Después de un domingo pasado por agua, ha amanecido un lunes luminoso, aunque hay algunas nubes que van engordando con el paso del tiempo. En el rincón en el que me encuentro, alejado del mundanal ruido, todo me habla de mis años de niño, de raíces familiares y de sabores añejos. Estamos a dos días de la Navidad. Millones
de personas viajan de un sitio a otro para celebrar estos días con sus seres
queridos y volver
a los lugares de la infancia. O quizás para huir de algo que les agobia
y explorar nuevos escenarios y experiencias. En realidad, me parece que en estas
fechas se celebran cuatro navidades que conviven, se solapan o se excluyen.
La primera es la navidad secularizada; es decir, la de aquellos que viven estos días sin ninguna referencia religiosa. Las dos semanas libres se convierten en vacaciones de invierno. Algunos, los metidos en rollos esotéricos, juegan con los ritos del solsticio de invierno y se inventan escapadas a lugares “cargados de energía” que permiten afrontar esta nueva estación con buen ánimo. Los más ilustrados insisten en que antes de que la Iglesia cristianizara estas fechas, ya existían celebraciones paganas que honraban al Sol Invictus o adornaban árboles con regalos que simbolizaban la fertilidad y otros bienes apetecibles. Los que se lo pueden permitir van a la nieve o a lugares tropicales para buscar el sol que se resiste en el hemisferio norte. Varias corrientes ecológicas transitan también por estos caminos, que conectan con la sensibilidad de muchos jóvenes. Quizás el famoso Jingle Bells (que habla de un trineo abierto tirado por caballos que se desliza por la nieve) sería su villancico emblemático. O tal vez el Merry Christmas (War is over) de John Lennon (que quiere dar una nueva oportunidad a la paz).
La primera es la navidad secularizada; es decir, la de aquellos que viven estos días sin ninguna referencia religiosa. Las dos semanas libres se convierten en vacaciones de invierno. Algunos, los metidos en rollos esotéricos, juegan con los ritos del solsticio de invierno y se inventan escapadas a lugares “cargados de energía” que permiten afrontar esta nueva estación con buen ánimo. Los más ilustrados insisten en que antes de que la Iglesia cristianizara estas fechas, ya existían celebraciones paganas que honraban al Sol Invictus o adornaban árboles con regalos que simbolizaban la fertilidad y otros bienes apetecibles. Los que se lo pueden permitir van a la nieve o a lugares tropicales para buscar el sol que se resiste en el hemisferio norte. Varias corrientes ecológicas transitan también por estos caminos, que conectan con la sensibilidad de muchos jóvenes. Quizás el famoso Jingle Bells (que habla de un trineo abierto tirado por caballos que se desliza por la nieve) sería su villancico emblemático. O tal vez el Merry Christmas (War is over) de John Lennon (que quiere dar una nueva oportunidad a la paz).
Existe, por
supuesto, la navidad consumista.
Desde que los colores institucionales de Coca-Cola (el rojo y el blanco) se
convirtieran en los colores del gordinflón Papa Noel o de Santa Claus (reducción consumista del
bueno de San Nicolás), la feria del consumo se ha adueñado de estas fechas.
Abundan las decoraciones públicas y privadas, las cenas de empresa y de amigos,
el intercambio de regalos, la exhibición de fantasía en espectáculos y actos de
todo tipo. Lo importante es conseguir vender el mensaje de que seremos más
felices si compramos una determinada marca de perfume, nos vestimos según los criterios
estilistas de los famosos, regalamos las últimas novedades tecnológicas y organizamos
comidas y cenas pantagruélicas en las que todos tienen que mostrar/fingir
expresiones de alegría, ganas de jolgorio y espíritu festivo. Como es natural,
alcanzado un cierto nivel etílico o hiperglucémico, se multiplican los
villancicos, entre los que nunca puede faltar este tratado metafísico-teológico
llamado Pero mira cómo beben los peces en
el río. Que los excesos terminen en resacas y largas horas de cama o que se
desempolven conflictos familiares latentes o que uno se prometa a sí mismo no
gastar tanto el próximo año (ni siquiera en lotería) son los efectos colaterales
de una “guerra” que se desea/se odia casi a partes iguales.
Para muchos (quizá,
sobre todo, para los ancianos y los niños), existe también una navidad sentimental. Los niños sueñan
que lleguen estas fechas. Sienten que es el periodo del año en el que se convierten
en protagonistas, quizás porque pertenecen al grupo de los amigos del niño por
antonomasia, el Niño Jesús. En ellos dominan sentimientos de amparo, alegría,
ansiedad, cariño, expectación… Imaginan un mundo maravilloso en el que todos viven unidos,
abundan los regalos y la vida es amable y hermosa. Los ancianos, por su parte,
suelen vivir estas fechas prisioneros de la nostalgia. Echan de menos a las
muchas personas que han conocido y que ya no se sentarán a la mesa familiar.
Evocan sus recuerdos infantiles y juveniles. Suelen decir que “entonces sí eran Navidades, aunque teníamos
menos cosas”. Si están rodeados de nietos, sobre ellos vuelcan su
afectividad. Los niños y los ancianos establecen una secreta alianza de complicidad
en contra de sus hijos/padres que han sucumbido a la tentación del realismo y ya
no son capaces de soñar. Su villancico preferido está cargado de nostalgia: “La Nochebuena se viene, la Nochebuena se
va, y nosotros nos iremos, y no volveremos más”. Los adultos estamos en la
zona intermedia. Nos debatimos entre un regreso a la infancia (como los niños),
un abandono a la nostalgia (como los ancianos) o un realismo exento de poesía
que piensa las Navidades en términos de presupuesto económico, horas pasadas haciendo
compras o en la cocina y alteración querida/temida de los hábitos cotidianos. Ya
no escribimos postales a mano, pero enviamos infinidad de WhatsApps con motivos anodinos, ocurrentes, edulcorados y hasta
profundos.
Existe también –por
si alguien lo dudaba– la Navidad
cristiana, que casi siempre se solapa con las anteriores formando un producto
ecléctico en el que no es fácil separar cada ingrediente. Esta Navidad parte de
un hecho desnudo narrado por los evangelistas Mateo y, sobre todo, Lucas: que
en un lugar de la Palestina romana (¿Belén? ¿Nazaret?), unos seis años antes de
la actual era, nació un niño de una joven llamada María, esposada con otro
joven llamado José. A ese niño le pusieron el nombre de Jesús. No hubo ningún notario
que levantara acta del nacimiento que más ha afectado a la historia humana
posterior. Los datos de que disponemos son muy escuetos y, además, releídos
ocho décadas después en clave teológica, a la luz de los acontecimientos que se
fueron sucediendo; sobre todo, la pasión, muerte y resurrección de este Jesús
de Nazaret. La Navidad cristiana pone el acento en un hecho incomprensible: que
el Dios eterno haya querido hacerse uno de nosotros, haya asumido nuestra frágil
humanidad. Y, además, no en condiciones de esplendor y riqueza, sino en la
humildad de una aldea insignificante, en el seno de una familia pobre y
necesitada. Cuando cantamos Noche de paz o Adeste fideles (dos de
los villancicos más famosos en todo el mundo) estamos confesando algo que ni
siquiera la imaginación más excitada podría haber alumbrado. No lo hacemos por
simple capricho, sino porque en ello nos va la vida. Y sí, tenemos derecho a
expresar nuestra alegría, cenar juntos, brindar por el futuro, visitar hospitales
o residencias de ancianos y cantar villancicos. Lo que importa es que seamos
conscientes de la razón última que nos empuja a ser solidarios con los demás
como Dios lo ha sido con cada uno de nosotros.
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