No tengo más remedio que escribir en el aeropuerto de Medellín antes de emprender mi regreso a Roma, vía Panamá. Desde el domingo me ha sido imposible hacerlo. Algunos lectores habituales del Rincón me han hecho llegar su extgrañeza. Desde las 5
de la mañana hasta las 11 de la noche, todo ha sido un sucederse de actividades,
sin apenas tiempo personal. He abandonado el blog, pero, a cambio, he vivido
con mucha intensidad. El domingo por la mañana visitamos el Centro de Convenciones
de la Fundación Hogares Claret,
una institución social y sin ánimo de lucro, donde se ofrece acompañamiento
terapéutico–pedagógico a niños, niñas, adolescentes y adultos, afectados por
la marginalidad, la violencia, el consumo de sustancias psicoactivas y/o
problemas de conducta, con el fin de favorecer su inclusión social, el
restablecimiento de sus derechos y la construcción de un proyecto de vida. Desde
1984, año de su fundación, más de 100.000 usuarios se han beneficiado de sus
servicios. Una comunidad de cuatro claretianos mantiene el espíritu original. En
los 27 centros que la Fundación tiene en Colombia trabajan más de 700
profesionales y voluntarios. Tuvimos la oportunidad de compartir un tiempo con
algunos de ellos. Después de conocer las bases del proyecto y de hablar con
algunos de los usuarios, hicimos una breve sesión de aromaterapia para
experimentar una de las prácticas que siguen en el acompañamiento terapéutico. Acabamos la mañana dando un paseo por las instalaciones
(que albergan también un picadero donde se practica la equinoterapia) y compartiendo
un suculento almuerzo.
La tarde tuvo otro
color. Después de dar un paseo por la plaza Botero y visitar la Muestra Bíblica
que los claretianos de Colombia tienen en Medellín, participamos en la
ordenación diaconal de dos jóvenes claretianos en la parroquia Jesús Nazareno.
Fue una ceremonia de dos horas presidida por el claretiano Oscar Vélez, obispo
de Valledupar. Siempre impresiona
ver a personas jóvenes, postradas en el suelo, dispuestas a servir a Dios y a
la comunidad el resto de su vida. Toda ordenación es una especie de
expropiación. Uno renuncia a “hacer su vida” para ofrecerla como don a los
demás. Uno de los diáconos ha estado trabajando como misionero en la desafiante
misión del Delta Amacuro,
en Venezuela. Hablando con él, he podido saber de primera mano la penuria por
la que atraviesa el pueblo venezolano y la degradación de todo tipo que se vive
en la zona donde está enclavada la misión. La jornada terminó con una cena de
fraternidad en el claustro de la casa y la contemplación del vistoso alumbrado
navideño de la ciudad. El lunes, el martes y hoy mismo han sido jornadas
repletas de sesiones de trabajo, reuniones con grupos diversos y tiempos de
celebración.
Ahora, en la
tranquilidad de este aeropuerto
de Río Negro, puedo teclear algunas reflexiones. Somos alrededor de 800
claretianos en América, desde Canadá hasta la Patagonia argentina. Desarrollamos
nuestra misión a través de una amplia gama de ministerios: misiones entre los
pueblos indígenas y campesinos, parroquias, colegios, universidades, editoriales,
medios de comunicación y diversos proyectos sociales. Miles de laicos están
trabajando con nosotros codo con codo. Partiendo de esta rica variedad y de los
muchos desafíos que hoy vive la Iglesia en América, nos hemos atrevido a soñar
el futuro en el horizonte de 2030. Más allá de nuestros problemas y
enfermedades, descubrimos semillas valiosas que pueden germinar. Hemos
avanzando en coordinación de proyectos, pero, sobre todo, hemos refrescado nuestra
mística misionera a poco más de un mes de celebrar en Chile nuestra llegada al
continente americano hace 150 años. Creo que todos regresamos a nuestras
comunidades más animados, deseosos de seguir entregando nuestra vida en lo que
Claret llamó “viña joven”, pero que ahora, al cabo de tantos años, se ha
convertido en una “viña adulta” que necesita ser podada, regada y cultivada. Esperemos
que el encuentro haya merecido la pena.
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