martes, 17 de enero de 2023

Aprender a sufrir con Él


En los últimos días varias personas han compartido conmigo algunas situaciones dolorosas. Casi todas tienen que ver con enfermedades y muertes. Un sacerdote joven sabe que su madre, también joven, está a punto de morir víctima de un cáncer. Un músico amigo me comparte que a su padre, que no llega a los 80 años, le quedan días o semanas de vida porque el cáncer que padece ha hecho ya metástasis en el cerebro. Lo mismo sucede con una religiosa de la comunidad a la que voy todos los días a celebrar la misa. El tío de un gran amigo mío se encuentra en una situación semejante. Otro amigo italiano tiene a su padre postrado en cama desde agosto, víctima de un ictus del que no logra recuperarse. Algo parecido le sucede al hermano de una lectora asidua de este blog. La lista es larga. Por mucho que hayamos vivido en otros momentos situaciones semejantes, nunca estamos preparados del todo para afrontarlas con serenidad y esperanza. 

La enfermedad, como indica la etimología de la palabra enfermo (in-firmus), nos impide estar firmes, nos desequilibra, rompe nuestros planes y rutinas. Mientras muchos trabajan y se divierten, los enfermos y allegados descubren la otra cara de la vida. No siempre estamos sanos y pletóricos. A menudo, comprobamos que somos más frágiles de lo que habíamos imaginado. Enfermamos, envejecemos y morimos. La secuencia es sabida. La conocemos desde niños y, sin embargo, la mente humana hace todo lo posible para desecharla de nuestro horizonte. Vivimos “como si” la enfermedad y la muerte no existieran, como si fueran asuntos de los otros. Sabemos que alguna vez nos tocarán de cerca, pero no vemos necesario prepararnos para ello. “Que sea lo que Dios quiera” es el estribillo que muchas personas mayores repiten cuando llegan situaciones incontrolables.


Yo me tomo muy en serio la tarea de orar por las personas que comparten conmigo situaciones de dolor. Incluso escribo sus nombres en un papelito que coloco bajo el san José arrodillado que tengo en la mesita de mi rincón de lectura y meditación. Soy consciente de que el sufrimiento nos desborda. Hemos avanzado mucho en la reducción del dolor, pero el sufrimiento camina por otros derroteros. El sufrimiento es algo mucho más profundo que el dolor físico producido por un mal funcionamiento de nuestro organismo. Tiene que ver con la brecha que percibimos entre lo que somos y lo que deberíamos o nos gustaría ser, entre lo que hacemos y nuestros ideales, entre las relaciones deseadas y las padecidas, entre el presente y futuro.

Aprender a sufrir con dignidad forma parte de los aprendizajes esenciales de la vida. Una pastilla de Paracetamol o de Ibuprofeno puede reducir el dolor, pero no necesariamente el sufrimiento. Sufrir nos ayuda a madurar, con tal de que demos un sentido a esa experiencia que parece contrariar nuestro deseo de ser felices. En la carta a los Hebreos leemos que Jesús “aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación eterna” (Hb 5,8-9). El sufrimiento, la conciencia del abismo que nos separa de lo que estamos llamados a ser, nos ayuda a ponernos en manos de Dios, a reducir nuestro orgullo y aumentar nuestra confianza.


Tal vez me equivoque, pero percibo en muchas personas una obsesión compulsiva por eliminar no solo todo posible dolor (lo cual es comprensible), sino incluso todo sufrimiento. Quizá no perciben que hay un sufrimiento, derivado del amor, que es imprescindible para “aprender a obedecer”, que es lo mismo que “aprender a escuchar”. Quizás eso explica la facilidad con la que muchas personas se vienen abajo ante las dificultades de la vida o tienden a consumir fármacos sin control. Desde niños debemos aprender con la cabeza alta el arte del sufrimiento que nos ayuda a madurar. No hay victoria sobre el mal sin sufrimiento. No hay verdadero amor si no estamos dispuestos a sufrir las consecuencias de la renuncia a nosotros mismos y de la entrega a los demás. 

Hoy siento la necesidad de intensificar mi oración por las personas que han compartido conmigo situaciones difíciles y en algunos casos desesperadas. Nunca sabemos qué es lo mejor para ellas, pero hay una oración que siempre es eficaz, la que le pide a Dios que podamos compartir los sufrimientos de Cristo para que experimentemos su poder salvífico y podamos unirnos al triunfo de su resurrección. No es lo mismo vivir las situaciones de sufrimiento unidos al Cristo que sigue sufriendo hoy, que abandonarnos a nuestras solas fuerzas. Sufrir con y por Cristo es un don y una hermosa vocación que el mundo no entiende. Me siguen impresionando las palabras de Pablo en su carta a los Filipenses: “A vosotros se os ha concedido, gracias a Cristo, no solo el don de creer en él, sino también el de sufrir por él” (Filip 1,29). 

1 comentario:

  1. Cuando podemos transformar el sufrimiento, ya sea porque tenemos la fuerza para ello o bien porque nos sentimos acompañados en la oración y conseguimos serenar nuestro corazón, podemos vivirlo desde una perspectiva diferente. Nos sentimos solidarios con todo el sufrimiento que hay en el mundo y que es mucho… La oración personal, aunque hay momentos en los que se hace difícil, nos da fuerza para superar los altibajos con que nos encontramos.
    A pesar de todo cuesta encontrar sentido en el sufrimiento y en el dolor cuando vives de cerca una vida truncada, en pocos minutos, de estar bien a no valerse por si mismo, porque tiene medio cuerpo paralizado y con la incerteza de ¿qué recuperará?
    Poder compartir un momento difícil, ayuda muchísimo… Ayuda, en estos momentos que tu, Gonzalo, nos enfrentes con las palabras de Pablo a los Filipenses: “A vosotros se os ha concedido, gracias a Cristo, no solo el don de creer en él, sino también el de sufrir por él”

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