Hemos llegado al IV Domingo de Adviento. Ahora sí que la Navidad está a dos pasos. Es posible
que nosotros tengamos otras muchas preocupaciones en la cabeza. Como el joven
rey Acaz (primera lectura de hoy), podemos pensar que es más eficaz afrontar los
problemas con nuestras fuerzas que fiarnos de Dios. ¿Quién no ha experimentado
alguna vez la “inutilidad” de poner nuestro futuro en manos de un Dios que parece mudo y
ausente? En ese contexto, el profeta Isaías le hizo un anuncio al desconfiado Acaz. El joven rey
tuvo un hijo de su joven esposa (“la
virgen está encinta y da a luz un hijo”). Este niño se convirtió en el
signo de la presencia de Dios en medio de su pueblo (“le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros”). Fue
la prueba visible de la fidelidad del Señor a sus promesas. El pequeño se llamó
Ezequías. Fue un rey bastante bueno, pero no el soberano excepcional que quizás
esperaba el mismo Isaías. Por eso, el pueblo siguió esperando en un rey que cumpliera
a cabalidad sus expectativas.
El evangelio de Mateo, escrito para cristianos provenientes del judaísmo, ofrece una respuesta neta: ese rey definitivo, ese Dios-con-nosotros, es Jesús, el hijo de María. El evangelio se abre y se cierra con la misma afirmación. En el capítulo primero, Mateo escribe que “todo esto sucedió para que se cumpliese lo que habla dicho el Señor por el Profeta: «Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros»”. El evangelio se cierra con esta promesa de Jesús: “Yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). El mensaje es muy claro: Jesús es el Emmanuel, la verdadera presencia de Dios en medio de nosotros. Todo lo que hace y dice es una expresión del amor de Dios por su pueblo.
El evangelio de Mateo, escrito para cristianos provenientes del judaísmo, ofrece una respuesta neta: ese rey definitivo, ese Dios-con-nosotros, es Jesús, el hijo de María. El evangelio se abre y se cierra con la misma afirmación. En el capítulo primero, Mateo escribe que “todo esto sucedió para que se cumpliese lo que habla dicho el Señor por el Profeta: «Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa Dios-con-nosotros»”. El evangelio se cierra con esta promesa de Jesús: “Yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). El mensaje es muy claro: Jesús es el Emmanuel, la verdadera presencia de Dios en medio de nosotros. Todo lo que hace y dice es una expresión del amor de Dios por su pueblo.
No me gusta
prodigar las consideraciones exegéticas. Hay muchos lugares en Internet
donde se pueden encontrar buenas explicaciones a los textos de cada domingo. Sin embargo, hoy me parecía obligado extenderme un poco más de lo habitual para
comprender mejor el “sueño de José”, tal como Mateo lo narra en el evangelio de
este domingo de Adviento. Es un hermoso recurso literario para hacernos comprender que, al igual
que José, también nosotros estamos llamados a fiarnos de Dios, por más que
muchas veces no entendamos sus caminos. El mismo joven José (tal vez un muchacho de
15 o 16 años) que, al descubrir el embarazo de su joven prometida (quizás una chica de 13 o 14 años, como era lo normal en la época), “no quería denunciarla y decidió repudiarla en secreto” es el mismo
que, “cuando se despertó, hizo lo que le
había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer”. Entre sus
planes iniciales de repudio y su resolución final de aceptación se sitúa un
sueño; es decir, una experiencia de revelación. En el sueño solo el ángel habla. José
no dice ni una palabra. Ha pasado a la historia como un hombre silencioso. Se deja transformar por Dios. Comprende que ese niño es
algo más que un mero hecho biológico: es el signo de la presencia de Dios entre
nosotros, es el verdadero Emmanuel. Jesús llevará a cabo lo que solo
tímidamente Ezequías pudo realizar.
¿No es el joven
José de Nazaret un buen modelo de todos los que no acabamos de entender cómo se
las gasta Dios? Educados en una cultura de la sospecha sistemática y de la
desconfianza, a los creyentes de hoy se nos pide lo más difícil: confiar. Nos cuesta mucho porque nos
parece que quien confía pierde la capacidad crítica para abandonarse a meros
sentimientos o suposiciones. La fe es precisamente un acto supremo de
confianza. No se trata de una actitud irracional, pero sí de una postura que
desborda los límites de la razón. Si no fuera así, la fe no dejaría de ser una variante
más de nuestras ideas y emociones; por tanto, no nos sacaría de nuestro pequeño
mundo. A lo más, lo decoraría un poco con el consuelo de una esperanza vana. El
evangelista Mateo es un hincha de José como Lucas lo es de María. Ambos nos
ayudan a comprender el proceso por el que dos seres humanos (un hombre y una
mujer) experimentan la irrupción de Dios en sus vidas, expresan sus temores e
inquietudes, se abren humildemente al misterio de la gracia y, por último, se rinden
al amor misterioso del Padre. Para ninguno de los dos la vida fue fácil. Fiarse
de Dios no significó ahorrarse las pruebas de la existencia y la noche de la fe.
Pero ellos se mantuvieron firmes. Por eso, son modelos e intercesores para los
hombres y mujeres del siglo XXI, tan hábiles para hacer planes e inventar cosas y tan torpes
para confiar.
Gracias Gonzalo, en algunas expresiones tuyas es como si me leyeras el pensamiento...
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