El comentario que hoy hace Fernando Armellini a las lecturas de la solemnidad de la Inmaculada Concepción es muy largo, pero merece la pena detenerse en él si uno desea conocer con agudeza exegética y profundidad teológica el significado de este dogma cristiano. Por desgracia, yo no dispongo de tiempo para
extenderme mucho. Me aguarda hoy un programa muy intenso en la ciudad de
Medellín. Anoche tampoco dispuse de él porque, en compañía de los claretianos
que están participando en el encuentro de gobiernos de América, salimos al
centro de la ciudad para contemplar los famosos “alumbrados”; es decir, la
iluminación del río y de las calles con motivos navideños. A esto se añade la
costumbre antioquena (el departamento cuya capital es Medellín) de colocar en
el exterior de las casas velas encendidas como preparación para la fiesta de
hoy. Así que se puede decir que la luz fue el símbolo que me preparó psicológica
y espiritualmente para celebrar la fiesta de la “llena de gracia”. No faltaron
los cohetes, aunque con menos intensidad que en la noche del pasado 1 de
diciembre. El centro de la ciudad estaba repleto de gente de todas las edades,
incluyendo familias jóvenes con niños pequeños. Se puede decir que esta fiesta
marca el comienzo del periodo navideño, aunque estemos todavía en el corazón del
Adviento.
María es “inmaculada
en un mundo contaminado”, “aurora
de un mundo nuevo”. Todos nosotros somos “hijos
de una Madre Inmaculada”. He dedicado varias entradas del Rincón a glosar diversos aspectos de la
solemnidad de hoy. Este año, casi a vuelapluma, contemplo a María como una
muchacha que, por pura gracia, representa lo que los seres humanos podemos
llegar a ser cuando nos dejamos transformar por Dios, cuando, en nuestra
pequeñez y fragilidad, nos dejamos inundar por su gracia soberana. No es fácil
comprender esta transformación cuando vivimos en un contexto que valora el ideal
del hombre o la mujer “hechos a sí mismos”. Si de nosotros dependiera, alteraríamos
el texto de Lucas de una manera parecida a esta: “Alégrate, fulano de tal, hecho a ti mismo, porque el Señor premiará tu
esfuerzo”. Pero no es ese el mensaje de la Palaba de Dios. María no es la adolescente
que ha merecido el premio de ser madre de Jesús en una especie de concurso de
candidatas, sino la “llena de gracia” por pura misericordia, la que no ha
exhibido méritos propios sino una rendición crítica (“¿Cómo será eso, pues no conozco a varón?”) y total (“Aquí está la esclava del Señor; hágase en
mí según tu palabra”) a la Palabra de Dios.
Como leemos en la
segunda lectura, también a nosotros Dios “nos
ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y
celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo,
para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor” (Ef 1,3-4).
Estamos llamados a ser en plenitud lo que ya somos por gracia: santos por el
amor. Me parece que la fiesta de la Inmaculada Concepción, además de ser un
canto de alabanza a Dios por haber inundado de gracia a María, es una llamada,
en pleno Adviento, a tomar en serio nuestra vocación a la santidad. No hemos
venido a este mundo como figurantes de una representación que, en el fondo,
tiene poco que ver con nosotros. Hemos venido con una misión. Cada uno de
nosotros somos misión, signos de la gracia y del amor de Dios. La unión con
nuestra madre María nos ayudará a ser con más autenticidad nuestra vocación de
hijos de la mujer que ha derrotado al dragón de la autosuficiencia y de la
falta de escucha de la Palabra de Dios. La madre inmaculada es ensalzada en los
Evangelio no solo por el hecho biológico de ser la madre de Jesús, sino, sobre
todo, por haber aprendido a ser su discípula, a creer en la Palabra de su hijo.
Feliz fiesta de
la Inmaculada Concepción a todos los lectores del Rincón de Gundisalvus.
Un
saludo muy cordial desde Medellín (Colombia).
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