Esta mañana cortarán los “mayos” que se alzan desde el pasado día 14 en la Plaza Mayor y en la Plaza de la Soledad de Vinuesa. Durante diez días han presidido el deambular de
miles de personas y los principales actos de las fiestas patronales. Como manda
la tradición, hoy, fiesta de san Bartolomé,
deben ser abatidos. Han cumplido su misión. Llega la hora del sacrificio. Podría
escribir algo sobre la efímera vida urbana de estos enhiestos pinos que eran
señores en el monte y que, trasplantados al pueblo, han vivido solo diez días.
La gente los ha contemplado, se han convertido en estrellas de las fiestas,
pero, en realidad, han pagado un alto precio por su fama: han muerto antes de
lo que hubiera sido lo corriente si hubieran seguido su ciclo natural. ¡Qué
poco duran los aplausos! Quizás el ejemplo de los “mayos” ayuda a entender algo
de lo que les pasa a muchas personas (sobre todo, jóvenes) en la sociedad
actual: sacrifican todo por una fama efímera cuando podrían crecer con más
vigor y estabilidad en el pequeño círculo de sus parientes y amigos. ¡Que se lo
pregunten a algunos youtubers o influencers tempraneros que han sido víctimas
prematuras de su propio éxito!
Frente a la
cultura de la apariencia y de la fama efímera, el apóstol Bartolomé (llamado también
Natanael) representa un ejemplo de autenticidad. Es un tipo sin doblez, de una
pieza. Cuando Felipe quiere presentarle a Jesús de Nazaret, no se corta un pelo
en preguntarse si de Nazaret –una aldeucha galilea– puede salir algo bueno. Jesús
podría haberse enojado por ese comentario despectivo. Sin embargo, reacciona
con un elogio que ya quisiéramos para nosotros: “Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño”. Con
nuestro lenguaje de hoy, diríamos que Jesús ve en Nataniel a una persona auténtica.
No pretende disimular lo que piensa. No es políticamente correcto. Representa las
antípodas de muchos fariseos, preocupados por guardar las apariencias, pero emponzoñados
por dentro. El mismo que se había reído de la procedencia aldeana de Jesús,
cuando intuye quién es, prorrumpe en una confesión de fe: “Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel”.
Naturalmente, no es muy verosímil que las cosas sucedieran tal como las cuenta
Juan en su Evangelio, pero el mensaje de fondo es nítido. Donde hay
autenticidad, puede haber fe. Donde hay doblez o mera apariencia, el corazón no
se abre al misterio de Dios.
En tiempos de
posverdad, la autenticidad no tiene buena prensa. Teóricamente admiramos a las
personas de una pieza, cabales, que dicen siempre lo que piensan aun a riesgo
de ser impopulares. En la práctica, sin embargo, adulamos a quienes triunfan
(aunque haya sido a base de falsedades y traiciones), mentimos cuando queremos
conseguir algo (aunque califiquemos nuestras mentiras de “piadosas”), nos preocupa
más la imagen ante los demás que la verdad de lo que somos (aunque a veces
tengamos la impresión de estar vendiendo nuestra alma al diablo). De
Bartolomé/Natanael no sabemos apenas nada; desde luego, mucho menos de lo que
podemos saber de cualquier famosillo que aparece en los programas televisivos
de cotilleo. Y, sin embargo, la radiografía que le hace Jesús es más que suficiente
para saber que se trata de “un tipo de verdad”. Recordando su figura, uno se
siente llamado a evitar todo postureo y a ser lo que de verdad es. La autenticidad
no sale gratis, pero es fuente de verdad y libertad. Me parece que hoy voy a sustituir
mi paseo matinal por la contemplación del derribo de los “mayos”. Entre ese espectáculo
y el Evangelio de hoy, tengo más que suficiente para una buena meditación sobre
la vida.
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