué Dios se trata. Ese “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?” marca la historia de principio a fin. En el fondo, con formulaciones diversas, es la pregunta que todos nosotros nos hacemos. Es la pregunta que se han hecho la filosofía y la ciencia, los hombres sabios y los sencillos, los artistas y los obreros. Permitidme que juegue con ella y la reformule de diversas maneras:
  • ¿Debo fiarme de ti o es mejor que ponga mi confianza en la ciencia y la filosofía para que me aclaren -hasta donde sea posible- quién soy, de dónde vengo y qué me espera?
  • ¿Eres tú un profeta más de los muchos que han existido en la historia humana (Buda, Confucio, Lao-Tse, Moisés, Mahoma…) o debo creer que tú eres el alfa y la omega, el principio y el fin de todo?
  • ¿Merece la pena que me entregue por completo a ti o es mejor que me reserve una zona de seguridad por si acaso todo es un cuento?
  • ¿Por qué si ya has venido las cosas no acaban de cambiar como soñamos los seres humanos? ¿No será todo una estafa?
  • ¿Por qué muchos hombres y mujeres de ciencia consideran que todo lo que se refiere a ti es un mito impropio de gente civilizada?
  • ¿Hasta cuándo nos vas a mantener en la incertidumbre?
Cada uno puede completar esta serie con sus propias interrogaciones, las que le salen de la bodega interior. Juan ha tenido el coraje y la honradez de formular la pregunta del millón. No conozco ningún filósofo que haya logrado tanta agudeza. Ni siquiera el ¿Por qué el ser y no la nada? de Martin Heidegger tiene la fuerza de la pregunta del Bautista.

Pero si aguda es la pregunta de Juan, no menos sorprendente es la respuesta de Jesús. No le dice: “Tranquilo, Juan, no dudes, yo soy el Mesías anunciado por los profetas. Fíate de mí”. A través de los discípulos de su pariente, le manda una lista de seis signos que parecen ir en dirección contraria a la que Juan hubiera considerado mesiánica: “los ciegos ven (1), y los inválidos andan (2); los leprosos quedan limpios (3), y los sordos oyen (4); los muertos resucitan (5), y a los pobres se les anuncia el Evangelio (6)”. Todos ellos tienen un claro trasfondo bíblico (basta recordar la profecía de Isaías 35 que leemos en la primera lectura de hoy), pero parecen demasiado blandos. Así no se combate el mal que asola el mundo. ¿Dónde quedan la purificación y la venganza? ¿Qué justicia es esa que no castiga a los corruptos, infieles y opresores?

El evangelio de Mateo no nos dice cómo reaccionó Juan cuando recibió esta embajada. Estoy seguro de que vivió una profunda conversión como la que tenemos que hacer cada uno de nosotros: pasar de la fe en un Dios rígido, estricto, castigador a un Dios tan compasivo que dan ganas de ponerle “de profesión sanador en su tarjeta de visita. Sí, Jesús es el que tiene que venir porque este es el Dios que necesitamos los seres humanos que no vemos, no caminamos, estamos sucios, no oímos, morimos y estamos saturados de malas noticias. Las credenciales mesiánicas de Jesús son los seis signos que indican que un mundo nuevo ha empezado, que Dios ha decidido tomar cartas en el asunto, pero no como un juez implacable sino como un padre misericordioso. Se trata de signos. Se requiere la paciencia del agricultor -como nos recuerda la carta de Santiago, que se lee en la segunda lectura de hoy- para recoger los frutos.

Fernando Armellini siempre tiene algo interesante que decirnos cada domingo. También podéis acercaros hoy a los comentarios dominicales de José Antonio Pagola. Son mucho más breves y se encuentran nada menos que en ocho lenguas: español, euskera, catalán, gallego, italiano, francés, portugués e inglés. Feliz domingo Gaudete. La Navidad está ya cerca.


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