domingo, 22 de junio de 2025

De su Cuerpo a nuestro cuerpo


Celebro la
solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo en el monasterio de la Conversión, un precioso lugar donde se respira el silencio de quienes están acostumbradas a escuchar la voz de Dios en el libro de la naturaleza y en la Escritura. Las monjas agustinas que lo habitan están contentas porque el papa León XIV, agustino como ellas, dará un nuevo impulso a la espiritualidad agustiniana en un momento en el que necesitamos sus notas principales: búsqueda de la verdad, cultivo de la interioridad y la belleza, sentido de la armonía y la unidad y pasión por la Palabra de Dios. 

Si Benedicto XVI buscó inspiración en san Benito de Nursia (el santo de la armonía) y Francisco se inspiró en el poverello de Asís (el santo de la pobreza), León XIV beberá en la fuente de Agustín de Hipona (el santo de la búsqueda apasionada de Dios y de la unidad de la Iglesia). Pienso estas cosas mientras medito el significado de la fiesta que hoy celebramos. Lo hago leyendo las lecturas de la liturgia del día y también un texto de san Agustín que me resulta inspirador:

“Lo que estáis viendo sobre el altar de Dios es pan y un cáliz; pero aún no habéis escuchado qué es, qué significa, ni el gran misterio que encierra. Según nuestra fe, el pan es el cuerpo de Cristo, y el cáliz la sangre de Cristo. (…) ¿Cómo este pan es su cuerpo y cómo este cáliz, o lo que él contiene, es su sangre? A estas cosas, hermanos, las llamamos sacramentos, porque en ellas una cosa es lo que se ve, y otra lo que se entiende. Lo que se ve tiene forma corporal; lo que se entiende tiene efecto espiritual.
Si quieres entender el cuerpo de Cristo, escucha al Apóstol que dice a los fieles: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros». Por tanto, si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros. A lo que sois respondéis con el «Amén», y con esa respuesta lo rubricáis Se te dice: «El cuerpo de Cristo», y tú respondes: «Amén». Sé miembro del cuerpo de Cristo para que ese Amén sea auténtico” (Sermón 272).

Si -como dice san Pablo- nosotros somos “el cuerpo de Cristo” (1 Cor 12,27), cada vez que celebramos la Eucaristía estamos celebrando nuestra propia fiesta. La consecuencia para la vida cotidiana es clara: nunca sabremos quiénes somos sin la Eucaristía. ¡Lástima que hayamos perdido esta perspectiva y que hayamos reducido el sacramento a una celebración rutinaria y fácilmente prescindible! Cuando olvidamos que “somos el cuerpo de Cristo”, no experimentamos ya la necesidad de alimentarnos con ese otro Cuerpo de Cristo hecho pan y vino. Rompemos la unidad de los cuerpos

Mientras escribo estas notas, he recordado que hace 24 años viví una hermosa y aleccionadora experiencia en El Salvador. Rebuscando en mis viejos archivos informáticos, he encobrado lo que escribí entonces, mucho antes de abrir este blog. Lo reproduzco íntegramente.


LA NIÑA LIDIA

Tuve la suerte de viajar a El Salvador una semana después del terremoto que asoló el país el 13 de enero de 2001 causando más de 800 muertos y miles de damnificados. No puedo olvidar lo vivido en Armenia, una localidad situada a una hora de la capital. Allí, el terremoto mató a 28 personas y dejó sin casa a varios cientos. En una calle cercana al cementerio vivía la “niña Lidia”, una anciana de 86 años, de cuerpo menudito, rostro arrugado y sonrisa tierna. Se protegía del sol con unas grandes gafas negras a las que les faltaba la patilla derecha. Cuando me acerqué a ella para preguntarle cómo se encontraba en medio de tanta desolación, me respondió que bien y que lo que realmente quería era comulgar: “Sin la comunión, padreci­to, somos como los chanchos: no hacemos más que comer y dormir”.

Estas cosas no se entienden bien en Europa. Lo que uno espera en un caso como éste es encontrarse a personas que se quejan de la suerte sufrida, que exigen más rapidez en la entrega de las ayudas, que buscan culpables de la tragedia, que reclaman sus derechos. La niña Lidia, en realidad, también reclamaba sus derechos; o mejor, su principal derecho a recibir a Jesús en la eucaristía. Con su insistencia, me estaba diciendo que, en efecto, necesitaba urgentemente retejar la casita de su hija, disponer de comida en buenas condiciones, beber agua potable y guarecerse con mantas del relente nocturno, pero que lo que más necesitaba era sentirse sacra­mentalmente unida a Aquel que puede dar sentido y alivio al sufrimiento vivido. En plena calle, sentada en una silla de hilos de plástico, la niña Lidia era un canto a la esperanza, a la dignidad. Sabía que, teniéndolo a Él, tenía todo lo que necesitaba. ¡Qué concreción tan hermosa y tan realista del sólo Dios basta de Teresa de Jesús!

Escribo estas líneas en la sala de tránsito del aeropuerto de Miami. La mayor parte de la gente que está aquí, incluido yo, pertenece a una sociedad que ha sido educada en la exigencia de sus derechos. Esta educación es esencial para no ser víctimas de los más poderosos: los grandes grupos económicos o mediáticos, los políticos manipuladores, los funcionarios engreí­dos o los profesionales sin escrúpulos. Supone, pues, un enorme avance en la conciencia moral de la humanidad. Una de las características de las sociedades modernas es precisamente haber logrado que sus miembros pasen de la condición de súbditos a la de ciudadanos; es decir, que sean de verdad sujetos de derechos y no simplemente siervos de un poder absoluto.

Pero, ¿quién puede garantizar que nuestros derechos sean salvaguardados si no existe al mismo tiempo una cultura de los deberes? A veces, el mismo que reclama indemnizaciones por el retraso de un vuelo es el que atufa con el humo de su cigarrillo al que tiene al lado. Uno puede enfadarse con un funcionario incompetente y luego llegar tarde al trabajo sin importarle lo más mínimo. Estas incoherencias hacen que utilicemos distintas varas de medir: una, amplia, para reclamar nuestros derechos y otra, estrecha, para asumir nuestros deberes. Y, sin embargo, no hay garantía de derechos si no existe responsabilidad en el cumplimiento de los deberes porque los derechos de los demás pasan por el cumplimiento de los deberes que pueden hacerlos posi­ble. El derecho a ser atendido en caso de enfermedad, por ejemplo, pasa por el deber del estado de organizar un sistema sanitario universal y por el deber del médico de prestar ayuda competen­te a quien precisa de ella.

La niña Lidia puede aparecer ante nuestros ojos superficiales como una ancianita resig­nada y manipulable, el prototipo de una religiosidad que, con el recurso a Dios, encubre las responsabilidades humanas y no estimula el esfuerzo. ¡Qué torpe se me antoja este razonamien­to, aquí, en este país, prototipo de racionalidad y al mismo tiempo tan insustancial en ocasiones! El deseo de recibir al Señor era el que mantenía viva a esta anciana. Este deseo le permitía, a pesar de su debilidad, alentar a su familia y a sus vecinos para emprender el trabajo de recons­trucción. La gracia de la eucaristía era para ella una verdadera fuente de responsabilidad, no una evasión de la desgracia causada por el terremoto.

El caso de la niña Lidia no es un caso aislado. Hablando con unos y con otros, caí en la cuenta de que los damnificados pedían ayuda, pero no querían depender de la asistencia exterior. El derecho a ser ayudados iba acompañado -y aun precedido- por el deber de asumir la tarea de la reconstrucción. Un terremoto, como cualquier situación dolorosa, constituye un banco de prueba. Nos permite comprobar nuestras auténticas convicciones y actitudes. Cuando la niña Lidia pedía la comunión estaba mostrando que la fe que confesaba en tiempos de tranquilidad tenía raíces, que cuando consideraba que hacer la voluntad de Dios era su alimento, no estaba diciendo algo sin sentido. Estaba expresando lo que de verdad movía su vida. En este horizonte, su frase adquiría la profundidad de un acto de fe: “Sin la comunión ... no hacemos más que comer y dormir”.

sábado, 21 de junio de 2025

De Sol a Sotillo


El verano astronómico ha empezado hoy a las 4,42 de la madrugada. El meteorológico llevamos padeciéndolo desde hace semanas. En el momento de escribir esta entrada el termómetro ya marca 31 grados. Cuando salí a caminar por el centro de Madrid a las 7 de la mañana todavía estábamos a 24 grados. No olvido que en esta villa y corte vivió un tiempo san Luis Gonzaga, el santo cuya fiesta celebramos hoy.

Siempre disfruto de la ciudad a esa hora en que se despiden los últimos nocturnos y empiezan su trajín los “hijos de la luz”. Veo a gente corriendo por el paseo de Rosales y por el parque de Oeste. Siguen las obras en los jardines de Sabatini. Después de meses de trabajo, está previsto que terminen a lo largo del verano. En la plaza de Oriente están montando un pequeño estrado para celebrar el Día Internacional del Yoga. Veo a un grupo de indios preparándose para el evento. 

Por la calle Arenal abundan los repartidores matutinos y algunos turistas. Una pareja de homosexuales va cogida de la mano y un grupo de jóvenes apura los tubos de cerveza en un bar que hace chaflán. En la Puerta del Sol han colocado ya algunos toldos de los más de treinta previstos. Se quiere crear un espacio de sombra que proteja a los viandantes del ataque despiadado del sol de mediodía. A algunos les parece un pegote antiestético y poco práctico; otros -ante la imposibilidad de plantar árboles por las características de la zona- lo anhelan. Un camión cisterna riega los adoquines. En un momento dado, el chófer del camión y el empleado de la manguera detienen su trabajo y se sirven un café de un termo.


Paso un momento por la recién modelada plaza del Carmen con su monumento al bombero. Una joven trabajadora de la limpieza barre con desgana los papeles, latas y colillas que hay esparcidos por las losas de granito. Parece que acaba de salir de una discoteca. Barre sin garbo, dejando la mitad de la basura en el suelo. Emboco la Gran Vía a la altura de Callao. Las anchas aceras todavía están bastante despejadas, aunque ya hay personas que suben y bajan. Echo de menos una mayor limpieza. Todavía se ven las consecuencias de la noche. Hay varias personas que se desperezan saliendo de sucios sacos de dormir. Algunos mendigos han comenzado ya su jornada laboral instalando carteles de cartón con los típicos mensajes: “No tengo trabajo. Tengo tres hijos. Necesito comer”. Las necesidades reales (tan sangrantes a veces) se mezclan con la picaresca

La Gran Vía a esta hora no se parece nada a la Gran Vía vespertina y nocturna. Percibo una vez más la grandiosidad de muchos edificios, coronados por picotas con esculturas u otros recursos arquitectónicos. Abundan las lonas publicitarias que cubren trabajos de restauración de fachadas. Al llegar a plaza de España descubro que una vez más está ocupada por casetas y vallas. Está vez es la Federación Madrileña de Fútbol la que ha organizado algún evento mientras prosiguen los trabajos de adecuación del futuro café Cervantes, un bunker horrible que lleva años en el dique seco.


La calle Princesa -sobre todo la plaza de los Cubos- está todavía sin limpiar. Se amontona mucha basura junto a las papeleras. Confieso que me cuesta entender la falta de cultura cívica. ¿Por qué ensuciamos tanto las calles? ¿Por qué no las consideramos como una prolongación de nuestra casa y las cuidamos con esmero? ¿Por qué fiamos todo al trabajo de los limpiadores? Cuanto más multicultural se está volviendo la ciudad, más sucia aparece. Veo a personas que arrojan cualquier cosa (papeles, cajetillas de tabaco vacías, colillas, chicles, etc.) al suelo, aunque tengan una papelera o un contenedor de basura a cinco metros. En este campo envidio los hábitos japoneses. 

Llego a casa contento por haber empezado el día más largo del año tomando el pulso a la ciudad y triste por la degradación innecesaria a la que la sometemos. Junto a la corrupción política -tan en el candelero estos días- hay una corrupción cívica y ambiental que no sé cómo se puede combatir. Con estos sentimientos encontrados me preparo para salir dentro de unas horas hacia el Monasterio de la Conversión, en Sotillo de la Adrada (Ávila), donde tendré el retiro de fin de curso con mi comunidad. El día más largo del año lo he comenzado muy pronto en el corazón de Madrid y lo terminaré, si Dios quiere, en el silencio del campo y de un monasterio agustiniano, bajo las estrellas de una calurosa noche de verano. C'est la vie!

miércoles, 18 de junio de 2025

Debajo del asfalto está la playa


En un día como hoy me gustaría estar viviendo en el hemisferio sur. Los 35 grados de Madrid comienzan a pesar a tres días antes del comienzo oficial del verano. No me extraña que con este calor suba también la temperatura política en el Congreso de los Diputados y todos perdamos un poco la cabeza. 

Me he pasado la mañana dando una charla en el capítulo de los Paulinos de España. Me ha gustado mucho el animado diálogo posterior. Se notaba el interés de los participantes. Nos jugamos mucho en el modo de afrontar la situación que estamos viviendo. No es fácil encontrar voces sensatas que sigan manteniendo la esperanza.


Por lo demás, se recrudece el conflicto entre Irán e Israel. Seguimos bajo la amenaza de una guerra que, en realidad, ya está en curso con focos interconectados. Lo que sucede entre Ucrania y Rusia no está separado de lo que sucede en Oriente medio y en otros puntos calientes del planeta. 

Hay como una “internacional de la guerra” que opera con brazos distintos según los intereses geoestratégicos de cada zona. El Papa alza su voz clamando por la paz, pero no creo que tenga una particular resonancia. La lógica del mundo no es la lógica del Evangelio. Jesús nos los advirtió con claridad.


En un país con un grave desequilibrio demográfico, me duele leer que el número de abortos en España equivale a todos los niños nacidos hasta el mes de abril. ¿Por qué estamos empeñados en suicidarnos como civilización? ¿Qué misteriosa fuerza nos empuja a ir en contra de la vida? No tengo respuestas para estas preguntas. 

Lo que me anima es comprobar que cada vez hay más jóvenes que no se resignan a cruzar los brazos y esperar que escampe. Hay un verdadero renacer espiritual entre los integrantes de la “primera generación incrédula de Europa”. ¿Cómo podemos ser sensibles a sus búsquedas y acompañarlas con delicadeza? 

No deberíamos perder demasiado tiempo en denunciar el mal. Lo que importa es cultivar las muchas semillas de evangelio que el Espíritu siembra por doquier. El fin de semana pasado un compañero claretiano de Sevilla me decía que cada vez participan más jóvenes en las Eucaristías dominicales e incluso en las diarias. Es un síntoma claro de que algo está cambiando. La salud personal y social está ligada a un auténtico renacimiento espiritual. La cultura de la vida se abre paso cuando somos atraídos y transformados por la Vida. Hay una hermosa playa de esperanza bajo el duro asfalto de la incertidumbre y la confusión


martes, 17 de junio de 2025

Buenos días, corrupción


No se habla de otra cosa en periódicos, radios, televisiones y redes sociales. Ante la cadena de casos de corrupción que afectan al PSOE, el secretario general del partido y presidente del gobierno está aplicando paso a paso el “manual de resistencia”. Su estrategia parece sacada de uno de esos libros que enseñan a afrontar las crisis institucionales. Los pasos, con algunas variantes, son de sobra conocidos: 1) Proceder a una comunicación rápida para hacer ver que se afronta la crisis con transparencia y decisión; 2) Pedir perdón a las personas e instituciones afectadas; 3) Convocar el gabinete de crisis; 4) Comunicar con decisión las medidas que se pretende adoptar; 5) Hacer de la crisis una oportunidad para defender el proyecto y la historia de la institución.

A estos cinco pasos clásicos hay que añadir un sexto que el presidente sabe utilizar muy bien: 6) Acusar a los adversarios por elevación. El discurso es claro: “Nosotros, a diferencia de otros (léase, la llamada ultraderecha) actuamos con rapidez, transparencia y eficacia. Por eso, no tenemos alternativa posible”. La estrategia funciona… hasta que deja de funcionar. Aunque todavía hay amplios sectores de la población que están dispuestos a comulgar con estas ruedas de molino y a defender lo indefendible (incluidos los partidos que sacan tajada de la debilidad), esta vez el hartazgo es tan general y profundo que ni siquiera el verano y el temor a que gobierne la ultraderecha van a atenuar el descontento y la rabia. ¡Hasta las mentiras y triquiñuelas dialécticas tienen un límite!


Más allá de lo que ahora está sucediendo con el PSOE, la raíz es cultural, axiológica, no solo política. La corrupción forma parte de una manera de entender la vida que se ha instalado en las mentes de muchas personas y que adquiere formas diversas según los distintos ámbitos y niveles en los que cada una se mueve. Hay corrupción en los ayuntamientos de los pueblos y de las pequeñas y grandes ciudades, en las diputaciones, en los gobiernos autonómicos, en el gobierno central, en las empresas, en los clubes deportivos, en los medios de comunicación, en los partidos políticos, en la universidad… y me temo que también en la policía, la judicatura y hasta en la Iglesia. 

Es como si los seres humanos tuviéramos la capacidad innata de corromper todo cuanto tocamos, como si la pasión por el poder y el dinero estuviera instalada en nuestro disco duro a modo de una aplicación que se activa automáticamente cada vez que se presenta la más mínima oportunidad de sacar provecho. Es necesario ahora denunciar con energía lo que está sucediendo en el partido del gobierno, pero sin olvidar los otros muchos casos que se dan en distintas instituciones.


Cada vez que saltan casos de relieve a los medios de comunicación social, enseguida se disparan las medidas de lo que habría que hacer para evitarlos. Se habla de auditorías generales, normas, controles, comisiones, etc. Todo eso puede llegar a ser necesario, pero nunca evitará el problema porque su raíz es otra. No se trata solo de mejorar los procedimientos, sino de afinar los discernimientos. Mientras no se cultive desde la infancia (familia, escuela, grupos, etc.) una cultura de la honradez, la responsabilidad y la rendición de cuentas, las medidas que se adopten serán “pan para hoy y hambre para mañana”. 

Mientras vivamos en una sociedad que valora el dinero fácil, que ensalza al pícaro y al bon vivant, que transige con las pequeñas corrupciones de la vida cotidiana, que desprecia la cultura de la virtud y del esfuerzo… no habrá ninguna garantía de que la corrupción se reduzca a unos pocos casos aislados. 

No veo síntomas claros de que realmente aspiremos a este radical cambio de valores. Lo que observamos en los políticos, particularmente obligados a la ejemplaridad por su responsabilidad social, no es más que una representación de lo que vemos a diario, a escalas menores, en la vida cotidiana. Para que sea eficaz, la regeneración tiene que ser radical. No hay otra. La fe cristiana puede/debe contribuir a esta sanatio in radice. Una de las urgencias evangelizadoras es la promoción de una cultura de la verdad, la bondad y la belleza que nos prevenga contra la corrupción que todo lo emponzoña. 


lunes, 16 de junio de 2025

Meditación junto al Guadalquivir


Los 36 grados de Madrid se me hacen pesados, pero menos que los 38 de Sevilla. La humedad del Guadalquivir hace que la sensación de agobio sea mayor. Lo digo porque me pasé el fin de semana en la capital andaluza. El sábado 14 participé en la ordenación sacerdotal y en la primera misa de un joven amigo. Debido a las obras de restauración en curso, la ordenación tuvo lugar en el trascoro de la inmensa y magnífica catedral de Sevilla. En ese espacio no cabía un alma entre familiares, amigos, fieles en general y un nutrido grupo de sacerdotes concelebrantes, muchos de los cuales eran bastantes jóvenes.

La ceremonia duró dos horas y cuarto. En el Congo, por ejemplo, no hubiera bajado de cinco, como he podido experimentar en dos o tres ocasiones. Todo estaba medido y ensayado. A la solemnidad litúrgica se añadía un inconfundible toque sevillano, que se reflejaba en la proliferación de acólitos, en las peinetas y mantillas de algunas damas y, en general, en la combinación de elegancia y tronío y en el gusto por los ritos. Yo pasé desapercibido entre gentes que no conocía, lo cual me permitió centrarme en la celebración y observar con detalle todo lo que iba sucediendo.


La primera misa de Javier fue ese mismo día a las 8,30 de la tarde en la barroquísima iglesia de la Magdalena. En la puerta principal había una señora de mediana edad mendigando y abriendo la puerta a quienes querían entrar. Como la mayoría de los que entraban o salían no le daban ni un euro, comenzó a despotricar contra los “señoritos” que se dicen cristianos, pero se olvidan de los pobres. su desahogo me hizo pensar. La misa fue de la solemnidad de la Santísima Trinidad. Junto a Javier, el misacantano, estábamos alrededor de una cincuentena de sacerdotes, incluyendo algunos compañeros suyos que habían sido ordenados por la mañana. 

La homilía, bien construida y leída por un sacerdote amigo del joven presbítero, no se centró tanto en el significado de la fiesta litúrgica, cuanto en la misión del sacerdote y en la trayectoria vocacional de Javier. Después de presentar los dones del pan y el vino, a Javier le lavaron las manos sus emocionados padres. ¡Todo un símbolo! La misa procedió con normalidad. Acabada la comunión, Javier dio gracias a Dios y a muchas personas, pero no lo hizo en forma de discurso, sino de oración. Su formación periodística le ayudó a hablar con espontaneidad, orden y un punto de sobria emoción. El besamanos final se alargó muchos minutos porque era mucha la gente que quería felicitar al misacantano. Yo me fui escabullendo discretamente para llegar a mi residencia a una hora razonable venciendo el calor asfixiante de la noche sevillana.


Mientras regresaba en autobús, flanqueando la margen izquierda del siempre fascinante Guadalquivir, trataba de combinar la fiesta de la Santísima Trinidad, el significado de la ordenación sacerdotal y el contexto social en el que nos encontramos tras conocerse con más detalle los casos de corrupción que afectan a líderes del partido gobernante. Nadie está libre de pecado, pero ¡qué diferencia tan abismal entre quien renuncia a su proyecto personal para servir a Dios y a la comunidad y quien se sirve de la política para lucrarse a costa de los demás! Son dos maneras antitéticas de entender la vida y de situarse ante ella. Las dos están siempre ante nuestros ojos. No basta con tomar una opción y luego dejarse llevar por la inercia de la vida. Cada día tenemos que optar por servir a los demás o por buscar nuestro interés, por hacer de Dios el centro o por mirarnos el ombligo y asegurar el bolsillo. 

Creer en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo no es solo dar nuestro asentimiento racional y cordial a un Misterio que nos supera, sino entrar en una dinámica de amor en la que, muriendo a nosotros mismos, nacemos a una vida superior. En su oración final, Javier utilizó el verbo “expropiar”. Él se sentía “expropiado” por Dios para el servicio de la Iglesia y de la humanidad. Y recordó una anécdota que le ocurrió cuando, años atrás, comunicó a su padre la decisión de entrar en el seminario. El padre, realista como la mayoría de los padres, le dijo: “Todos queremos conducir por buenas autopistas, pero no queremos que nos expropien nuestras fincas para construirlas”. A buen entendedor, pocas palabras.

viernes, 13 de junio de 2025

No nos dejes, Antonio


Unas horas antes de que el rey Felipe leyera ayer su discurso en el Palacio Real en el acto organizado para conmemorar el 40 aniversario de la entrada de España en las Comunidades Europeas, Bárbara Rey había presentado sus memorias en un hotel madrileño. El rey Felipe ensalzó, siquiera discretamente, el papel de su padre Juan Carlos I en el proceso de adhesión. La vedete habló sin tapujos sobre sus amoríos clandestinos con ese mismo rey, hoy anciano y autoexiliado en los Emiratos Árabes. 

El presidente del gobierno, que pronunció un discurso institucional en el mismo acto que el rey Felipe, acababa de venir de la sede del PSOE después de una rueda de prensa en la que había pedido perdón a la ciudadanía por la corrupción de algunos miembros de su partido. No sé con qué humor cargarían ambos mandatarios sus respectivos fardos. Viendo sus rostros en la pantalla de mi ordenador, comprendí mejor que toda cara tiene siempre su cruz. La vida es poliédrica. No resulta nada fácil gestionar la complejidad y mucho menos la contradicción y hasta el escándalo.


Las distancias más o menos sangrantes entre lo que debería ser y lo que es se dan también en el seno de nuestras familias y comunidades. Y se dan, por supuesto, en la Iglesia. La diferencia estriba en que la Iglesia no se mide consigo misma, sino con el Misterio de Dios. Por eso, se reconoce como santa y pide perdón como pecadora. Es una “casta prostituta”. 

Esta contradicción no la ahoga en sus vergüenzas, sino que la mantiene en un permanente estado de humildad. La Iglesia alaba al Señor y le pide perdón. Se sabe depositaria de la Palabra y los sacramentos y a la vez no hace sino llamar a la conversión continua. El gran pecado de la Iglesia no es la fragilidad e incoherencia de sus miembros, sino el orgullo de creer que no necesita vivir bajo la misericordia de Dios.


Por todas partes hay un clamor por la verdad, la justicia, la transparencia, la rendición de cuentas.
Y por todas partes vemos mentira, corrupción, abusos y ocultamiento. Anhelamos la paz en Ucrania y en Gaza, pero no nos importa estar enojados con algún familiar o amigo. Bramamos contra la corrupción de los políticos, pero, si se presenta la ocasión, buscamos también alguna ganancia quebrantando la ley. Nos indigna la manipulación que se ejerce a través de las redes sociales, pero no dudamos en mentir de vez en cuando si eso favorece nuestros intereses. 

Por duro que nos resulte reconocerlo, vivimos en estructuras de pecado. No hay mucho espacio para los optimismos científicos, éticos o políticos. Si algo nos dice la fe cristiana es que seguimos a un Cristo que “murió por nuestros pecados”, que somos una comunidad de redimidos, que la gracia es el triunfo sobre la corrupción y la muerte. Por eso, estamos llamados a la alegría y a la esperanza. No se trata de negar o maquillar nuestra realidad miserable, nuestras infinitas contradicciones, sino de ir más allá con la fuerza de la gracia.

En un día como hoy, que celebramos la memoria del popular san Antonio de Padua (y de Lisboa), patrono de tantas cosas (incluidas las cosas perdidas), se me ocurre pedirle: “No nos dejes, Antonio, llévanos al Único que puede ayudarnos a salir de nuestros laberintos”.

jueves, 12 de junio de 2025

Dejar sitio a la penumbra


Ya dije hace cinco días que me había comprado el libro Ortodoxia de Chesterton en la Feria del Libro de Madrid. Naturalmente, no me gasté 18 euros para dejarlo apilado en una de las estanterías de mi cuarto. Lo tengo en mi rincón de lectura. Empecé a leerlo ayer por la tarde. Solo llevo 66 páginas, pero ya he caído rendido al pensamiento y a la prosa del escritor británico. No recomiendo su lectura a quien busque un mero pasatiempo o a quien no esté algo familiarizado con la cultura inglesa. Aunque la traducción fluye bien y hay notas aclaratorias por parte del traductor, la lectura no es fácil. Cuando lo termine, volveré sobre él. 

Pero no me resisto a pasar por alto un pensamiento que me lleva dando vueltas en la cabeza desde hace años. Estoy convencido de que la razón fundamental de los muchos desequilibrios que hoy padecemos es la pérdida del sentido del misterio. O, más directamente, de Dios. Nunca como ahora se habla tanto de salud mental, de su cuidado y de su pérdida. A menudo escucho expresiones que denotan el malestar general: “La gente está zumbada”; “En mi trabajo hay mucha gente de baja por ansiedad o depresión”; “Voy con la lengua fuera”. Y cosas por el estilo.


No se trata solo de trastornos psicológicos más o menos graves, sino de algo más radical: la pérdida de motivación, la falta de un propósito claro en la vida. Es como si funcionáramos con el piloto automático, incapaces de pilotar nuestra vida. O, peor aún, como si alguien o algo nos controlara a distancia y no tuviéramos más remedio que someternos a su dictamen. 

En este contexto, rescato algunas frases del libro de Chesterton que me han iluminado: “Lo que mantiene a los hombres sanos y cuerdos es lo místico. Mientras haya misterio, hay salud; en cuanto se destruye el misterio, se origina la enfermedad”. Es difícil decirlo de una manera tan concisa y precisa. Si por algo se caracteriza nuestra sociedad neurótica es por el intento de destruir el misterio creyendo vanamente que lo más racional es el control absoluto de la realidad.


Añado unas cuantas palabras más de Chesterton: “El hombre normal ha estado siempre sano porque siempre ha sido místico. Ha dejado sitio a la penumbra. Ha tenido siempre un pie en la tierra y otro en el país de la fantasía. Se ha considerado siempre libre para dudar de sus dioses, pero también para creer en ellos (a diferencia de los agnósticos actuales). Siempre se ha preocupado más por la verdad que por la consistencia. Cuando le parece que dos verdades se contradicen es capaz de asumir las dos verdades y también su contradicción”. 

No nos dejemos despistar por el estilo paradójico de Chesterton. Lo que viene a decir es que la salud del “hombre normal” ha estado siempre ligada a su capacidad de convivir con lo no explicable, a su humildad para reconocer que en la vida hay zonas de penumbra que nunca conseguiremos iluminar. Pero eso no significa que no podamos ser felices. Al contrario, es precisamente lo incontrolable lo que nos hace ensanchar continuamente nuestra mirada para no acabar prisioneros en la cárcel de nuestra razón. En fin, que los buenos pensadores y escritores nos ayudan a explorar el alma humana con una hondura que no encontramos en los charlatanes de turno. Continuará.

miércoles, 11 de junio de 2025

Cada uno por su lado


Le tengo simpatía al chipriota san Bernabé, cuya fiesta celebramos hoy. Es uno de esos apóstoles que ejercen un liderazgo afiliativo: “People first” (Lo primero, las personas). Es interesante repasar su historia de relación con Pablo. Tal como se narra en el capítulo 13 de los Hechos de los Apóstoles, ambos viajaron juntos por la isla de Chipre y la provincia de Asia (la moderna Asia Menor) para predicar el evangelio. En ese primer viaje, Bernabé -que significa hijo de consolación- hizo honor a su nombre porque supo buscar a Pablo en su Tarso natal, acogerlo con simpatía y consolarlo, tras sus problemas con la comunidad de Jerusalén. Podríamos decir que lo rescató para la causa del Evangelio.

Cuando llegó a Jerusalén la noticia de que en Antioquía de Siria estaba floreciendo una comunidad muy viva, enviaron a Bernabé, varón bueno, y lleno del Espíritu Santo y de fe” (Hch 11,24), a animarla con su carisma (Hch 11,22). El éxito fue tan grande que muchas personas comenzaron creer en Jesús y a adherirse a la iglesia. Bernabé se acordó entonces de Pablo y lo llevó a Antioquía para que colaborara con él. Estando en esa ciudad, la iglesia decidió enviar ayuda a los hermanos que vivían en Judea y que estaban padeciendo una fuerte hambruna (vv. 27-29). ¿Quiénes fueron los encargados de llevar la ayuda? ¡Pues la pareja Pablo y Bernabé (v. 30)! Por entonces, el tándem funcionaba a las mil maravillas. Se habían tomado en serio la instrucción de Jesús de ir de dos en dos”.


La historia no termina aquí. La comunidad de Antioquía era muy abierta y tenía un fuerte espíritu misionero, así que, movida por el Espíritu Santo, escogió a Pablo y Bernabé y los envió como misioneros (Hch 13,2). Ambos llevaron a Juan Marcos como ayudante. Los tres recorrieron muchas zonas gentiles anunciando el evangelio. En medio del viaje, Marcos dejó plantados a Pablo y a Bernabé, así que, a la hora de planear un segundo viaje misionero, surgió un grave conflicto entre ellos. 

Pablo, que tenía un carácter fuerte (o sea, malas pulgas) se negó a llevarlo porque le parecía intolerable que Juan Marcos los hubiera abandonado en el viaje anterior. Bernabé, haciendo una vez más honor a su nombre y a su talante conciliador, no quería prescindir de él. El texto bíblico no disimula la fuerte tensión entre los dos apóstoles. Como no se ponían de acuerdo, decidieron separarse. A partir de ese momento, Bernabé viajó con Juan Marcos, y Pablo se buscó a un tal Silas como compañero de fatigas (Hch 15,36-41). A juzgar por otros testimonios (2 Tim 4,11), la separación fue en cierto sentido superada cuando, más tarde, Pablo consideró a Marcos (suponiendo que se trate de la misma persona) “útil” para el ministerio.


Lo que les sucedió a Pablo y Bernabé sucede a menudo en las familias, las comunidades religiosas, las parroquias y en cualquier grupo humano. Compartiendo los valores esenciales, no siempre estamos de acuerdo sobre estrategias, métodos, personas, etc. Con frecuencia, el elemento afectivo (apegos, envidias, celos, etc.) juega un papel determinante. Solemos decir que “no hay sitio para dos gallos en el mismo corral”. Cuando se trata de personas valiosas, con caracteres dominantes, suele ser frecuente la lucha de “egos”. 

En estos casos, si no se logra transformar el conflicto y se prolonga demasiado, lo más sensato es la separación. A veces no hay más remedio que cada parte vaya por su lado, aunque de entrada pueda resultar escandaloso porque lo más creíble es siempre la unidad auténtica. Sin embargo, no se hunde el mundo por ello. Más vale aprovechar la energía de cada uno por separado que echarla a perder en una colaboración tensa e imposible. 

La historia de la evangelización y de la Iglesia en general está repleta de ejemplos de rupturas y separaciones como la de Pablo y Bernabé. No siempre lo más cristiano es el aguante a toda costa y la espiritualización del conflicto. Aprender a disentir y a tomar decisiones que implican la separación forma parte también del aprendizaje evangelizador. Una separación en el momento adecuado puede resultar saludable e incluso ayudar a preparar una futura reconciliación.

martes, 10 de junio de 2025

Testigos a pie de calle


Tras la cincuentena pascual, hemos reanudado el tiempo ordinario. La liturgia nos invita a “pensar en verde”. Este año la vinculación entre el verde y la esperanza se hace más real porque estamos en pleno Jubileo de la Esperanza. Pensar en verde no significa volvernos más ecológicos (aunque nunca está de más activar nuestra vocación de cuidadores de la casa común), sino, sobre todo, alimentar la esperanza desde Aquel que es nuestra esperanza. Si algo hemos aprendido durante el tiempo pascual es que la esperanza no hunde sus raíces en nuestras conquistas, sino en la convicción de que Dios sostiene nuestra historia, da sentido a nuestras cruces, nos abre a un horizonte de vida eterna que desafía la prueba de la muerte.

Ayer celebramos la memoria de María, Madre de la Iglesia. Ella es la Madre de la esperanza, la que mantiene el ritmo de nuestra espera. Es también la madre del tiempo ordinario, de ese flujo de los días que parece que no deja huella, pero que nos va cambiando poco a poco, como si la gracia de Dios nos llegara en forma de gota a gota y fuera fertilizando nuestro terreno reseco. Este riego constante es el que mantiene viva la esperanza.


El domingo pasado participé en la celebración de la Confirmación de mi sobrina Lucía. Mientras contemplaba los rostros de las seis chicas y dos chicos de su grupo, me preguntaba cómo estarían viviendo el significado de este discreto sacramento en su vida de adolescentes. Fue hermoso que coincidiera con la solemnidad de Pentecostés. El obispo vinculó el sentido de la fiesta con el del sacramento. Trató de hacerlo de manera catequética, pero me temo que no logró explicar “algo que es muy difícil de entender”, como reconocía después uno de los confirmandos. 

A ellos les resulta difícil percibir la diferencia entre una vida “con Espíritu” y una vida “sin Espíritu”. Al día siguiente fueron a clase y nadie notó ningún cambio. Todos eran los mismos que el viernes anterior, aunque tal vez no eran lo mismo. ¿Va a cambiar su joven vida a raíz del sacramento? ¿Van a participar más activamente en la vida de la comunidad cristiana? ¿Van a disfrutar con su vocación de testigos de Jesús y su evangelio? ¿Van a compartir su experiencia con otros compañeros que tal vez se ríen de “esas cosas que hacéis los cristianos”?


No quiero ser pesimista. Los jóvenes tienen una capacidad extraordinaria de percibir el Misterio y de dejarse moldear por él. Cuando algo les llega al corazón, son generosos y arriesgados. No tienen miedo de ir contracorriente si tienen un fuerte motivo para ello. Necesitan el apoyo del grupo, pero también son capaces de apartarse de él cuando no les ayuda a vivir sus ideales. 

Quizás el mayor problema no resida en los jóvenes que reciben el sacramento, sino en sus entornos familiares y parroquiales. ¿Con qué apoyos cuentan? ¿Quién se preocupa de seguir cultivando las semillas sembradas? ¿En quién pueden fijarse para ser testigos de Jesús a pie de calle? Este es el verdadero desafío. 

domingo, 8 de junio de 2025

No hay entradas


Cuando se acaban las entradas para un concierto o cualquier otro evento multitudinario, se suele colgar el cartel físico o digital de Sold out (agotado). En español solemos decir “todo vendido” o “no hay entradas”. Me parece que ese es el cartel que habría que colocar hoy a la entrada del cenáculo de Jerusalén para participar en el delirio de Pentecostés. Según el relato de los Hechos de los Apóstoles, mientras los discípulos estaban todos reunidos, “de repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados”. Ese viento impetuoso no dejó ni un solo centímetro sin llenar. Pero no solo cubrió el espacio físico de la casa, sino también el personal: “Se llenaron todos de Espíritu Santo”. El fruto de esa inundación masiva es que “empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse”.

La onda expansiva rebasa los límites de la casa. Llega a la plaza. La “ekklesía” se convierte en “ágora”. El estruendo causado por ese viento misterioso congregó a una multitud variopinta que estaba fuera del recinto: “Entre nosotros hay partos, medos, elamitas y habitantes de Mesopotamia, de Judea y Capadocia, del Ponto y Asia, de Frigia y Panfilia, de Egipto y de la zona de Libia que limita con Cirene; hay ciudadanos romanos forasteros, tanto judíos como prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua”.


La última frase no tiene desperdicio: “Cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua”. Donde actúa el Espíritu hay siempre variedad y exuberancia, unidad y armonía, construcción comunitaria y apertura misionera, inserción local y alcance global. Lo explica muy bien san Pablo escribiendo a los corintios (segunda lectura): “Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común”. 

La única manera de superar la polarización actual, de poner nuestros carismas al servicio de todos, es abrirnos al Espíritu y dejarnos conducir por él. ¡Necesitamos un Pentecostés que se lleve todo lo viejo y caduco y nos inunde con la novedad de Jesús! El cenáculo digital tiene que llenarse también del viento del Espíritu.


En el pentecostés joánico (evangelio), Jesús vincula el don del Espíritu Santo al perdón de los pecados: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. Con el poder del Espíritu, la Iglesia es la comunidad perdonada y perdonadora. En un mundo descoyuntado por el poder disgregador (diabólico) del pecado, la Iglesia está llamada a ser un lugar de reconciliación, un símbolo de unidad. El papa León XIV ha comprendido muy bien esta misión. 

El perdón tiene que llenar “toda la casa” y “toda la plaza”; es decir, la Iglesia y el mundo. Esto no se puede hacer a base de conferencias mundiales, de sesiones de la ONU o de documentos en papel. El gran hacedor de la reconciliación y la unidad en un contexto babélico como el nuestro es el Espíritu de Pentecostés. 

¡Ven, Espíritu Santo, sobre nuestra Iglesia y nuestro mundo! ¡No dejes ningún rincón sin llenar con el viento impetuoso de tu amor! ¡No permitas que nadie quede excluido del concierto de Pentecostés! Cuelga en algún lugar el cartel de “No hay entradas” porque Dios no es patrimonio de unos pocos, sino Padre de toda la humanidad.



sábado, 7 de junio de 2025

Más lectores y menos editores


Tenía ganas de acercarme al parque del Retiro para visitar la 84ª Feria del Libro de Madrid. Me gusta mucho leer y escribir y desde hace tres años trabajo en el campo editorial como director de la editorial Publicaciones Claretianas y de la revista Vida Religiosa. La visita era casi obligada. Aproveché la tarde del jueves para perderme entre las más de 400 casetas de editoriales, librerías e instituciones. 

El lugar de la feria no puede ser más idóneo. Las casetas están alineadas a lo largo de un paseo flanqueado por árboles que crean grandes espacios de sombra y un ambiente muy agradable y ordenado. La tarde era templada. Había gente de todas las edades, pero sin las avalanchas del fin de semana. Entre las dos hileras de casetas hay otra formada por módulos más grandes dedicados a instituciones y países invitados. Allí se puede seguir en directo un programa de RNE, asistir a una conferencia en el recinto de la Comunidad de Madrid o degustar una tapa en uno de los bares abiertos.


La sensación que me produjo la visita fue de borrachera intelectual. Había tantos libros que resultaba casi imposible decantarse por uno. Según datos del Ministerio de Cultura, solo en 2024 se publicaron en España 89.347 libros. Esta cifra supone un aumento del 2,6% en comparación con 2023. La mayoría de los libros publicados fueron en formato papel (59.937), que representaban el 67,1% del total. Los libros digitales (29.410) representaron el 32,9% restante. La cifra es altísima, pero conviene recordar que en 2011 se rozaron casi los 100.000 títulos (96.862). A mí me parece una barbaridad. 

No sé si esta abundancia responde a una demanda social o más bien a las necesidades económicas de las más de 8.000 editoriales reconocidas. Pareciera que hoy todo el mundo se puede convertir en escritor y soñar con vender más de once millones de ejemplares, como le ha sucedido a Ildefonso Falcones con La catedral del mar. Por desgracia, la mayoría de los autores se resignan a vender un centenar. En los casos mejores pueden llegar a 500 o 1.000. A menudo, abundan más los regalos entre amigos y conocidos que las ventas propiamente dichas. 


Mi impresión es que se publica mucho -quizá demasiado- pero se lee poco. El mundo digital está arrinconando la 
lectura sosegada, sobre todo entre los adolescentes y jóvenes. No tenemos tiempo ni ganas de sentarnos, tomar entre las manos un volumen de 500 páginas y saborearlo como degustamos un buen menú o un café. Naturalmente, hay muchas excepciones. Me sorprendió ver a algunos visitantes charlar animadamente con los libreros y autores, incluso sobre cuestiones intelectuales de envergadura. En una de las casetas el diálogo versaba sobre el cristianismo del siglo I y en otra sobre la distinción entre metafísica y epistemología. 

Yo me limité a pasear, sorprenderme de la abundantísima oferta, ojear algunos libros que me llamaban la atención, calcular cuánto dinero me ahorraba al no comprar todo lo que me hubiera gustado y, al final, adquirir una buena edición de Ortodoxia, de G. K. Chesterton. Podría haberlo leído en formato digital, pero en esta ocasión preferí disponer de un ejemplar en papel.


Me despedí del parque del Retiro con una impresionante vista de la iglesia de san Manuel y san Benito. Volviendo a casa en metro en las líneas 2 y 3, pensé en algunos de los libros que han marcado mi vida intelectual y moral desde niño. Me vinieron a la mente títulos como La isla del tesoro (R. Stevenson) o El fundador del cristianismo (Ch. Dodd). No sería el mismo sin todo lo que he recibido a lo largo de muchos años. Confieso que, aunque los ensayos y estudios me han enriquecido mucho, el verdadero tesoro lo he encontrado siempre en la literatura. Una buena novela, una poesía o una pieza teatral pueden bucear en el corazón humano mejor que un tratado de antropología, filosofía o teología. 

A pocos metros de mi casa hay una “cafebrería” (cafetería y librería al mismo tiempo) llamada Ad Hoc. En uno de los expositores colgaba un póster irónico que decía más o menos: “Lee, que te vas a quedar tonto”. Pues eso.

viernes, 6 de junio de 2025

Ya tengo el retrato


Ayer por la mañana dediqué unos minutos a enmarcar y colgar en una pared de mi despacho el retrato oficial de León XIV. En la foto de arriba se refleja el reloj de la pared de enfrente y parte del armario. Me dio un poco de pena retirar el de Francisco, pero la vida está hecha de despedidas y saludos. Los que se van no se marchan del todo y los que vienen no acaban de llegar. Todo fluye. Ya lo decía Heráclito en el siglo V antes de Cristo. Vivir es cambiar. 

Llevamos casi un mes hablando del nuevo Papa. Ya hay varios libros sobre él. Pude ojearlos ayer en una librería religiosa del centro de Madrid. Uno de ellos está escrito por el periodista Jesús Colina. Al final de la entrada de hoy he puesto un vídeo que recoge una interesante entrevista con él. Sus opiniones sobre León XIV me parecen acertadas. Ofrecen un “retrato” del nuevo Papa que es más profundo y sugerente que el que distribuye el servicio fotográfico del Vaticano en su página web. Creo que ha captado bien los rasgos esenciales.


Si hasta hace un mes la mayor parte de los obispos y periodistas eran “francisquistas”, ahora casi todos son “leoninos”. No creo que se trate de un simple cambio de chaqueta. Aunque pueda haber un grupo de oportunistas que siempre se arriman al sol que más calienta, creo que la mayoría proceden con recta intensión. Están siempre con el pastor que ha sido elegido, más allá de preferencias personales. 

A mí no me resulta difícil sintonizar con la figura de Robert F. Prevost porque pertenecemos a la misma generación, aunque él es dos años y medio mayor que yo. Fuimos formados después del concilio Vaticano II. Ambos somos miembros de congregaciones religiosas (agustino él, claretiano yo) y hemos vivido un largo período formativo y de gobierno en Roma. Si bien no somos nativos digitales, buena parte de nuestra vida ha estado marcada por Internet. Somos sensibles a la tremenda “revolución digital” que está en curso. Aunque nacimos en los años 50 del siglo pasado, no necesitamos desembarazarnos de un pesado fardo eclesial porque no lo padecimos con fuerza. Sentimos, más bien, una fuerte llamada a conectar con la mejor Tradición para que el cristianismo siga siendo relevante y fecundo en el siglo XXI.


León XIV es americano, ha vivido en Europa y ha viajado por todo el mundo. Sabe muy bien -como reconoce Colina en la entrevista- que el futuro pasa por Asia. Si la fe cristiana echó raíces en la India desde los primeros siglos (aunque siga siendo estadísticamente minoritaria) y en Filipinas (desde el siglo XVI), ¿por qué no puede surgir con fuerza en China y quizás en Japón y otros países asiáticos en este nuevo milenio? Es necesario tener el coraje de dialogar con las religiones presentes en esos países (también con la indiferencia) y, al mismo tiempo, testimoniar con la audacia del amor el Evangelio de Jesucristo. 

Si estamos convencidos de que él es “el camino, la verdad y la vida”, ¿por qué no anunciarlo como respuesta a quienes buscan un sentido a su vida en sociedades anestesiadas por el consumismo y en ocasiones por el totalitarismo estatal? Jesús es siempre un camino de libertad y de plenitud, también para los pueblos asiáticos. Es probable que León XIV impulse la misión allí donde se concentra la mayor parte de la población mundial y se está gestando el inmediato futuro.


Y todo ello -como claramente indica el lema de su escudo- buscando la unidad en Aquel que es uno y único. En estos días previos a Pentecostés me resuena con más fuerza la oración de Jesús: “Padre, que todos sea uno para que el mundo crea”. Su carisma agustiniano, su catolicismo de raíces estadounidenses, su experiencia misionera latinoamericana, su apertura a la Iglesia universal, su formación teológica y canónica y su dominio de varias lenguas lo capacitan para ser un Papa capaz de navegar entre polaridades y servir a la unidad. Necesitamos superar la polarización que nos desangra y enriquecernos con lo mejor de cada propuesta.



jueves, 5 de junio de 2025

Búscame en Olavide


Cuando un turista llega a Madrid y dispone de un par de días para ver la ciudad, casi siempre visita los mismos lugares: Plaza Mayor, Puerta del Sol, Gran Vía, plaza de España, palacio real, catedral de La Almudena, Cibeles, puerta de Alcalá, parque del Retiro, Museo del Prado, Museo Reina Sofía, estadio Santiago Bernabéu (si es muy futbolero), algún museo del jamón … y poco más. 

Si dispone de más tiempo puede internarse por el barrio de las Letras, Malasaña, Chueca, Lavapiés, Latina… y un montón de rincones castizos. A falta de playa, puede pasear por Madrid Río o remar en el lago de la Casa de Campo. Todos estos lugares están siempre repletos de turistas. Si son chinos o japoneses, suelen ir en grupos numerosos. A los europeos y americanos les gusta más ir a su aire. En los últimos años se han multiplicado los tuk-tuk por las calles del centro. Hay días en que la Gran Vía o las calles que conducen a la Puerta del Sol se vuelven casi intransitables. Es mejor evitarlas.


Hay todavía muchos lugares hermosos que no han sido invadidos por los turistas, aunque estén llenos de madrileños. Uno de estos rincones está escondido en el barrio de Trafalgar, distrito de Chamberí. Se trata de una plaza octogonal en la que confluyen nada menos que ocho calles: Trafalgar (por la que yo suelo acceder), Raimundo Lulio, Santa Feliciana, Murillo, Palafox, Jordán, Gonzalo de Córdoba y Olid. Hace tres años, en un artículo célebre publicado en el Financial Times, el periodista británico Simon Kuper calificó el lugar como “el sueño europeo” porque representaba un estilo de vida relajado, intergeneracional, ecológico y sobrio. 

Me estoy refiriendo naturalmente a la Plaza de Olavide, lugar de encuentro para vecinos y visitantes, repleto de terrazas y con un ambiente agradable, limpio y seguro. Lo mismo puedes encontrar a dos adolescentes jugando a ping-pong que a una madre amamantando a su bebé o a una pareja de ancianos contemplando la fuente central. Los rosales se alternan con las terrazas llenas de jóvenes. Los madrileños conviven con los extranjeros, los ancianos con los niños, el deporte con la lectura, la conversación con el paseo y el día con la noche. En la plaza de Olavide el reloj se mueve más lento que en otros lugares. El hecho de que sea un espacio sin coches, rodeado de vegetación y discretamente silencioso, ayuda a desconectar del trajín de la gran ciudad sin salir de ella. ¡Y hasta puedes dejar o coger libros en una estantería de granito que hay cerca de la fuente central!


De vez en cuando me pierdo por esta plaza en compañía de algunas personas con las que conversar sin prisas. A pesar de que está en el centro de la ciudad, pocos conocen el lugar. Desde su reciente remodelación, ha ganado en tranquilidad y estética. No es un lugar aislado, pero sí recogido. A determinadas horas (sobre todo, por la tarde-noche) suele haber bastante gente, pero sin los agobios de otros lugares más turísticos. Es una síntesis perfecta entre las comodidades de la gran ciudad y el ambiente vecinal de los pueblos y barrios. Una utopía hecha realidad.

Tendría que haber muchas más plazas Olavide diseminadas por Madrid y otras grandes ciudades. Serían como “centros terapéuticos” contra la prisa, la despersonalización, el individualismo y el aburrimiento. Nos ahorraríamos en soledades no queridas, estrés crónico y ansiolíticos con y sin receta.


miércoles, 4 de junio de 2025

Personas con Espíritu


Ayer escribí sobre el descenso de los jóvenes católicos en España. Hoy me detengo en el descenso del número de religiosos y religiosas. En 25 años se ha reducido casi a la mitad. Si en el año 2.000 éramos unos 60.000, ahora somos -según cifras ofrecidas por la CONFER- 31.504, distribuidos en 3.902 comunidades. Eso significa que cada año “desaparecen” unas 900 personas consagradas. A este ritmo, en los próximos 25 años el número total de religiosos y religiosas apenas superará los 10.000. 

Caminamos hacia una vida religiosa minoritaria que ya no podrá sostener las grandes obras (pastorales, educativas, sanitarias, asistenciales, etc.) al servicio de la evangelización. ¿Qué significa esto? ¿Es señal inequívoca de decadencia o, más bien, estamos preparándonos para un nuevo ciclo con características diferentes al anterior? No es fácil tener una respuesta clara.


Para algunos, la vida religiosa ha ido cavando su tumba desde el concilio Vaticano II; o sea, desde hace 60 años. La renovación pedida por el Concilio ha consistido, más bien, en una progresiva “mundanización” que ya no ofrece una verdadera alternativa de vida evangélica. Los religiosos y religiosas hemos perdido la radicalidad inherente a esta forma de vida cristiana. El descenso demográfico y la secularización de la sociedad no explican por sí solos el declive numérico, la desmoralización generalizada y la falta de atractivo para las nuevas generaciones. 

La única forma de recuperar el ardor consiste en salir del bucle en el que andamos enredados en las últimas décadas y dejarnos cuestionar a fondo por quienes viven una fuerte experiencia de Dios. Esta regeneración pasa, más concretamente, por el cultivo de una vida espiritual y moral intensa, la recuperación del hábito, el fortalecimiento de la vida comunitaria y de la autoridad, la vuelta a un estilo de vida austero y un fuerte compromiso apostólico centrado en lo esencial de la fe. 

De lo contrario, naufragaremos en congresos, asambleas, documentos, proyectos y pistas que justifican nuestra preocupación y consumen nuestros recursos, pero que no transforman nada porque carecen del imprescindible vigor espiritual que nace de la vida en gracia.


Para otros, lo que estamos viviendo ahora no guarda una relación directa con la fidelidad o infidelidad de los religiosos actuales, sino con un profundo cambio de época que afecta a los fundamentos mismos de este estilo de vida. Algo está muriendo a ritmos diversos mientras despuntan tímidamente los signos de una nueva manera de seguir a Jesús en el marco de una Iglesia que cada vez valora más otras formas de vida cristiana. Estamos en período de transición, purificación, siembra y aprendizaje. 

Los frutos de estas seis décadas de “renovación” son una espiritualidad más bíblica y teológica, una mayor valoración de las personas y de la comunidad entendida como espacio de relaciones interpersonales, una mejor comprensión de los votos (tanto desde el punto de vista antropológico como teológico), una mayor inserción eclesial, nuevas formas de compromiso apostólico, etc. Hay varios documentos eclesiales que hacen un balance más detallado del itinerario posconciliar.


Carecemos de perspectiva histórica para emitir un juicio objetivo, pero probablemente necesitamos superar la tentación del dilema (esto “o” lo otro) y aprender humildemente de la polaridad (esto “y” lo otro). La historia nos muestra que las renovaciones auténticas no pasan primariamente por documentos, planes, decretos, congresos, capítulos, sínodos, etc., sino a través de la mediación de hombres y mujeres movidos por el Espíritu que viven una intensa experiencia espiritual y son capaces de contagiarla a otros. 
No se trata, pues, de una renovación de arriba abajo, sino, más bien, de abajo arriba. 

¿Quiénes son hoy estos hombres y mujeres que pueden liderar esta corriente de vida porque han sido poseídos por el Espíritu? Estoy convencido de que existen, aunque no tengan la visibilidad que sería deseable.