jueves, 17 de agosto de 2017

No es oro todo lo que reluce

En público, la mayoría de las personas son amables y sonrientes. Procuran ofrecer su mejor imagen para hacer más agradable la convivencia con los demás. En algunos casos, hasta exhiben lo que no poseen. Hay un exceso de apariencia que no siempre se corresponde con la verdad de las cosas. Las vacaciones de verano se prestan a este tipo de exhibiciones. Es como si todo el mundo tuviera la obligación de ser feliz, de hablar de viajes y encuentros, de comidas y espectáculos, de visitas culturales y lecturas. Los medios de comunicación nos bombardean con destinos turísticos paradisíacos. Las redes sociales se inundan de fotos tomadas en aeropuertos, hoteles, playas, ciudades antiguas y monumentos. Si uno no pasa de saludos fugaces, esta es la imagen predominante, pero si se detiene a escuchar, si traspasa la barrera protectora de los convencionalismos, cae en la cuenta de que, detrás de una sonrisa profidén, se esconden, con más frecuencia de la imaginada, muchas historias de dolor. Son la “cara B” de las vacaciones y del verano. En definitiva, que no es oro todo lo que reluce.

Se trata de historias normalísimas, pero no siempre fáciles de vivir. Padres que no saben qué hacer con sus hijos difíciles: desde los niños hiperactivos hasta los adolescentes que se procuran cortes con cuchillas o se internan en el mundo del alcohol y la droga. Matrimonios que no logran superar la rutina y la incomunicación, que sienten que se van distanciando cada vez más sin encontrar una salida. Personas separadas que llevan con mucho dolor la custodia compartida de los hijos y que almacenan un rencor insuperable hacia el otro cónyuge. Hijos mayores que no encuentran una solución satisfactoria para el cuidado de sus padres ancianos. Por una parte, les duele dejarlos en una residencia geriátrica, pero ninguno quiere (o puede) dedicar su tiempo y dinero a hacerse cargo de ellos. Se debaten entre el sentido realista de lo posible y un difuso sentimiento de culpabilidad. Jóvenes que han terminado sus estudios y su única ocupación consiste en enviar currículos a diestro y siniestro con la remota esperanza de encontrar, en el mejor de los casos, un empleo precario. Adultos que sobrepasan los treinta años y no tiene claro cómo orientar su vida en el campo afectivo. No se sienten llamados a una vida célibe, pero temen los compromisos duraderos. Parejas que retrasan mucho tiempo la paternidad y la maternidad por diversas razones (laborales, económicas, etc.) y luego se sorprenden con pocas energías para acometer la educación de sus hijos. Empresarios que se han arriesgado a montar un negocio y al poco tiempo han tenido que cerrarlo porque no es viable. Familias que no renuncian a un tren de vida elevado sabiendo que andan endeudadas hasta las cejas. Personas a las que, en la flor de la vida, les ha sorprendido un cáncer o un ictus y están batallando consigo mismas para aceptar la nueva situación. La lista es interminable.

Mis vacaciones significan también una aproximación directa y cordial a esta “cara B”. Quiero convertirme en esponja que absorbe con atención y respeto las historias que personas conocidas o amigas quieren confiarme. Renuncio a despachar recetas como si todo problema tuviera una solución prêt-à-porter. A menudo, me limito a escuchar. Si logro percibir algún punto de apoyo, algún recurso en la propia persona, entonces trato de subrayarlo. Creo que, en la mayor parte de los casos, no necesitamos que alguien nos resuelva la vida sino que se haga cargo de nuestros problemas, que los viva a nuestro lado, que no se avergüence de nuestra “cara B”, que nos quiera más todavía cuando comparte nuestras fragilidades e inconsistencias. Hace semanas hablé del “sacramento de la pizza”. Quizás hoy tendría que completar aquel enfoque con otros dos “sacramentos” muy veraniegos: el de la cerveza (en el caso de las personas más jóvenes) y el del café (en el caso de muchos adultos y ancianos). Es increíble cómo un acto tan simple como compartir una bebida puede generar un proceso de comunicación, un intercambio liberador de confidencias. Yo, habituado a celebrar los sacramentos litúrgicos (sobre todo, la penitencia y la eucaristía), doy gracias a Dios por estos “sacramentos menores” en los que la vida se muestra en toda su espléndida contradicción. Estoy tan convencido de que Dios se hace presente donde se abre paso la verdad de un ser humano, que no escatimo tiempo en estas celebraciones de la cotidianidad. Aunque a veces vuelva a casa apesadumbrado, sé que Dios realiza su obra secreta en cada ser humano, aunque no siempre seamos capaces de descifrarla. De cada encuentro brota siempre una plegaria de agradecimiento e intercesión. 

1 comentario:

  1. Un gusto leerte hoy, Gonzalo, cuando todos estamos noqueados por los últimos sucesos.

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