¿Qué pasa cuando la realidad no coincide con nuestras expectativas? Navidad es una celebración
de la vida. Donde hay vida hay alegría y esperanza. Sin embargo, la muerte no hace ninguna tregua. Las personas siguen muriendo también en estos días santos. Mueren
definitivamente o mueren de soledad, tristeza o desesperación. Para quienes
viven solos contra su voluntad, la contemplación de familias numerosas que se reúnen
a la mesa resulta a menudo una provocación. Quienes están postrados en la cama
a causa de enfermedades crónicas pueden sentirse heridos por la proliferación
de villancicos e invitaciones a la felicidad. Los que están presos o han
emigrado en busca de un futuro mejor, pueden sentir que la Navidad es más un martirio que
una celebración gozosa. La vida es muy compleja. Junto a quienes disfrutan
degustando un menú suculento y brindando por el futuro, pueden vivir personas desahuciadas,
deprimidas y aisladas. ¿Es posible estar alegre cuando sabemos que hay tantas
personas que sufren? ¿No es la Navidad, en definitiva, una broma de mal gusto,
una forma superficial de encubrir el dolor del mundo?
En un día como
hoy, víspera de la gran celebración litúrgica del nacimiento de Jesús, es bueno
rescatar algún tiempo de silencio antes de visitar a los amigos, sentarnos a la
mesa o participar en la Misa de medianoche. Pasear por un bosque o un parque,
entrar en una iglesia vacía o retirarnos a nuestra habitación, es un ejercicio
saludable antes de afrontar las fiestas que llegan. Para dar densidad a ese
silencio y no abandonarnos a nostalgias o ensoñaciones, es bueno imaginar cómo
fue el silencio de la joven María las horas previas a dar a luz. Ninguno de los
evangelistas nos transmite una sola palabra pronunciada por María en ese
trance. Conocemos algunas palabras de María en el momento de la anunciación o
cuando Jesús cumplió doce años, pero ninguna durante el alumbramiento de su
hijo. Lucas se limita a decirnos que María guardaba todo en el corazón, permanecía
en un silencio contemplativo, rumiando todo con calma, reconociendo la huella
de Dios en lo que le estaba sucediendo, admirándose de lo que estaba viviendo.
Si no queremos
morir de excesos navideños, tenemos que aprender también nosotros a “guardar
todo en el corazón”. Ese “todo” engloba muchas cosas que inopinadamente acuden
a nuestra mente: el recuerdo de los seres queridos ya fallecidos, la nostalgia
de los ausentes, la dificultad de sentir alegría cuando sabemos que muchos lo están
pasando mal, los pequeños detalles que hacen de estas fechas algo diferente en
el calendario del año, las preguntas que nunca nos dejan (¿Será posible que
Dios se haya encarnado en un pequeño ser humano? ¿Tendrá la Navidad un sentido
real o es solo el símbolo de la necesidad humana de renacer cuando todo parece
ya gastado?), los encuentros superficiales y los que dejan huella, las comidas
que recrean vínculos y las que nos distancian, los deseos de estar a la altura
de lo que nosotros mismos deseamos a los demás, la necesidad de desconectarnos
de todo para estar con nosotros mismos… Solo un silencio como el de María puede
ayudarnos a unir todos los puntos dispersos hasta dibujar con ellos una silueta
hermosa y con sentido. Este silencio mariano nos prepara para acoger el
misterio que se produce en la noche silenciosa de la Navidad.
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