Si hay alguna parábola de Jesús que resulta perfectamente aplicable al contexto actual es la que nos propone el evangelio de este XVIII Domingo del Tiempo Ordinario. Parece dicha por Jesús –y luego “arreglada” por
Lucas– para oyentes y lectores de hoy. La codicia es una enfermedad humana tan
antigua como el hombre, pero en esta sociedad consumista reviste formas muy
sofisticadas. Es verdad que después de la crisis económica de 2008 no está el
horno para bollos. Ya no se habla tanto de “pelotazos” urbanísticos, de dinero
fácil y de un tren de vida por encima de nuestras posibilidades. El acento
recae más bien en la precariedad de muchos trabajos, en la brecha creciente
entre los más ricos y los pobres, en la pérdida de poder adquisitivo de la mal
llamada clase media, etc. Pero, no obstante, la pasión por el dinero sigue
vigente. Da igual que conozcamos historias de ricos insatisfechos, de
separaciones familiares a causa de las dichosas herencias, de futbolistas arruinados, de famosos que han dilapidado su fortuna en drogas y lujos insultantes, de
corruptos que son juzgados y encarcelados… El dinero siempre es un imán que
atrae a la mayoría de los humanos. Uno piensa que en su caso todo será distinto. En realidad, se trata de un ídolo seductor pero perfectamente mentiroso porque
promete lo que no puede dar: plenitud y sentido. Sé que estas palabras suenan a discurso
moralista pronunciado por alguien que tiene sus necesidades básicas
satisfechas. No lo dudo. Pero creo que son algo más: la constatación de una
experiencia que, a medida que pasan los años, me parece más patente.
El autor de la
primera lectura de este domingo –el famoso y un poco aguafiestas Qohelet, responsable
de la obra que conocemos como libro del Eclesiastés– se dio perfecta cuenta del
engaño que suponen las riquezas. Su pensamiento no es deductivo sino inductivo.
No llegó a la conclusión de que “todo es vanidad” (este es el estribillo que se
repite muchas veces a lo largo de sus páginas) a base de elucubraciones filosóficas
sobre el sentido de la vida, sino observando el desenlace de los seres humanos,
tanto ricos como pobres. Todos acaban del mismo modo: dejando lo que tienen,
poco o mucho. El esfuerzo por enriquecerse creyendo que de esta manera seremos
felices y poco menos que inmortales es como el esfuerzo por “abrazar el
viento”: completamente inútil, aunque tardemos mucho tiempo –a veces toda la
vida– en darnos cuenta. La conclusión no puede ser más descorazonadora: “De día su tarea es sufrir y penar; de noche
no descansa su mente. También esto es vanidad” (1,23). Yo recomendaría la
lectura serena del libro
del Eclesiastés a quienes todavía albergan la vana ilusión de que, haciéndose
ricos, van a comerse el mundo, ser admirados por todos y sentirse plenos.
Jesús no es el
Qohelet. No está en contra del esfuerzo, el trabajo y la prosperidad. No es un
aguafiestas. Disfruta comiendo con la gente y bailando en las bodas. Pero sabe
muy bien que hay un tipo de riqueza que es como un veneno, aquella que aísla al
hombre de los demás y de Dios encerrándolo en la cárcel de su codicia. En la parábola
del rico insensato que manda construir más graneros para almacenar toda su cosecha y
luego dedicarse a la buena vida y a descansar no aparecen más personajes que el
rico, sus bienes… y Dios. Allí no se hace mención de los familiares de este
hombre opulento, ni de sus amigos, ni de los pobres. Todo su mundo se reduce a “sus
bienes”. Todo gira en torno al poseer y disfrutar. Dios aparece en escena para
recordarle que ese mundo tan pequeño puede desaparecer en cualquier momento: “Necio, esta noche te van a reclamar el
alma, y ¿de quién será lo que has preparado?” (Lc 12,20).
Lo que Jesús
critica no es la riqueza en sí misma (que puede tener una gran utilidad
social), sino la codicia, ese virus que infecta todo cuanto toca. Lo dice con
meridiana claridad: “Mirad: guardaos de
toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus
bienes”. Muchos hombres y mujeres de hoy pondrían en tela de juicio estas palabras
de Jesús porque parecen contradecir lo que observamos a diario. De hecho, a
primera vista, los que disponen de recursos materiales tienen asegurada la
comida, el techo y la diversión, pueden permitirse un tratamiento caro en caso
de enfermedades graves, disfrutar de una jubilación sin agobios y dejar un buen
legado a sus herederos. ¿No consiste en esto una vida plena? La respuesta es
tajante: no. Si todo eso es fruto de la codicia –y, por tanto, implica la
ruptura de los lazos (con uno mismo, con la naturaleza, con los demás y con
Dios) que dan sentido a la vida– entonces el resultado es un fracaso total. Jesús
nos lo advierte sin rodeos. No quiere engatusarnos. Depende de
nosotros hacerle caso a él o fiarnos de la publicidad. También aquí es válida “la prueba del algodón”. Y ya se sabe que “el algodón no engaña”.
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