domingo, 17 de enero de 2021

Juego de miradas

Si este año el 17 de enero no hubiera caído en domingo, hoy estaríamos celebrando la fiesta de san Antonio Abad, uno de los santos más populares del calendario cristiano. Pero, en realidad, celebramos el II Domingo del Tiempo Ordinario. He escrito ya varias veces sobre el fragmento del Evangelio de Juan (Jn 1,35-42) que se lee en la misa de hoy. En él se narra el encuentro de algunos discípulos con Jesús hacia las cuatro de la tarde. Es un relato de vocación muy distinto a los que cuentan los otros evangelistas. No se produce junto al lago de Galilea, sino a orillas del Jordán, donde predicaba y bautizaba Juan el Bautista. A mí siempre me ha fascinado. De principio a fin está lleno de alusiones simbólicas. Como siempre, es muy difícil separar la base histórica de la interpretación teológica. Yo diría que no hay historia sin teología y no hay teología sin historia. 

En otras ocasiones, he puesto el acento en la pregunta de Jesús: ¿Qué buscáis? Y también en la pregunta de los discípulos: ¿Dónde vives? Me parecía que ambas preguntas formaban parte de ese diálogo misterioso que los seres humanos establecemos en la vida con el Misterio que nos seduce y nos sobrecoge. Siempre nos vemos entre una búsqueda y un hallazgo, una pregunta y una respuesta. Al final, la tensión no se resuelve con una contestación redonda, sino con la invitación a experimentar un nuevo tipo de vida: Venid y lo veréis. Por eso, no me extraña que este pasaje se utilice tanto en programas de pastoral juvenil y vocacional. Muchos de ellos se llaman precisamente así: “Venid y lo veréis” (come and see). La fe en Jesús es, sobre todo, una experiencia de amistad con él, no el resultado de un hallazgo científico o de un razonamiento lógico. 

Esta vez, sin embargo, me he fijado en un atractivo e interpelante juego de miradas, que no tiene que envidiar nada al famoso “juego de tronos”. En el Evangelio de hoy, por dos veces se utiliza la expresión “fijando la mirada en él”, aunque en la versión litúrgica, la primera vez se traduce por “fijándose en” y la segunda por “se le quedó mirando”. En el primer caso, el que mira es Juan el Bautista. El objeto de la mirada es Jesús. La mirada va acompañada por una declaración de nueva identidad: “Éste es el Cordero de Dios”. No se trata solo de presentar a su pariente Jesús de Nazaret llamándolo por su nombre ordinario, sino de revelar su verdadera y nueva misión: ser el Cordero que, sacrificándose, borrará el pecado del mundo. 

En el segundo caso, quien mira es Jesús mismo. Se fija en Simón de Betsaida. También ahora la mirada va seguida por una declaración que indica la nueva misión: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce Pedro)”. Cuando a alguien se le encomienda una nueva misión, se le cambia el nombre. El binomio Jesús-Simón se convierte en el binomio Cordero-Piedra. Somos lo que estamos llamados a ser. El primero dará su vida como Cordero inmolado. El segundo será piedra sobre la que se construirá la comunidad de Jesús. Todo ha comenzado con un intercambio de miradas.

Hace años, muchas personas tenían miedo de la mirada de Dios. Desde niños se habían acostumbrado a verlo representado como un ojo inmenso enmarcado por un triángulo. Todavía se ve en muchos retablos antiguos de nuestras iglesias. En algunos ambientes catequéticos y devocionales, el dibujo se acompañaba de una coplilla que tenía el sano propósito de invitar a la conversión, pero que contribuyó a difundir una imagen temible de Dios asociada a la muerte: “Mira que te mira Dios, / mira que te está mirando. / Mira que vas a morir, / mira que no sabes cuándo”. En el Evangelio de hoy no nos encontramos con esta mirada inquisidora, sino con una mirada que abre un nuevo futuro. En realidad, cuando repasamos las miradas de Jesús, descubrimos siempre un hontanar de misericordia. 

Basta recordar la mirada al joven rico: “Jesús lo miró fijamente con cariño” (Mc 10,21). O la mirada a Zaqueo: “Cuando Jesús llegó a aquel lugar, levantó los ojos y le dijo” (Lc 19,5). Misteriosa, pero llena de comprensión, debió de ser la mirada a Pedro en el patio de la casa del sumo sacerdote: “Entonces el Señor se volvió y miró a Pedro” (Lc 22,61). Y también la que tuvo que dirigirle a Judas en el huerto de Getsemaní, acompañada por una expresión que no es de reproche ni de condena: “Amigo, haz lo que has venido a hacer” (Mt 26,50). Me pregunto cómo experimentamos cada uno de nosotros la mirada de Jesús. ¿La acogemos con amor? ¿La esquivamos porque desnuda nuestra mezquindad? Quizá no hay señal más profunda de amistad que dejarse mirar/amar por las personas que nos quieren de verdad. Necesitamos dejarnos mirar por Jesús para experimentar que nadie nos ama como él.



2 comentarios:

  1. En una primera lectura se me ha destacado: “Necesitamos dejarnos mirar por Jesús para experimentar que nadie nos ama como él… “
    Mi primera respuesta era: y ¿cómo imaginar la mirada de Jesús hacia cada uno de nosotros? Después de leer toda la entrada y acercarme también al enlace de las miradas, se me hace más fácil vivir las “miradas de Jesús” en mi… Puedo deducirlas al ir repasando los momentos más importantes de mi vida, analizando lo que ha ocurrido y darme cuenta de cómo me debió mirar Jesús, en cada uno de los momentos importantes de mi vida. Una ayuda para ello ha sido ir comparando con las miradas a los personajes que citas.
    En la vida hay momentos para todo, momentos para aceptarla y otros para esquivarla, a pesar de que sabemos que no podemos “escondernos”.
    Muy buena reflexión también la de Armellini.
    Gracias Gonzalo por una entrada tan rica y profunda.

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  2. Gracias por esta reflexion, que me ha hecho tanto bien....

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