Anoche, como cuando era niño, me emocioné viendo cómo el pueblo de Vinuesa entregaba una vela a su “excelsa patrona” la Virgen del Pino y cómo cantaba la Salve Regina en una de las versiones de Hilarión Eslava. Hoy celebraremos la solemnidad de la Asunción de la Virgen María.
En mi pueblo natal nadie se refiere a este día con su denominación litúrgica
oficial. Todos hablan del “día de la Virgen” o a lo más de la fiesta de Nuestra
Señora del Pino. El dogma de la asunción queda como subsumido en la fiesta de
la Virgen. La leyenda que hay detrás de esta denominación es hermosa y comparte
los rasgos esenciales de otras historias y leyendas de hallazgos de imágenes
marianas escondidas en parajes muy diversos: a veces, por motivo de la invasión
mora; otras, por razones varias. El denominador común es que, una vez hallada
la imagen, los pueblos comienzan (o prosiguen) su veneración con entusiasmo. El
liturgista Casiano Floristán, que estudió a fondo las numerosas advocaciones
marianas de España y Portugal, concluyó que casi se puede reconstruir la rica flora
ibérica atendiendo a los nombres que el pueblo ha ido dando a la Virgen. Los títulos
son casi incontables: Virgen del Camino, de las Viñas, del Espino, de la
Fuencisla, del Prado, de la Montaña, del Valle, del Henar, del Rocío… Y, por
supuesto, Virgen del Pino. Vinuesa y Canarias comparten esta advocación.
Para un Misionero
Hijo del Inmaculado Corazón de María, hablar de la Madre es siempre una gracia.
La celebración de su asunción me invita a pensar en la necesidad de promover en
nuestro mundo un poco romo una espiritualidad “hacia arriba”. Se ha insistido tanto en
los últimos 50 años en una espiritualidad “hacia abajo”, con los pies en la
tierra, encarnada, inculturada, liberadora, que siento que ha llegado la hora
de acentuar el otro polo para no romper la armonía de la fe. Hoy el problema no
es tanto reducir el cristianismo a un camino “hacia el cielo”, cuanto
convertirlo en una mera ética del cambio social. Pareciera que –escépticos como somos respecto
del “cielo nuevo y la tierra nueva”– nos interesara solo construir una especie
de cielo en la tierra por aquello de que “más vale pájaro en mano que ciento
volando”. Un cuerpo bien alimentado y una mente instruida son más tangibles que
una existencia celeste de la que apenas sabemos decir una palabra coherente. El
mensaje de Jesús solo resulta atractivo para muchas personas en cuanto motor de cambio social. Todos
sus otros armónicos (sobre todo los que nos lanzan a una dimensión
trascendente) quedan como en sordina o incorporados al acorde principal. Consciente
o inconscientemente, estamos transmitiendo un mensaje parecido a este: “En
realidad no creemos que exista un cielo más allá de esta realidad física. El
cielo (y el infierno) son situaciones históricas que tienen que ver con el
mayor o menor compromiso de lucha por un mundo más justo”. En este contexto, el
dogma de la asunción de la Virgen
María es casi superfluo. Queda reducido a una especie de símbolo que nos habla
de su vida en Dios y de su sueño de un mundo nuevo.
Creo, sin
embargo, que la fe de la Iglesia es neta al respecto, por más contracultural
que resulte. Confesar la asunción de María significa afirmar que ella está
gozando de la vida plena en Dios y que todos los que creemos en Jesús estamos llamados,
como ella, a una vida que va “más allá” de todas las posibles realizaciones
mundanas. Creer en nuestra “vocación de cielo” no significa minimizar nuestro
compromiso histórico en la tierra; ayuda a darle su verdadero horizonte de
sentido. La Virgen del Pino nos invita a mirar a lo alto, a saber que nuestra
vida está llamada a la plena comunión con Dios, a no hundirnos en los fracasos
de la vida, a luchar con fuerza como si todo dependiera de nosotros pero
sabiendo que la historia está en manos de Dios, a anhelar el cielo, a no
dejarnos seducir por las falsas promesas de “cielos” terrenales (sean políticos,
económicos, sexuales, lúdicos, etc.), a relativizar todo sin despreciar nada
verdaderamente humano… Quisiera compartir hoy con mis paisanos algunos de estos
pensamientos mientras disfruto del encuentro de todos en torno a la Madre. La
fiesta rompe muros y estrecha manos. ¿Qué poder de atracción tiene la Madre que
congrega incluso a aquellos que apenas creen en ella o a quienes se encuentran
distanciados? Con las palabras del canto vespertino de ayer, le digo: “Vuelve a nosotros esos tus ojos
misericordiosos y, después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito
de tu vientre”.
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