Roma me ha recibido con una temperatura de 30 grados y una humedad cercana al 60%, cuando en Madrid no pasaba del 26%, así que la sensación de agobio es evidente. Es una buena
preparación para el 80% de humedad que me aguarda en Bengaluru (India) dentro
de un par de días. Los cambios meteorológicos influyen en el estado de ánimo,
aunque no creo que me deje influir demasiado. Antes de tomar el avión de
regreso a Roma, una persona amiga me decía que hoy es casi imposible vivir con
serenidad porque tenemos demasiados frentes abiertos. Lo que quería decir es
que, además de atender a las situaciones personales (afectivas, laborales,
sanitarias, etc.) y familiares, nos convencen de que si queremos ser personas informadas y comprometidas tenemos que prestar
atención a las muchas cosas que suceden en el mundo. Es como si nos sintiéramos
obligados a pronunciarnos sobre los incendios en la Amazonia brasileña, la
crisis provocada por la listeriosis en Andalucía, la matanza de las ballenas, los problemas de Pedro
Sánchez para formar gobierno en España, el cambio de gabinete en Italia, la grave situación
económica y social de Argentina, la polémica decisión de Boris Johnson de cerrar el
parlamento británico, los problemas de los migrantes en el Mediterráneo y -por
si fuera poco- las ocurrencias de Donald Trump. ¿Hay algún ser humano que pueda
prestar seriamente atención a tantos
frentes sin sentirse abrumado y como fuera de sitio?
Seamos sensatos. El que
cuelga en las redes sociales manifiestos contra los incendios en la Amazonia (o
últimamente en Angola y la República Democrática del Congo) es a menudo el
mismo que no riega las plantas de su casa y que, cuando sale al campo, no tiene
empacho en tirar basura. Muchos de los que critican (o criticamos) la
corrupción de los políticos son los que piden facturas sin IVA, hacen algunas
operaciones en negro y enchufan cuando pueden a sus amigos y conocidos. Quienes
sienten compasión de los migrantes en el Mediterráneo (o en la frontera entre
México y los Estados Unidos) son a veces quienes protestan por la invasión de
extranjeros o contratan a algunos subsaharianos por cuatro perras, saltándose todas
las normas legales. No es fácil mantener una línea coherente entre las
proclamas públicas (algunas muy ingeniosas y provocativas) y las conductas
individuales. No es siempre cuestión de mala voluntad. Hemos querido ensanchar
tanto el mundo, hacernos responsables de tantas cosas al mismo tiempo, que no hay psicología
humana que aguante tal grado de implicación y compromiso, a menos que todo se
quede en palabras. Las redes sociales aguantan todo tipo de mensajes, sin que
esto suponga una actitud consecuente. Colgar una foto y multiplicar los likes está al alcance de cualquiera.
No propongo que encojamos
nuestro mundo, que reduzcamos drásticamente los frentes abiertos, pero sí que
nos concentremos en los campos en los que nuestra actuación puede ser determinante.
De poco sirve querer salvar la selva amazónica y al mismo tiempo descuidar los deberes
familiares. Está bien romperse las vestiduras por la trata de esclavos en
Libia, pero quizá es más urgente -y posible- tratar con dignidad y respeto a
las personas a nuestro cargo. Es necesario denunciar las consecuencias del
cambio climático, pero vale más adoptar un estilo de vida sobrio, renunciando a
viajes innecesarios en coche, al consumo excesivo de agua y luz, etc. Estoy
convencido de que contribuiríamos más a cambiar nuestro mundo -y de paso a
llevar una vida más serena y solidaria- si en vez de estar siempre hablando de
lo que sucede “lejos” (aunque hoy este concepto ha cambiado radicalmente de
significado) nos concentráramos en abordar lo que tenemos “cerca”, casi como si
viviéramos en una aldea y no en un mundo globalizado. La vida cotidiana
(nuestros hábitos, relaciones, horarios, gastos, etc.) son el verdadero banco
de prueba de nuestro compromiso real. Lo demás, aun siendo importante, puede ser
un perfecto brindis al sol y una forma de lavar nuestra conciencia sin que en
la práctica modifiquemos lo más mínimo nuestro estilo de vida.
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