Cuando yo era
niño, el 8 de diciembre era el día reservado para instalar en las casas el árbol de Navidad
y el nacimiento (o el belén o el pesebre, que de todas estas maneras se denomina según los lugares). La
solemnidad
de la Inmaculada –o de la Purísima, como decía la gente de mi tierra–
constituía el pistoletazo de salida hacia la Navidad. Pero siempre dentro del
clima de espera y preparación típico del Adviento. Hoy la Navidad comienza
mucho antes. Y no por motivos litúrgicos sino comerciales. Sin llegar al extremo
filipino, que asocia la Navidad a los cuatro “ber months” (es decir,
los meses terminados en ber: September, October, November y December), también
en Europa cada vez comienza antes esta festividad, con lo cual llegamos al 25 de diciembre cansados de compras y ahítos de festejos y reuniones. Y, lo que es peor, acabamos
vaciando de sentido la espera. Solo quien sabe esperar disfruta cuando llega la
persona anhelada. Solo quien ayuna valora el banquete. Una Navidad sin Adviento se vuelve insignificante, puro espectáculo de cartón piedra. Si no esperamos nada, tampoco recibimos nada. No me
extraña que haya personas que odien estas fechas porque para ellas representan la exaltación del sinsentido y la superficialidad, el descenso a la sima de la soledad en medio de interminables reuniones familiares y jolgorios colectivos. El vacío entonces tiene que rellenarse a base de consumo. O transformar el acontecimiento cristiano (de por sí devaluado) en un hermoso canto al solsticio de invierno desempolvando ritos ancestrales. O simplemente esperar a que escampe. Por gustos que no quede.
Hace años vi en algunas casas y conventos de Andalucía una
placa –generalmente de cerámica– con una inscripción que nunca había
visto en Castilla. Rezaba así: “Nadie
cruce este portal / sin que jure por su vida / que María es concebida / sin
pecado original”. Muestra hasta qué punto está
arraigada la devoción a la Virgen Inmaculada en el alma del pueblo. Se puede recordar también el saludo tradicional, que ya solo permanece en algunos
conventos y en bastantes personas cuando se acercan al sacramento de la confesión: “Ave María purísima, sin
pecado concebida”. Todas son muestras de una devoción que refleja una fe profunda. Son como comentarios populares al saludo del arcángel Gabriel: “Alégrate, María, la llena de gracia”. Y la llena de gracia responde a su vez llena de alegría: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador”. En mi país hay una fuerte tradición mariana e inmaculista. De hecho, la Inmaculada fue proclamada Patrona de España por el
papa Clemente XIII, a solicitud del rey Carlos III, en 1760. También es patrona
de otros muchos países como Portugal, Colombia, Estados Unidos, Filipinas, El
Salvador, Panamá, etc. Un simple post no da para contar la historia de estas devociones. Y mucho menos para hablar sobre la formulación del
dogma (1854), resumir la teología
de la Inmaculada Concepción o comentar las lecturas
de esta solemnidad.
Quiero fijarme
solo en un aspecto. En un mundo corrupto y contaminado (en el más amplio
sentido de la palabra), María, la llena de gracia, es una presencia que descontamina y purifica. Igual que las personas tóxicas intoxican a quienes se les aproximan,
las personas agraciadas crean en torno a ellas un círculo de luz y de bondad. La
agraciada por antonomasia es María de Nazaret. Quien se acerca a María acaba
contagiado por su alegría de Dios, por su inquebrantable fe y por su generosa entrega. Hace años, un psiquiatra ateo me confesó que
la única doctrina de la dogmática católica que le parecía empíricamente verificable (¡ojo al adverbio!) era la del pecado original.
En su trabajo se había topado con un mal congénito que condiciona la libertad
de las personas. No encontraba ninguna explicación científica para esta
propensión innata en los seres humanos. ¿Por qué a menudo hacemos lo que no
queremos y dejamos de hacer lo que queremos? Es como si nuestro sistema
operativo estuviera infectado por un virus que le impide funcionar como
debiera. Por eso todas las aplicaciones
van un poco lentas o producen resultados inesperados. Solo María se ha visto
libre de este virus. Dios ha impedido que la madre de Jesús quedara contagiada.
En ella contemplamos cómo sería la humanidad sin este lastre. Con su fuerza de
Mujer Inmaculada podemos luchar contra el dragón de las mil cabezas que
emponzoña la vida de los seres humanos. La Inmaculada se convierte así en la
Vencedora.
Os dejo con un soneto
acróstico escrito por el poeta extremeño Teófilo
Borrallo Gil.
P ara amarte, dulcísima MaríaU no entre mil motivos es bastante;R ecordar tu pureza deslumbranteA la que el mismo sol envidiaría.
I nsensible a tu Gracia, se desvíaN uestro amor, ¡tantas veces vacilante!M as, sólo contemplándote un instante,A tu ser virginal todo lo fía.
C ielo y Tierra proclaman tu grandezaU nidos en amante devoción,L abrando una corona a tu pureza.
A céptala, Señora, que es razónD otar de nobles signos de realezaA la que es reina ya en el corazón.
Feliz fiesta de la Inmaculada... que María nos acompañe siempre en nuestro caminar.
ResponderEliminarGracias por este post