Sorprende que
Lucas, el evangelista de la misericordia y la alegría, ponga en labios de Jesús palabras tan
duras como las que leemos en el Evangelio de este XXI Domingo del Tiempo Ordinario. Hace tres años escribí ya sobre el significado de este fragmento. Hoy
quiero hacerlo desde otra perspectiva. Todo comienza con una pregunta que le
hace a Jesús un personaje anónimo (es decir, cualquiera de nosotros): “Señor,
¿son pocos los que se salvan?”. Esta es una pregunta que los seres humanos
nos hemos hecho de diversas maneras a lo largo de la historia, a veces con tintes
angustiosos. No percibo que hoy sea una gran preocupación. Se han
invertido los términos. Da la impresión de que no es Dios quien tiene que salvarnos,
sino que somos nosotros los que tenemos que “salvar” a Dios de un arrinconamiento imparable. ¡Tremenda paradoja! Muchos contemporáneos hacen suyas las palabras del
cantante español Víctor Manuel: “Déjame en paz, que no me quiero salvar, que en el infierno no estoy tan mal”. Entiendo la rabia de estas palabras.
Vivimos en un mundo en el que muchos (políticos, científicos, sociólogos,
médicos, adivinos, etc.) quieren salvarnos del cáncer, de la depresión, del
desempleo, del aburrimiento y hasta de la obesidad y la calvicie. Frente a tantos salvadores
de medio pelo, es comprensible una reacción de hastío: “Déjame en paz”.
Jesús no se deja
atrapar por la cuestión del “número” de salvados, tan del gusto actual de los Testigos de Jehová y de otras denominaciones cristianas. Su enfoque no es cuantitativo
sino cualitativo. Se trata de entrar por la “puerta estrecha”. Los obesos
espirituales, los engreídos, los “agrandados”, los que se consideran “peces
gordos” no caben por ella. Por el contrario, no tienen ningún problema los
niños. La cruzan como Pedro por su casa. El mensaje es claro y coincide
con otras palabras de Jesús: “Si no os
hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 28,3). Esto
es lo que cuenta de verdad: una actitud de sencillez, humildad y apertura a la
gracia. Todo lo demás, incluso lo que consideramos “religioso”, no tiene
ninguna importancia si no es expresión de un espíritu de niños. Resulta duro
escuchar de labios de Jesús unas palabras que pueden estar dirigidas a cuantos
nos consideramos de “los suyos” por el hecho de frecuentar la iglesia: “No sé quiénes sois” y “No sé de dónde sois”. Jesús no reconoce
ni la identidad ni la procedencia de quienes vivan con una actitud orgullosa y
autosuficiente, mirando por encima del hombro a los demás.
La conclusión del
Evangelio resulta también provocativa: “Y
vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se sentarán a la mesa en
el reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros, y primeros que serán
últimos”. Estas palabras resultan ofensivas para los judíos, que se creían depositarios
de las promesas de Dios. Pero hoy pueden ser aplicadas también a algunos países
que se creen “el ombligo del mundo” y miran con superioridad al resto. Tampoco
se libra la Iglesia cuando cae en la tentación de considerarse pura y no tiene
la humildad suficiente para reconocer las muchas semillas de bondad que hay
dispersas por todas partes. No hay nada más contrario a la verdadera salvación de
Jesús que creerse salvados por méritos propios y despreciar a quienes consideramos
pecadores empedernidos. El verdadero criterio que dirime la salvación no es
tanto el de “fe/no fe” cuanto el de “amor/autosuficiencia”. Por eso, ni están
todos los que son ni son todos los que están. La conclusión no es una suerte de
pavor ante un Dios arbitrario que puede hacer de nosotros lo que le plazca, sino
una fuerte –incluso apremiante– llamada a hacernos como niños para que quepamos
sin problemas por la puerta que conduce a la vida plena. No sé si la
mentalidad contemporánea –tan orgullosa de haberse conocido– está por la labor. Las palabras de Jesús son claras.
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