Es muy difícil saber lo que está pasando realmente en Latinoamérica. Y más
difícil todavía interpretarlo. En estos días de encuentro en Medellín
procuro escuchar con atención lo que me comunican mis compañeros claretianos.
Ellos son como reporteros que viven de cerca, en carne propia, las tensiones de
sus respetivos países. No siempre coinciden en la interpretación de los hechos,
pero lo más importante es su descripción. Si no fuera por estos testigos
directos, yo dependería casi exclusivamente de lo que reportan los medios de
comunicación. Aquí vienen las sorpresas. Lo que más me llama la atención son
algunos silencios. No se dice casi nada sobre lo que está sucediendo en Haití y
muy poco sobre el régimen dictatorial y represivo de Nicaragua. He tenido que
escuchar las historias de mis hermanos misioneros para saber algo de lo que
está pasando en estos dos pequeños países centroamericanos. De Venezuela, Chile,
Bolivia, y últimamente de Colombia, se habla mucho, pero no se dibuja un cuadro completo, sino solo pinceladas sueltas y, a veces, pura propaganda al servicio
de los propios intereses. Hay medios que interpretan las revueltas como
expresiones de un pueblo harto de sentirse esquilmado y otros que las ven como
maniobras del bolivarismo o de la CIA norteamericana.
¡Qué difícil
resulta interpretar la historia! Su verdadero sentido no se percibe a simple
vista. No basta describir lo que sucede. Incluso la misma descripción está ya
condicionada por intereses, filias y fobias, prejuicios culturales, etc. En
general, desconfío mucho cuando una persona defiende con mucha pasión un
determinado punto de vista. Prefiero a aquellos que, en la medida de lo
posible, se limitan a contar lo que han visto y oído, ahorrándose interpretaciones
baratas. Los hechos son más importantes que las opiniones. Por desgracia, en el
periodismo moderno hay un déficit de información y un exceso de opinión. En general,
todos los medios están al servicio de las corporaciones que los sostienen. Esto
hace que silencien, amplifiquen o manipulen los hechos de acuerdo con sus
intereses. Por eso, es muy saludable tener la oportunidad de hablar con los
protagonistas de las historias; o, por lo menos, con testigos cercanos. Esto es
lo que yo estoy haciendo durante estos días en Medellín. Por ello, sé que en
algunas zonas amazónicas de Venezuela se está dando un enorme mercado de droga,
explotaciones ilícitas de minas, contrabando de armas, trata de blancas… con la
connivencia del ejército y del gobierno venezolanos. O que en Nicaragua el gobierno está
ejerciendo un control y una represión brutales sobre los disidentes. O que en
Cuba se han endurecido algunas leyes que recuerdan a los tiempos del “período
especial”.
Todo esto sucede
en Adviento, mientras nos preparamos para celebrar un hecho (el nacimiento de Jesús)
que pasó completamente desapercibido para los cronistas de la época y que, sin embargo,
ha alterado la historia de la humanidad. ¿A quién en su sano juicio se le podría
ocurrir que Dios se hiciera ser humano en un perdido pueblo de Palestina, en el
seno de una familia pobre, fuera del ámbito político y religioso? ¿Qué
historiador hubiera dado importancia a ese hecho de no haber sido por la repercusión
posterior? La historia, contemplada desde los ojos de Dios, está llena de paradojas
que escapan de nuestro control. Por eso, es tan importante dejarse guiar por la
Palabra. Ella nos ofrece las claves profundas de hechos que solo en apariencia
son banales. Sin la luz de la Biblia, seguiríamos ciegos. No basta con ser un
analista político, un sociológo o un filósofo. Para conocer el sentido de la
historia, necesitamos las claves que nos ofrece el Dios de la historia. Nuestra
fe cristiana cree en un Dios que no permanece inaccesible, sino que se revela
en la historia, en el hueco diminuto de un pesebre.
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